jueves, 4 de julio de 2019

El interior como potencia o la fuerza del murmullo






Un ángel está desarrollándose hasta en la piedra
Juan L. Ortiz parafraseando a Nerval


Dora Delia Ochoa de Masramón fue una escritora, historiadora, docente, ornitóloga y especialista en arte rupestre, nació en Concarán en 1913 y murió en San Luis en 1991. Al igual que otras escritoras puntanas como María Delia Gatica de Montiveros, Carmén Quiroga de Chena, Berta Vidal de Battini o Esther Guevara, Dora Ochoa de Masramón resulta marginal o excluida de un canon nacional. Todas ellas, sin embargo, fueron de gran importancia para la cultura de su tiempo y su provincia. Sus voces, no sólo plantean singularidades propias de su época y contexto sino que, sobre todo, dan cuenta de una imagen del mundo original y compleja.
En el seno de la obra Dora Ochoa encontramos una mezcla irreverente de referencias diversas que quizás un lector ortodoxo y moderno juzgaría carente de rigor o con exceso de información; desde nomenclaturas científicas a oraciones religiosas, desde mitos y leyendas a observaciones cotidianas, todo en el marco de una misma investigación. Sin embargo, Dora Ochoa impulsa un sentido del saber que excede categorías establecidas sobre la base de lo que habitualmente consideramos racional o irracional, objetivo o subjetivo, y en esos límites se funda su literatura. La voz femenina, en este caso, no es un postulado de género, sino que se constituye en el cuerpo de la escritura como una capacidad para abrir fronteras, cruzando categorías diversas, concediendo al mundo la emancipadora posibilidad de ser visto, felizmente, desde diferentes perspectivas. En este sentido formal, el juego de lenguaje ejecutado por la escritora puntana puede ser comparado con el juego visual de un pintor cubista donde diferentes perspectivas en contradicción aparecen simultáneamente en una imagen, configurando una inquietante armonía. Sus palabras también crean un collage de figuras retóricas que permiten el arrullo de una poesía vital y extraña.
En uno de sus textos más emblemáticos El folclore del Valle de Concarán, y es en esté donde voy a detenerme, un índice profuso nos introduce a un estilo literario barroco, sinuoso, en sus referencias y descripciones; donde, por ejemplo, la sección clima incluye conjuros para tormentas y el eficaz baile de lluvias de San Vicente. Desde los datos geográficos a la narrativa antropológica, desde sus aves majestuosas a numerosas plantas, incluyendo fiestas religiosas y paganos juegos infantiles, el Valle de Concarán, Valle de Conlara, cuenca del sol, aparece iluminado.
La autora presenta un territorio que no es mera descripción sino principalmente es el señalamiento público de un lugar amado, un paraje serrano, una morada. El libro constituye una huella perdurable donde ese afecto resiste una batalla contra el tiempo y el progreso, una preciosa trampa para nuestro probable olvido. Escribe Dora Ochoa “Al nombre Conlara se le atribuye que ha sido el de un cacique y, Concarán, es una deformación de esta misma denominación. En los mapas antiguos el río Conlara aparece como río Concarán, mientras, que en la tradición es recordado como río de la Cruz.Así, la escritora nos recuerda el origen de los nombres y la persistencia mítica de una encrucijada entre los pueblos originarios y las conquistas cristianas, donde una y otra vez, el holograma improbable de la historia se actualiza para decirnos aquí estamos o estos somos, hijos del cacique, hijos de la cruz, esta es nuestra intemperie sagrada e inconclusa.
En uno párrafo de su novela Eisejuaz Sara Gallardo escribe “Ángel de anta, haceme duro en el agua y en la tierra para aguantar el agua y la tierra. Ángel del tigre, haceme fuerte con la fuerza del fuerte. Ángel del suri, déjame correr y esquivar, y dame paciencia del macho que cuida la cría. Ángel del sapo rococó, dame corazón frío. Ángel de la corzuela, traeme el miedo. Ángel del chancho, sacame el miedo. Ángel de la abeja, poneme miel en el dedo.” La leve epifanía acecha en la oración, ese conjuro que convoca sin cesar alguna fuerza desconocida, en la naturaleza o en eso que la poesía abre y es innombrable. Lo humano se convierte en otra cosa, se confunde con las plantas y lejanas constelaciones, la montaña devela perfiles de cráneo y las nubes nos arrebatan pensamientos.
En su pequeña literatura portátil Dora Ochoa conserva pero también exhibe como heurística de un saber único, fuera de la hegemonía de los relatos dominantes, un deseo. El deseo por arrastrar la literatura a la materia, embarrar sus tiesas alas de cuerpo ideal y diluir, en las difusas coordenadas de la noche mundana, toda estrategia de poder como esa que el lenguaje, cuando puede, ejerce sobre las cosas. En un impactante párrafo de El folclore del Valle de Concarán Dora Ochoa describe a la singular Virgen de la Libranza “Es una imagen de talla rústica, de 30 centímetros de altura con la particularidad de estar crucificada en una cruz de madera tosca, siendo más toscos aún los pequeños clavos de madera que sujetan sus manos.” Una pequeña virgen de madera rustica, en una cruz tosca y que al seguir leyendo nos enteramos que sus ropas están desteñidas y viejas. Esa virgen no es la imagen de un monumento, no es la ostentoso y brillante cuerpo que aparece en el recinto de lo visible es, por el contrario, una virgen pobre, una miniatura sagrada en el hogar de dos ancianos, en un lejano paraje del valle. La escritura se convierte lentamente en la voz de lo sin voz, la letra ondulante de lo que la ciencia arrastra al olvido y el progreso a la extinción. La escritura abraza el margen de las cosas, el testimonio leve de lo que, en los bordes, se fuga.
Lengua mantra en las llamas, libro oración o luciérnaga, libro tuco-tuco del campo, tuco encendido y constelación, libro valle en el incendio.
En su hermoso Diccionario de símbolos Juan Eduardo Cirlot define a los pájaros como seres alados que simbolizan la espiritualidad y escribe que “la significación de pájaro como alma es muy frecuente en todos los folklores.” El interés de Dora Ochoa por los pájaros alumbra esta versión simbólica, su énfasis en la avifauna, según su denominación, conjuga un deseo por clasificar la vasta población de pájaros del valle pero también ubicarlos en el centro de su cosmogonía folclórica como verdaderas figuras. Eso que Giorgio Agamben  llama “la antropogénesis” aquello que resulta de la cesura y de la articulación entre lo humano y el animal. Los pájaros así presentados desde un interés epistemológico y otro mítico funcionan como elementos transicionales entre territorios diversos, desplegando en el libro la convivencia de lo real y lo fantástico, lo conocido y el misterio, el método y la poesía.
El  ojo es cuerpo que se expande cuando mira al mundo escribe León Rozitchner. En El folclore del valle de Concarán Dora Ochoa dibuja un mapa para morada de mujeres y hombres, un despliegue tectónico en el murmullo del lenguaje. Su interés no reside en emplazar grandes verdades positivistas, tampoco quiere vendernos u ofrecernos una mercancía posible de ganancias turísticas. No conserva pruebas pasadas de un evento histórico, no releva estadísticas arqueológicas de un sitio probable. Simplemente sueña que esa ficción del valle permita al futuro desplegar su existencia, como quien, arguye el destino en las cavilaciones de la infancia o escribe lo que su deseo, eco majestuoso, dicta a sus ojos.