domingo, 29 de octubre de 2017

Tejedores y curtidores

“La decadencia del obrero artista no es un tema nuevo.
Nueva es la forma dada a esta decadencia:
ya no la miseria, sino el infierno de la anti-poesía,
la sociedad de las bestias ebrias.”
Jacques Rancière

Hace unos días visité la exposición Working Dead. Arte y Trabajo, curada por Gustavo Piñero en el Museo Municipal de Bellas Artes “Genaro Pérez”. Ese día tenía en mi cartera tres libros: El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, de Carlo Ginzburg; Fracturas de la memoria, de Nelly Richard; y Las tareas de la revolución, de V. I. Lenin. Después de ver la exposición me fui a la escuela Figueroa Alcorta a encontrarme con mis alumnos de “El arte en la Historia I”. Cuando llegué a nuestra aula, me esperaban en grupos para exponer sus análisis sobre El Guernica de Picasso: el poder de la representación, un hermoso libro compilado por Andrea Giunta. Antes de que empezaran les mostré los tres libros que tenía en la cartera y les manifesté las relaciones que me surgían entre ellos y las discusiones en torno al “Guernica”. En esa mezcla de ideas, tiempos y espacios lentamente surgió un sentido, un discurso que se abría hacía diferentes zonas y el análisis que se extendía, ramificándose.
Con la muestra Arte y Trabajo me sucedió algo similar. La exposición puede leerse desde diversos lugares, programas y manifiestos; pareciera que todo puede vincularse a ese par conceptual. Sin embargo, desde mi perspectiva la exposición tiene un corazón latente y sangrante y ese es “La civilización occidental y cristiana” de León Ferrari, una versión pequeña perteneciente a la colección del Museo. En el marco de la relación entre arte y trabajo la obra puede leerse como una crítica a la concepción del tiempo Occidental y cristiano, el mismo que subyace a la producción capitalista. La linealidad del tiempo se desarrolla en su versión más literal: inicio, desarrollo y final, imponiendo una experiencia de la vida estructuralmente alienada. El proceso de consolidación en nuestra cultura no tiene sólo su versión abstracta o filosófica sino que dispone también de su versión histórica y material: la explotación de los campesinos y obreros en función de los intereses de los más poderosos. Entonces, en primer término, el problema del tiempo y su lógica lineal estructuran unos de los paradigmas críticos que se anuncian en esa cosmogonía de arte y trabajo.
En El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg analiza los archivos de la Inquisición para entender como sucedió ese injusto juicio al molinero Menocchio, un audaz trabajador que planteaba una serie de híbridas y originales opiniones acerca del universo, Dios y los patrones. Sus argumentos apuntaban directamente a cuestionar la absurda persecución del Santo Oficio y su desmedido deseo de poder y tierras. Es sorprendente cómo vislumbramos una versión más terrible de “los límites del mundo son los límites del lenguaje”: la Iglesia estaba decidida a marcar esos perímetros a cualquier precio. Desde este punto de vista “genealógico”, si se quiere, la obra de Ferrari repone un sentido político actual y crítico, pues nos permite ablandar capas históricas y culturales estratificadas al evidenciar la relación entre Occidente y la Iglesia. Así, vuelve a fracturar el tiempo y esas singularidades de la cultura.
En el mismo libro Ginzburg escribe acerca del “grupo de artesanos de Porcia encarcelados por el Santo Oficio en 1557 (…) que solían reunirse en casa de un curtidor y de un tejedor de lana a leer las Escrituras y hablar de la renovación de la vida.” Juntarse a pensar una nueva forma de vida en ese contexto no era poca cosa, de hecho era mucho más de lo que la mayoría se animaba a hacer. ¿Qué hacían los artistas, por ejemplo? En su mayoría ilustraban, sin cuestionarse demasiado, una y otra vez las páginas de la Biblia cristiana.
Si pensamos que los artesanos eran quienes se juntaban a cuestionar el orden dominante, parece más factible pensar un origen del arte contemporáneo en aquellos tejedores y curtidores que en los genios de la historia del arte Vasariana. Así el tiempo vuelve a ovillarse y desovillarse.
Es así, también, como la relación arte-trabajo no consiste simplemente en la apropiación de modos de producción, citas o vínculos externos: la relación es fundamentalmente crítica. Federico Galende, en su libro Modos de producción. Notas sobre arte y trabajo, escribe:
Si una obra como la de [Oscar] Bony no hubiera sido desarrollada a partir de la inmunidad que al artista le proporciona un arte demarcado -uno que él mismo, por lo demás demarca–, entonces su devoción por inmovilizar una familia obrera sobre un pedestal a cambio de unos pocos pesos lo convertirían en una especie de amo primitivo, siendo que si esto se hace en nombre del arte, si en nombre del arte se pueden repentinamente poner vidas a posar como si fuesen meros objetos, entonces esto significa que al amparo del arte se pueden hacer cosas terribles.
Para salvar al arte de la tensión amo–esclavo no es suficiente una alternativa a la representación sino más bien la crítica a la institución, a los mecanismos alienantes que se desarrollan en todas las operaciones de mercado y, sobre todo, a los límites que nosotros somos capaces de poner a otros, a nuestros pares, cuando determinamos lo que es arte y lo que no lo es.
Los límites del lenguaje, los límites del mundo, los límites del arte son, como decíamos, poderosas estratificaciones culturales como aquellas contra las que luchaba el molinero Menocchio, ya que no permitían a los trabajadores expresarse o interpretar la lengua escrita. En uno de los libros más hermosos sobre el tema, La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero, Jaques Rancière dice: “Esta escritura fue impuesta por un material, que estaba mayormente conformado por textos obreros que constituían ellos mismos un acontecimiento: la entrada en la escritura de personas que se suponía que vivían en el mundo ‘popular’ de la oralidad.” Podemos apresurar otra tesis y es que “La civilización occidental y cristiana” se erige en la primacía del lenguaje escrito, la fijación del pensamiento en una linealidad histórica, por sobre la tradición oral, propiciadora de encuentros, corporal, ancestral y absolutamente cambiante.
Una de las observaciones más maravillosas del libro de Rancière, que recoge testimonios de obreros franceses de finales del siglo XIX, es descubrir sus constantes deseos de crear belleza. En la poesía, reponen formas revolucionarias. Rancière escribe:
No se trata allí del derecho a la pereza, sino del sueño de otro trabajo: un gesto suave de la mano, siguiendo lentamente la mirada, sobre una superficie pulida. (…) ‘Bosques que no existen, letras que se sabrían leer, imágenes cuyos modelos jamás existieron’, jeroglíficos de la anti-mercancía, obras de un saber hacer obrero que retiene en sí mismo el sueño creador y destructor de esos niños que buscan exorcizar su inexorable porvenir de trabajadores útiles.
Y más adelante, en un testimonio del mecánico Claude David:
Yo sentía que Dios no nos había creado para ser los esclavos de nuestros hermanos y hacía todos los esfuerzos para cortar la atadura que asfixiaba a los pobres proletarios. (…) A los 23 años me consideraba suficientemente fuerte para efectuar mi liberación, sintiendo que el peso que yo cargaba por mi parte era demasiado pesado. (…) En esa época, inventé un nuevo género de oficio en medio del cual logré fabricar los más bellos tejidos.
Dos siglos antes, los artesanos italianos se juntaban a inventar sus propias versiones del mundo; dos siglos después, Kasimir Malevich, Bertolt Brecht o Sergei Eisenstein se disponían a desilusionar a la burguesía desmontando el aparato del espectáculo, develando los mecanismo del trabajo creativo: el artista obrero.
El mundo sin límites entre obreros y artistas no es sólo el sentido fijado a las obras: es el proyecto contante que nos alerta y nos propone la retroalimentación crítica. Entiendo que una muestra con esas pretensiones en un museo público tiene en principio la propulsión crítica para desestructurar el tiempo Vasariano, la narrativa cristiana, la racionalidad operativa de Occidente. Cada una de las obras es una pequeña dosis de mundos que se emancipan de sus propias estrategias geográficas y limitantes.