domingo, 29 de octubre de 2017

Tejedores y curtidores

“La decadencia del obrero artista no es un tema nuevo.
Nueva es la forma dada a esta decadencia:
ya no la miseria, sino el infierno de la anti-poesía,
la sociedad de las bestias ebrias.”
Jacques Rancière

Hace unos días visité la exposición Working Dead. Arte y Trabajo, curada por Gustavo Piñero en el Museo Municipal de Bellas Artes “Genaro Pérez”. Ese día tenía en mi cartera tres libros: El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, de Carlo Ginzburg; Fracturas de la memoria, de Nelly Richard; y Las tareas de la revolución, de V. I. Lenin. Después de ver la exposición me fui a la escuela Figueroa Alcorta a encontrarme con mis alumnos de “El arte en la Historia I”. Cuando llegué a nuestra aula, me esperaban en grupos para exponer sus análisis sobre El Guernica de Picasso: el poder de la representación, un hermoso libro compilado por Andrea Giunta. Antes de que empezaran les mostré los tres libros que tenía en la cartera y les manifesté las relaciones que me surgían entre ellos y las discusiones en torno al “Guernica”. En esa mezcla de ideas, tiempos y espacios lentamente surgió un sentido, un discurso que se abría hacía diferentes zonas y el análisis que se extendía, ramificándose.
Con la muestra Arte y Trabajo me sucedió algo similar. La exposición puede leerse desde diversos lugares, programas y manifiestos; pareciera que todo puede vincularse a ese par conceptual. Sin embargo, desde mi perspectiva la exposición tiene un corazón latente y sangrante y ese es “La civilización occidental y cristiana” de León Ferrari, una versión pequeña perteneciente a la colección del Museo. En el marco de la relación entre arte y trabajo la obra puede leerse como una crítica a la concepción del tiempo Occidental y cristiano, el mismo que subyace a la producción capitalista. La linealidad del tiempo se desarrolla en su versión más literal: inicio, desarrollo y final, imponiendo una experiencia de la vida estructuralmente alienada. El proceso de consolidación en nuestra cultura no tiene sólo su versión abstracta o filosófica sino que dispone también de su versión histórica y material: la explotación de los campesinos y obreros en función de los intereses de los más poderosos. Entonces, en primer término, el problema del tiempo y su lógica lineal estructuran unos de los paradigmas críticos que se anuncian en esa cosmogonía de arte y trabajo.
En El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg analiza los archivos de la Inquisición para entender como sucedió ese injusto juicio al molinero Menocchio, un audaz trabajador que planteaba una serie de híbridas y originales opiniones acerca del universo, Dios y los patrones. Sus argumentos apuntaban directamente a cuestionar la absurda persecución del Santo Oficio y su desmedido deseo de poder y tierras. Es sorprendente cómo vislumbramos una versión más terrible de “los límites del mundo son los límites del lenguaje”: la Iglesia estaba decidida a marcar esos perímetros a cualquier precio. Desde este punto de vista “genealógico”, si se quiere, la obra de Ferrari repone un sentido político actual y crítico, pues nos permite ablandar capas históricas y culturales estratificadas al evidenciar la relación entre Occidente y la Iglesia. Así, vuelve a fracturar el tiempo y esas singularidades de la cultura.
En el mismo libro Ginzburg escribe acerca del “grupo de artesanos de Porcia encarcelados por el Santo Oficio en 1557 (…) que solían reunirse en casa de un curtidor y de un tejedor de lana a leer las Escrituras y hablar de la renovación de la vida.” Juntarse a pensar una nueva forma de vida en ese contexto no era poca cosa, de hecho era mucho más de lo que la mayoría se animaba a hacer. ¿Qué hacían los artistas, por ejemplo? En su mayoría ilustraban, sin cuestionarse demasiado, una y otra vez las páginas de la Biblia cristiana.
Si pensamos que los artesanos eran quienes se juntaban a cuestionar el orden dominante, parece más factible pensar un origen del arte contemporáneo en aquellos tejedores y curtidores que en los genios de la historia del arte Vasariana. Así el tiempo vuelve a ovillarse y desovillarse.
Es así, también, como la relación arte-trabajo no consiste simplemente en la apropiación de modos de producción, citas o vínculos externos: la relación es fundamentalmente crítica. Federico Galende, en su libro Modos de producción. Notas sobre arte y trabajo, escribe:
Si una obra como la de [Oscar] Bony no hubiera sido desarrollada a partir de la inmunidad que al artista le proporciona un arte demarcado -uno que él mismo, por lo demás demarca–, entonces su devoción por inmovilizar una familia obrera sobre un pedestal a cambio de unos pocos pesos lo convertirían en una especie de amo primitivo, siendo que si esto se hace en nombre del arte, si en nombre del arte se pueden repentinamente poner vidas a posar como si fuesen meros objetos, entonces esto significa que al amparo del arte se pueden hacer cosas terribles.
Para salvar al arte de la tensión amo–esclavo no es suficiente una alternativa a la representación sino más bien la crítica a la institución, a los mecanismos alienantes que se desarrollan en todas las operaciones de mercado y, sobre todo, a los límites que nosotros somos capaces de poner a otros, a nuestros pares, cuando determinamos lo que es arte y lo que no lo es.
Los límites del lenguaje, los límites del mundo, los límites del arte son, como decíamos, poderosas estratificaciones culturales como aquellas contra las que luchaba el molinero Menocchio, ya que no permitían a los trabajadores expresarse o interpretar la lengua escrita. En uno de los libros más hermosos sobre el tema, La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero, Jaques Rancière dice: “Esta escritura fue impuesta por un material, que estaba mayormente conformado por textos obreros que constituían ellos mismos un acontecimiento: la entrada en la escritura de personas que se suponía que vivían en el mundo ‘popular’ de la oralidad.” Podemos apresurar otra tesis y es que “La civilización occidental y cristiana” se erige en la primacía del lenguaje escrito, la fijación del pensamiento en una linealidad histórica, por sobre la tradición oral, propiciadora de encuentros, corporal, ancestral y absolutamente cambiante.
Una de las observaciones más maravillosas del libro de Rancière, que recoge testimonios de obreros franceses de finales del siglo XIX, es descubrir sus constantes deseos de crear belleza. En la poesía, reponen formas revolucionarias. Rancière escribe:
No se trata allí del derecho a la pereza, sino del sueño de otro trabajo: un gesto suave de la mano, siguiendo lentamente la mirada, sobre una superficie pulida. (…) ‘Bosques que no existen, letras que se sabrían leer, imágenes cuyos modelos jamás existieron’, jeroglíficos de la anti-mercancía, obras de un saber hacer obrero que retiene en sí mismo el sueño creador y destructor de esos niños que buscan exorcizar su inexorable porvenir de trabajadores útiles.
Y más adelante, en un testimonio del mecánico Claude David:
Yo sentía que Dios no nos había creado para ser los esclavos de nuestros hermanos y hacía todos los esfuerzos para cortar la atadura que asfixiaba a los pobres proletarios. (…) A los 23 años me consideraba suficientemente fuerte para efectuar mi liberación, sintiendo que el peso que yo cargaba por mi parte era demasiado pesado. (…) En esa época, inventé un nuevo género de oficio en medio del cual logré fabricar los más bellos tejidos.
Dos siglos antes, los artesanos italianos se juntaban a inventar sus propias versiones del mundo; dos siglos después, Kasimir Malevich, Bertolt Brecht o Sergei Eisenstein se disponían a desilusionar a la burguesía desmontando el aparato del espectáculo, develando los mecanismo del trabajo creativo: el artista obrero.
El mundo sin límites entre obreros y artistas no es sólo el sentido fijado a las obras: es el proyecto contante que nos alerta y nos propone la retroalimentación crítica. Entiendo que una muestra con esas pretensiones en un museo público tiene en principio la propulsión crítica para desestructurar el tiempo Vasariano, la narrativa cristiana, la racionalidad operativa de Occidente. Cada una de las obras es una pequeña dosis de mundos que se emancipan de sus propias estrategias geográficas y limitantes.




sábado, 30 de septiembre de 2017

 “El cerebro de mi padre”
…nos damos cuenta de la lengua llamada paterna en la que
todos estamos incluidos, que ordenó con su lógica nuestro pensamiento…
León Rozitchner

Hay algo que late, algo vivo, un cuerpo que se desarma y revela en las redes de la memoria, que no se reduce a su mente sino que se potencia en los laberintos del recuerdo asistiendo a la vida, velando por su persistencia, insistiendo en su carne. El lenguaje aparece pero se trastoca en imágenes, imágenes que pueden ser captadas y revividas con el paso del tiempo. Los artefactos que las proyectan una y otra vez guardan las huellas de todo lo que, entre sus pliegues, se detiene. Existe una dialéctica pequeña y mágica que se despliega entre el ojo y lo visto, entre la mirada y las conexiones del cerebro que imagina. Quien ha filmado sus recuerdos anticipa el núcleo vital del resto de la memoria, condensa un espacio-tiempo en el bucle circular de la realidad, retorna a la matriz originaria de lo visible.
Pienso en la obra de Claudia Santanera “el cerebro de mi padre” y el procedimiento poético que ella práctica entre sus palabras y las imágenes filmadas por su padre, ese encuentro fortuito entre el pensamiento y el cuerpo que se despliega en el espacio y nos invita a experimentar un acontecimiento amoroso. Claudia recupera películas grabadas por su padre en cintas 8mm y con ellas abre aquello que en el cuerpo se cierra. Es decir Claudia mágicamente, con su poesía, repone el cerebro de su padre como sí fuese un útero, le ofrece la posibilidad de engendrar un mundo de la misma manera que se engendra la vida.
Lo que ocurre es que la enfermedad, aquello que la ciencia abstrae cómo factor condicionante patológico, Claudia lo lee como iniciación creativa. La perdida de la memoria no es una reducción del padre a su imposibilidad sobre la lectura continua de su presente y su pasado sino que, por el contrario, se convierte en la puerta de entrada para explorar la lengua paterna desde la disrupción y la discontinuidad. Claudia logra ver esa nueva condición que ubica al cerebro paterno como una matrix orgánica y en movimiento, capaz de armar y desarmar sus propios supuestos en versiones felices del tiempo y su transcurrir.
Tanto el padre como la hija intercambian papeles, asumen nuevos roles, juegan fantasmagóricas piezas teatrales donde la percepción y las sensaciones interpretan, de forma aleatoria, el libreto que parecía había culminado. Ellos logran encontrarse en el tiempo que el padre inmortalizó desde su mirada, en la analogía nunca correspondida de lo visto con lo real, en ese desfasaje ocurre la inmortalidad, el precipitado abrazo.
León Roztichner nos dice en Materialismo Ensoñado que el lenguaje opera de modos diversos, el lenguaje paterno responde a lógica que desencadena la filosofía y la razón, el materno a ese suelo originario y uterino que todo lo contiene, predispuesto a la fantasía y la imaginación. Claudia intenta esa cruzada poética al cerebro del padre, no a la mente, sino a esa carne blanda y laberíntica donde se aloja el conglomerado originario entre sueños y realidad, memoria y olvido. Ese nudo crucial que luego desandaría el camino de la razón pero que originariamente se encubó en el cuerpo materno, como potencia de un ser y singularidad carnal. En ese encuentro con el espacio matriz de toda memoria, Claudia propicia reiterados nacimientos, anudada al padre, cobijada en su afecto, se desprende un engendrarse mutuo e infinito. La poesía habita ese espacio, pequeñas plumas la distienden y hermosos velos de inefables recuerdos la convierten en voz. Claudia habla atonales versiones del tiempo, el poema nace así, con el susurro de cada invocación.
Ella no sólo recupera la película, la cinta u objeto, sino que recobra el instante que el ojo la captó por primera vez. Su minuciosa y metódica restauración responde a figuras disipadas en el espacio y el cuerpo, porque esa película también modeló su cerebro y su mirada. La película brota de ella continuamente impregnándola. La película es un adentro profuso y en movimiento, un lugar donde estar y existir.
Ella, Claudia, proyecta con sus ojos lo que encuentra en el cerebro del padre, ella le concede su linterna amorosa que puede iluminar lo que la enfermedad, y posteriormente la muerte, a él le niega. De todas maneras, después de todo lo que hemos dicho, es indudable que lo que Claudia logra es una pequeña resurrección, que cada vez que una luz se enciende el padre aparece y renace en su mirada.
Claudia invoca el espectro cerebral que reitera su propio devenir en el presente, ese lugar donde un padre espera. La ternura marca el ritmo de ese tiempo que se añora pero también se festeja; ese ojo paternal que ordena la infancia, los días, y el mundo más bello de los mundos posibles. .
En “el cerebro de mi padre” perder es ganar, la lógica invertida del espejo propone el desprendimiento del sentido lineal para ganar millones de sentidos dispersos. Un presente puro que reúne las imágenes con las palabras en el instante del padre, en el instante del cuerpo. Lo que experimentamos son viajes a los recónditos bucles del tiempo pero también a la superficie más brillante del ahora. La compleja anatomía del cerebro devela una coreografía de formas, una compulsiva instantánea de una mente que brilla en otras mentes y así perpetuándose en el todo, que se abre y se cierra, se marchita y florece.
La traducción que nos propone Claudia en “el cerebro de mi padre” no tiene original, no dispone de un elemento único sin variaciones, que pronuncie la referencia irrefutable de una verdad. El tiempo se traduce con el diccionario de las emociones y las coordenadas pautadas por el ritmo de lo fraterno. La traducción, en ese sentido, es un fracaso porque cada versión se convierte en original pero al mismo tiempo es un fracaso que emancipa el aura errática de la memoria, que disgrega el acontecimiento y la experiencia a lugares remotos. Lo que se convierte en real son algunas remotas señales, un camino trazado sobre el agua que desaparece y lentamente aparece.



domingo, 30 de abril de 2017

Eso sin después

I. En la esquina del Arzobispado un rectángulo de cemento acababa de secarse, haciéndose mampostería con la muralla, pero dejando una gatera abierta. De aquel agujero, negro como boca desdentada, brotaban de súbito unos alaridos terribles que estremecían toda la población. El fragmento pertenece a una inolvidable escena de “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, un suplicio de lo más increíble, una persona es enterrada viva en un muro fresco. Un cuerpo aprisionado entre cemento y ladrillos tarda varios días en morir, lo último que se agota según la crónica El emparedado es la voz de la víctima. Una escalofriante variedad de sollozos y estruendos provenientes del tórax alterado y la boca reseca, escapan de las paredes. Los niños que escuchan el aullido, lloran. Las mujeres embarazadas cubren desesperadas con sus manos el vientre agigantado para que no se asusten los bebés. Lo que sucede es pesadillesco y se extiende hasta lo confines del último clamor. El sufrimiento de la víctima, su cuerpo herido, se expande y los envuelve, encadenando sus gritos a todos los oídos. El eco del suplicio se propaga, el dolor implica a los otros en una misma sintonía. El bramido, el sudor, las lágrimas desgarran, ponen al descubierto, una materia común. Una carnalidad que subyace a cada forma individual.
Hay un cuerpo gigante e informe, donde la humanidad es una. Una corporalidad subterránea dispuesta a lo abierto, latente en las cosas, un territorio donde prolifera lo que existe. La psicología carece de verosimilitud. Lo real es lo insospechado escribió Pascal Quignard. Hay una información reptante del mundo que no nos pertenece como seres individuales; sí cuando nos hundimos y nuestros ojos y manos, piel y oídos interceptan el alarido. Allí, el abandono nos desconcierta, la forma que el espejo refleja  un yo fragmentado, diseminado y finalmente destruido. Sin embargo, el fantasma puede ejecutar maravillosas glosas, su épica del tiempo, su soberana libertad.   

II. Verónica Meloni escribió un texto, intempestivo y poético, sobre el muro de un angosto pasillo. Desde el zócalo al techo una caligrafía antigua y desgarbada, trepa el espacio como una enredadera y lo desborda. La prosa ondulante, imprecisa, mantiene la palpitación de una experiencia perfomática intensa. El pasillo, la pequeña sala de exposición, se convirtió en una densa cápsula donde el cuerpo tiende a confundirse con las paredes, a sentirse aprisionado, la respiración explosiva y nuestra osamenta, infinitamente, incomoda.
El puño tembloroso y fugitivo que escribió poderosas palabras resuena en el espacio, mi cuerpo conecta con esa onda vibratoria que descompone la mónada, el rayo tormentoso de la escritura me implica y arrebata.

III. Después de un rato de mirar las letras, pintadas por Meloni sentí que las zonas negras eran huecos en la pared. La tinta, una hendidura donde la oscuridad subyacente del muro, lograba revelar su viscosidad. Cada palabra una caladura, una grieta, sobre la materia maciza. El lenguaje, entendí, no me pertenece, aunque mi ego insista con pronunciarse yo, la lengua habla, sin dueño, un diagrama total. Se expande chillando, lava incendiaria que nace en lejanas vertientes.
Hay dolor en cada palabra que pronunciamos, en cada ciclo conceptual, de un vocablo a un objeto, en la permanencia del sentido y su arquitectura de reducto egoísta. El pasillo
que Meloni hechizó, se convirtió en tumba. Un espacio que señala la rareza de ser un individuo, en la extensa trama de implicancias donde ningún cuerpo, ningún dolor, es propio o ajeno. Si yo no soy yo, si la materia elabora su silenciosa coartada en los frugales estertores de la carne, entonces debo advertir mi muerte. Si todo soy, nada soy.
Sin embargo, anuncia Meloni “Eso sin después”, al elegirlo como nombre para su obra; entre el lenguaje y la carne, la inequívoca advertencia del tiempo.  

IV. Afuera, sobre el piso en la vereda, cerca de la puerta donde se ingresa a ese atiborrado pasillo de letras, un cartel luminoso ostenta: el arte es una irregularidad de la violencia. La intemperie modela un contexto incierto para esas palabras y esas  miradas transeúntes que aterrizan en lo inhabitual. La caja luminosa replica la forma del pasillo, lo divulga, como un ángel desorientado en los lindes del infierno. Las letras contenidas gritan, atrapadas, presas, en la tumba de la formas.
Catulo, poeta romano, hizo de la poesía algo público, abatió a sus enemigos en las bravas líneas de sus versos; contrincante de palabras que se escribieron en las paredes de la ciudad, como un gran cartel luminoso. Provocar, justo, en la artificial frontera que divide lo privado y lo público, en esos muros que como la piel nos ilusionan con la propiedad, de las cosas o el lenguaje.
En la vereda de un Museo, Unidad Básica, un cartel de caligramas estridentes, amenaza y advierte sobre el arte y su aullido.

IV. La austeridad y el despojo de la obra de Verónica Meloni “Eso sin después” un muro pintado y un cartel, me recuerdan un pensamiento de Manuel Scorza en “Garabombo, el invisible”, Los pobres comprenden mejor que los petimetres la importancia del aspecto. Un ejercicio similar me lleva a Ricardo Carreira y sus poemas que carecen de referencia metafórica. En el juego de escribir un poema, el lenguaje agota todas sus triquiñuelas: Mi mano se despega de la máquina / cierro el puño y pienso en mí / la mano. Los artefactos que se activan con un simple movimiento, el aparato de escribir o el invento para matar, sólo requieren de una mano.
Es propio del arte Latinoamericano afirmarse en sus realidades periféricas, crecer caníbal y pobre entre la maleza profusa. Sea Marginal, sea un héroe vociferó Helió Oiticica.

V. Al final tomé nota de algunas palabras y redacté para mi memoria un documento oscuro y sagrado: masturbadora violencia ciudad arrasada moralidad éxtasis vértigo amorfa milagrosa palacio de sabiduría cristal con mil caras estúpido arrojarse adentro del volcán exquisitez martirio monstruo en el que te has convertido extravíate irrítate colonizado. Luego, conversamos sobre las citas literarias, la manera en que la escritura no reconoce jamás un origen y un autor y de como ingresaron por la misma garganta salvaje de tinta y cemento Marqués de Sade, Conde de Lautréamont, Georges Bataille, Raúl Barón Biza y poemas anónimos del Siglo XIII. Una constelación irreductible, temeraria e indispensable.  


VI. Anterior, a la escritura en la pared, del sacrificio, del ejercicio monumental, existieron hojas manuscritas, huellas tachadas y reinventadas. Una voz que dictó a ese cuerpo el ritmo de un pensamiento veloz. Un espíritu vehemente que interceptó su carne y la desgarró con la fuerza de sus gritos. Algo sin nombre, oculto, que manipuló la materia informe, trepó por su cabeza y la explotó, hasta llegar derrotado a las altas barrancas del silencio que se aproxima, para cada uno por igual. 



domingo, 9 de abril de 2017

El sentido de lo carnal
Augusto y León Ferrari

Una simple marca en una madera tiene más memoria
que un ser humano. Hasta que la marca sobre la
madera no sea borrada, ésta persistirá como
grabado. Mientras que un ser humano con sólo
mirar para el otro lado ya no percibirá el grabado
de la madera.
Ricardo Carreira

La exposición Filiación reúne una gran cantidad de obras de Augusto y León Ferrari, padre e hijo, curada por Marcela López Sastre y la Fundación FALFAA. Se dispone en las salas por módulos temáticos, abordados de diferente manera por cada uno de los artistas. Grupos de flores, planos de iglesias, retratos, íconos religiosos, caligrafías, objetos y fotografías conforman el prolífico repertorio de ambos artistas.
Bellas pinturas al óleo de flores vivas son interpeladas por una geométrica construcción de floraciones plásticas. El espíritu renacentista reivindicado por Augusto asume versiones viscerales en las regiones leoninas. Los claros diseños de las iglesias se traducen en caligrafías amorfas, entre ellos persiste la materia del papel y las geografías de la lectura. Un cráneo pintado entre penumbras representa las divagaciones del ser, otro más real, y humano, subiste hábitat de peligrosas cucarachas. Las iglesias realizadas con magistral imaginación por el padre surgen entre los monstruos del hijo. Los cuerpos clausurados de Augusto se abren violentamente en León. Eso es lo que vemos al principio, pero lo que vemos es aún más, es prolífico, estimulante, pasional. Es el encastre perfecto entre dos mundos, como sí de repente la mirada resolviera el quinto postulado de Euclides y las paralelas se encontraran.
Carreira dice que la memoria persiste entre las cosas y la mirada, la dialéctica externa, huellas como grabados. Una obra de arte, es esa escritura de una experiencia que, en tiempos dislocados, propicia nuevos acontecimientos, latencia que busca ser mirada. En Filiación se pone de manifiesto ese movimiento gesticular de la memoria, aparece en la escena con contundencia. Augusto y Léon están, aquí y ahora, mirándose, en el instante mismo de la vida, una pequeña resurrección, como en los versos de Macedonio Fernández a Elena  Hay un morir si de unos ojos / se voltea la mirada del amor.   
Lo que se contrapone, juegos bifurcados entre territorios inabarcables, son las operaciones del tiempo lineal: la historia del arte, la política, las vanguardias, la muerte, la belleza, la representación, la pintura. Aunque para ellos también hay otro tiempo, feroz, ondulante e inagotable donde sus mentes y sus cuerpos se mezclan, un tiempo de amor exagerado.   
Dice Aby Warburg que Dios habita en el detalle, una mancha roja o gota se desliza inadvertida por el pétalo blanco de la pintura de Augusto, en otro cuadro una mujer sostiene una sombra carmesí, un abrigo abstracto que anuncia la tragedia. Las fotografías en blanco y negro, más cerca del cine expresionista que de la composición clásica, la gestualidad carnal de los retratos, las gárgolas, los hombres sufrientes, sus espaldas dobladas engendran, casi sin sospechar, a León que, desgarrador e irónico envuelve al padre, haciendo de su nombre un mundo.
La música que habla el ritmo de lo que no se dice, las bellas sutilezas de una obra monumental, el rigor y lo que desencadena al monstruo engendra, por su parte, infinitamente a Augusto, el padre.
No es Apolo seducido por las profecías de la luz, tampoco es Dionisio resentido por las aburridas reducciones de la razón. Es un complot de fuerzas opuestas que se encuentran en un nuevo espacio, insólito, creativo. Aunque Augusto insista con los diagramas sobre los cuerpos, imprevistamente, los libera y León atento, agazapado, los devuelve a esa tierra primitiva y carnal que Bataille invocó, en la literatura y contra la religión.
Tampoco León puede destruirlo todo, a pesar de su conciencia, de la muerte, del horror y del mal, construye, teje, la invisible marea de su corazón.   
Las visiones encarnadas del tiempo que aquí se exponen,  su repertorio de experiencias, nos devuelven un sentido singular de lo contemporáneo. La contemporaneidad es el encuentro posible entre miradas, una y otra vez, engendrándose. El pasado ya no choca con el presente, los puntos de vista no se reducen a representaciones de una época. Son intérpretes en una escena de vitalidad inagotable, donde el artista al mirar y ser mirado pierde la forma exacta de su individualidad y, paradójicamente, de esa manera la potencia. Mientras uno y otro, se abandonan a sí mismos, en el sentido egocéntrico, delimitado de pensarse, logran recuperarse intactos en el movimiento del tiempo y la memoria. Algo inexplicable sucede y eso es lo que más sabemos.  

      






  










domingo, 19 de marzo de 2017

Un viaje Maravilloso



Los libros de viaje son numerosos tanto en la historia de occidente como de oriente, especialmente, preciados en aquellas épocas donde el mundo no era un territorio conocido en su totalidad. Ese vacío de certezas científicas, muchas veces, fue salvado con poderosas leyendas, cuentos o poemas que explicaban aquello que los cálculos no podían. Desde presuntos elefantes gigantes que sostenían una tierra plana y abismal hasta la idea de que la locura era una piedra en la cabeza; una extensa variedad de mundos posibles nacieron, en diversas ocasiones, en extraordinarios libros de viaje. La edad media, por ejemplo, nos legó un impresionante cumulo de especulaciones alternativas a la ciencia abstracta moderna, combinando alquimia y filosofía, religión y magia, fábulas y ciencia fantástica. El resultado de esas imágenes propone un compendio insuperable de formas y composiciones, que se convirtieron en la estrategia de comunicación más poderosa de la época. Juan Martín Juares se encontró con un libro de la época “el libro de las maravillas del mundo” de Juan de Mandevilla, contemporáneo de los viajes de Marco Polo, que data, aproximadamente, del  año 1000 D.C. El libro constituye una referencia para los últimos dibujos del artista cordobés, pero también es la afirmación creativa de que las imágenes proceden de una conciencia primitiva más amplia  que el limitado conocimiento individual. Los dibujos de Juares muestran serpientes que se anudan a corazones o que crecen de cuerpos mutilados, animales y hombres que se mezclan, cabezas desprendidas de sus torsos y que vuelan,  dragones y sirenas, ojos que habitan zonas inciertas, y así un voluptuosos glosario de símbolos extraños. Lo que inventa es un códice propio y alternativo a la razón positivista, un mapa que le permita descubrir en su propia singularidad, símbolos dislocados del tiempo y la cultura. De esta manera,  mientras el artista dibuja, revuelve y encuentra en la conciencia del mundo imágenes ocultas, muchas veces suplantadas por diseños reduccionistas, cosas maravillosas aparecen, muchas que el lenguaje no puede enunciar.
En “El ritual de la serpiente” Aby Warburg, fundador de la historia de la cultura, descubre una genealogía de la representación de la serpiente que se remonta a los indios Pueblo; en cada ritual la presencia de esa imagen conectaba el mundo de los hombres con el celestial de los dioses, para apaciguar el rayo de la muerte, ese terror humano desde siempre. Con esa misma operación desorganizó la armoniosa representación de “El nacimiento de Venus” de Sandro Botticelli, descubriendo vientos y temblores de la Grecia arcaica, anunciados en los versos de Homero.  Con Juan Juares conversamos acerca de esa coincidencia de época entre “El libro de las maravillas” y las manifestaciones simbólicas de las culturas andinas, un fragmento de los poemas de Ollantay lo muestra: ¡Eres piedra de azufre, Rumi-Ñahui, piedra de la horrenda fatalidad! Naciste en la roca y, sin embargo, tu voluntad se ablanda ahora. ¿Tenías los ojos vendados? ¿No pudiste ver, en lo profundo del valle, que, como una poderosa serpiente, Ollantay se escondía y acechaba? Todas las cosas empiezan a entretejerse, como en un sueño donde el pasado y el presente se enamoran.




sábado, 18 de marzo de 2017

presentación "Histerias" de Rosa Yurevich

Imágenes e histerias

Lo que en ella está expuesto es lo que escondo de mí: de mi lado
que debería estar visible hice mi revés ignorado. Ella me miraba.
Y no era un rostro. Era una máscara. Una máscara de buzo.
Aquella gema preciosa. Los dos ojos estaban vivos como dos ovarios.
 Ella me miraba con la fertilidad ciega de su mirar.
Clarise Lispector

En El discurso de método Descartes delineó una geometría entre el conocimiento y su objeto. El yo asume la centralidad de un mecanismo artificial que se garantiza a sí mismo como claro e indivisible. Las reglas del espíritu se alejan de la percepción, los sentidos y las emociones. La maquinaria argumentativa que solventa al yo se pone en marcha para edificar la sólida arquitectura vertical-horizontal de la racionalidad.La fabulosa enciclopedia de lo singular se relega a los vastos residuos de la imaginación, lo que el mundo ostenta, en el increíble derrotero de su existencia, se apaga. ¿Qué hay, entonces, de cada hoja verde de los arboles que van muriendo y anuncian el movimiento del mundo? ¿De dónde vienen esas voces, ecos de palabras, certezas de otros hombres? ¿Qué son esas eléctricas y desfasadas combustiones de los cuerpos?¿Los desarreglos diagonales del tiempo y el espacio, las interferencias de la memoria, los fantasmas, las sombras indómitas del recuerdo, el escalofrío?
En los lindes entre la Edad Media y el Renacimiento, Botticelli pintó mujeres hermosas, cerradas sobre la conjetura de su espacio. En ellas la mirada del espectador se refleja, rebota incandescente como en un reluciente espejo, es difícil  penetrar en sus pieles blancas y marmóreas, clausuradas. Didi-Huberman escribió en“Venus Rajada” Dura es su desnudez: cincelada, escultural, mineral. Cincelada, porque el dibujo de su contorno es de una nitidez particularmente cortante, una nitidez que “arrebata” el cuerpo desnudo de su propio fondo pictórico…Esa es, a primera vista, la representación clásica, cuerpos ideales, adosados y diseñados a un fondo preestablecido.Sin embargo, en el mismo libro,el autor nos dice… en el latino místico, ese admirable libro escrito por Remy de Gourmont – que fue durante una época el libro de cabecera de Georges Bataille …dice La belleza del cuerpo se halla por entero en la piel. En efecto, si los hombres viesen lo que hay bajo la piel, dotados, como linces de Boecio, de la capacidad de penetrar visualmente los interiores, la mera vista de las mujeres les resultaría nauseabunda: esa gracia femenina no es más que saburra, sangre, humor, hiel. Pensad en lo que oculta en las fosas nasales, en la garganta, en el vientre: suciedad por doquier…”Una máscara y sus vísceras anudadas en la doble vida de los cuerpos.
A mediados del siglo IXX Aby Warburg escribió El Renacimiento del Paganismo,las obras de arte fueron reveladas por él como imágenes dinámicas y anacrónicas, desencadenantes de fuerzas ocultas. En la pintura El Nacimiento de Venus de Boticcelli, descubre la pervivencia de elementos dionisíacos; vientos que,ondulantes,sacuden a la diosa, mofletudos ángeles que miran,olas que sacuden la gran ostra, pliegues barrocos de un vestidotransparente. Elementos que no obedecen estrictamente a una fuente clásica,sino que alojan indicios un mundo primitivo. En Warburg ese elemento primitivo aparece como supervivencia residual de una memoria arcaica, la repeticiónde lo reprimido. Enlas pinturas de Botticelli lo dionisiaco se niega permitiendo la adecuación a los cánones estéticos y aun a priori espacio-temporal. Pero la imagen fluye con la vida y nos conduce a diversas lecturas, discontinuidades temporales acechan el plano de la representación: en lo racional lo irracional, en lo universal lo singular, en la mente el cuerpo.
A finales del Siglo XIV las místicas cristianas manifestaron su fe por la divinidad de manera singular, tan extrema que cada de una de ellas se convirtió en su propio templo. Las expresiones místicas, registradas por escribas personales, dan cuenta de sentimientos ambiguos y exagerados, que se manifestaron como trances, levitaciones y éxtasis. Catalina de Siena, describe el intercambio de órganos entre ella y Cristo, en sueños y alucinaciones abre su tórax sangrante,arranca su pequeño y rojo corazón para entregarlo al Dios amado. En misma época convivían personajes paganos como el hada Melusina, una combinación de dragón y mujer. De ella se conocen dos leyendas una cuenta que iba a casarse, pero cuando el sacerdote quiso bendecirla huyo despavorida dando grandes saltos y gritando aterrorizada. La otra dice que se casó con un hombre con la condición de que, nunca, intentará desnudarla. Vivieron por muchos años y tuvieron hijos hasta que un día el esposo la espió mientras se bañaba, descubriendo que la parte inferior de su cuerpo era de sirena. Melusina huyó convertida en dragón y sólo volvía por las noches a visitar a sus hijos. De la combinación de ambas historias resultó la persistencia del hada Melusina como diabólica y maternal, mala y buena, bella y monstruosa.
En las fotografías de las  histéricas de la Salpêtrière el sedimento expresivo, el éxtasis, la ambigüedad, el trance, la belleza, la carnalidad, parecen encadenarse en un prototipo histórico femenino que se ilustra en cada una de las imágenes. Aunque, siguiendo a Warburg, lo que hay, no es un ideal de mujer que se despliega en el tiempo, un eidos que sealberga en los cuerpos, sino sedimento reprimido que se expresa y expresándose, pienso con Merleau-Ponty, recompone creativamente su singularidad.
En las fotografías de las histéricas de la Salpêtrièreel plano de representación coincide con los diseños cartesianos de espacio y tiempo, sin embargo, esas mujeres con su gestualidad rasgan el plano, liberándose de la opresión del artefacto. Toda la Salpêtrière deviene cámara fotográfica en el señalamiento material del rasgo patológico;la definición cultural de enfermedad es lo que ensambla a las histéricas con las  coordenadas de un tiempo matemático, lineal. Las fotografías, en el revés de la imagen, en los nudos, convierte lo alienado en expresión, el mismo gesto que las desfigurada las libera. Hay una fotografía donde Charcot y sus discípulos sostienen el cuerpo de una paciente desvanecida. Un grupo de ellos observa y sus cabezas trazan una línea en el horizonte a la misma la altura de la cintura de la mujer, dividiendo el plano del cuadro y el cuerpo de la ella en dos partes: una superior y otra inferior: Melusina, Venus, Santa, Diabla, Diosa, Loca en la línea de la mirada se conjugan, se mezclan y reinventan.
Dice Yurevich, Mi primer paso será remontarme hasta los orígenes del psicoanálisis. Las preguntas que me formulo giran en torno al valor de la histeria en la elaboración del método psicoanalítico y las primeras hipótesis de Freud. Escuchar e interpretar a las histéricas será su genial aporte. En muchas de las fotografías de la Salpêtrière las mujeres sacan la lengua en contorsiones extrañas, la lengua entre el adentro y el afuera, asquerosa y sensual, la lengua biológica y expresiva. ¿No es acaso también una genialidad haberlas dejado hablar, que la lengua se ondule desatando y deshilachando el tiempo?
Dice Merleau-Ponty: cualesquiera que hayan podido ser las declaraciones de principio de Freud, las investigaciones psicoanalíticas desembocan de hecho no en explicar el hombre por la infraestructura sexual, sino en volver a encontrar en la sexualidad relaciones y actitudes de consciencia; y la significación del psicoanálisis no está tanto en hacer biológica a la psicología como descubrir en las funciones que se tenían por “puramente corpóreas” un movimiento dialéctico y reintegrar la sexualidad al ser humano.Así en la histeria hay histerias, pluralidad de cuerpos parlantes, experiencia y afectividad. Yurevich avanza en los momentos en que las investigaciones sobre las histerias proveen al psicoanálisis de sus conceptos más importantes, Edipo por Freud y “En el nombre del padre” por Lacan. El libro culmina con un necesario aporte sobre la maravillosa Camile Claudel y la materia expresiva de la escultura donde la singularidad se abre y despliega, como las hojas que en el otoño al caer ostentan dorado y rojo bajo un sol que se aleja.