domingo, 10 de noviembre de 2019

El método y la herida

                                                                                                          He volado bastante por el cielo y las épocas.
                                                                                                              brazos están agotados. Las pocas plumas oscuras caen
                                                                                                                                                                 yo también voy a caer.
                                                                                                                                                                       Pascal Quignard


Las imágenes van, acompasadas, hacía las palabras y las letras rotas, en el espacio blanco de la hoja, hacía el límite punzante de la mirada; el recorrido es el zigzag del pensamiento, ambulante y vagabundo, que acarrea entre los fósiles inciertos de lo real, sentidos de aquí y allá. Escribe Raúl Antelo la perfomática de la constelación es algo que, sin duda, Foucault, como antes de él, Walter Benjamin, toman de la poesía de Mallarmé, mencionamos estas líneas para descubrir un método, imaginarlo en la evidencia de circuitos posibles. Aquí, lo que dibuja escribe y lo que piensa se inscribe en el cuerpo, la obra espera ser pensada por el azar, abrazada por el caos, inscribirse en lo singular pero, al mismo tiempo, no erigir monumentos propios en el regocijo de la identidad moderna. La escritura, entonces, se presenta como teoría desplazada del lenguaje, la presencia misma en la carnalidad de la lengua, esa contundencia que oscila entre la meditación de lo real y el movimiento del tiempo. Así Oulgrieec, un libro de José Pizarro, despliega un método para alejarse, lentamente, de sus propios paradigmas. La constelación, en un sentido mallarmeano, se mueve hacía el afuera de la letra, acercándose al dibujo y luego del dibujo, a la piel (que es, lo que es, gracias a los nombres que la acechan). La figura inaprensible del libro es lo abierto que pregunta, desde la animalidad a la abstracción, desde el poema al artificio, en una morada que siempre ronda al arte. Pizarro comprende que el método deviene obra y en esos límites estelares hacía la luz del significado, el eco de su propia voz se aleja para acercarse: líneas, pictogramas, planos de colores, geometrías, sombras, marcas, alfabetos, fractales, estallidos, materia, sistema, repetición, siluetas, se trasladan.     
Oulgrieec es un experimento lingüístico en la extensión de una temporalidad programática. Un artefacto que, en la declaración de su autonomía, elabora la encrucijada de la carnalidad, piensa en ella. Pizarro se pregunta en la geografía de sus meditaciones ¿Podrá  un proceso encajar en la posición justa del ideal poético? Se pregunta por el azar y esa escritura que se escribe más allá del autor. Se pregunta por el silencio, el vacío y la oscuridad que teje toda visión: la máquina escritural del sentido que se cierra, siempre, provisoriamente. Así, el método nace una y otra vez, pero con la frescura del instante y sí el dibujo logra atrapar los destellos que florecen en las órbitas impávidas frente a lo real, esa máquina tiembla: en el temblor el deseo piensa.    
Al problema kantiano de la abstracción Maurice Merleau Ponty respondió de diversas maneras y en numerosos textos, pero en “El ojo y el Espíritu” dice: Basta ver una cosa para saber unirme a ella y alcanzarla, aunque no sepa como se hace en la máquina nerviosa. Mi cuerpo móvil cuenta el mundo visible, forma parte de él, y por eso puedo dirigirlo en lo visible. Pizarro en Oulgrieec, en los tres primeros dibujos, despliega un sistema visual, una huella de hojas secas, amarillas nervaduras de otoño que se acomodan al espacio, en los márgenes de un trazo circular y a medida que el libro avanza, las formas de las hojas se pierden en su apariencia. Sin embargo, el vasto territorio de reflexión, esa filosofía del dibujo que madura en la línea, recuerda ese origen perceptivo, tensionando las versiones artificiales del mundo. Lo que el autor de Oulgrieec nos advierte es que, el mundo es “nuestro mundo” en la medida que un reduccionismo calculado y egoísta opere inflexible. A la eficacia excesiva del poema o el dibujo debemos agregarle la herida que no sutura, que sangra por el error irremediable de existir ajenos al mundo, en “nuestro mundo”. Pizarro recurre a Novalis, yo ahora a otro romántico, a Friedrich Hölderlin que en "Poemas de la locura” susurró: La princesa de Homburg le ha regalado un piano. Le ha cortado las cuerdas, pero no todas, de tal manera que muchas de las teclas suenan todavía y sobre ellas improvisa. Me gustaría ir junto a él; esta locura me parece tan grande, tan dulce…Entonces, introducimos la última estrategia del método: la improvisación, ese movimiento inesperado que recurre al ritmo, filamentos del poema en la lengua que sangra o habla, según  el brillo de las figuras, en el lenguaje y en el dibujo, una y otra vez.
     





lunes, 4 de noviembre de 2019

Estrellas dibujan recuerdos



Sobre los montajes fotográficos de Soledad Simón


La piadosa y sombría niña de recuerdos
que contempla borrarse / una vez más,
bajo los desolados médanos
Olga Orozco

Entendemos que, por su cualidad material, las fotografías son un registro del mundo exterior, se corresponden con un paisaje, un hecho histórico o familiar, un cuerpo, un rostro o una mirada. El catálogo de lo que existe podría reclutarse en ese inventario mágico que se configura en la combinación infinita de luces y sombras. Las fotos devienen esa huella que garantiza lo real, acompañadas y avaladas por el proceso tecnológico que ofrece sus estrategias artificiales a la captura del espacio y del tiempo. Ahora bien, ese tiempo que se fue condensando en una estratificación de lo ordinario, se convierte en un jeroglífico único, poético y simbólico, para reconocer una vida, una conciencia. La fotografía nos señala también, por la contundencia de su presencia, todo aquello que se nos escapa y la imagen, lentamente, se convierte en el testigo ocular de lo ausente. Un recuerdo de la infancia, por ejemplo, es lo mínimo aprehensible arrojado a la memoria de los días, a la congregación de fantasmas que invaden lo singular y lo personal. En este sentido, admitimos que una fotografía, muchas veces, no es sólo la impronta fugaz del mundo exterior sino también la producción necesaria y urgente de un espacio interior, esa geografía extemporánea de espectros y ensueños.
La memoria fluye entre las imágenes que datan los recuerdos, se enreda en ellas, dibuja constelaciones que brillan en la intermitencia de lo oscuro. La memoria hace y deshace esos fragmentos como un diagrama provisorio del presente, anunciando un pasado venidero, un tiempo incompleto que nos alcanza. El diálogo propiciado entre lo interior y lo exterior, entre la verdad del hecho y la interpretación reiterada, desmorona todo relato lineal y transforma a la memoria en un torrente creativo. La obra de Soledad Simón irrumpe y acciona esas potencias dialógicas, estableciendo relaciones temporales difusas y oblicuas. Sus fotografías se disponen como un montaje, un eco rotundo de los recuerdos en el presente, nuevas apariciones en ese territorio de lo abismal que rodea a cada imagen fotográfica. Su narrativa se produce en la alteración constante de la secuencia temporal, la hija engendra una visión del padre, el padre en la mimesis pronuncia el vacío y así, sucesivamente, cada efecto recala en una causa imposible. Es decir, no hay ni explicación ni demostración de los hechos develados y revelados; lo que hay es sumatoria de ausencias y vacíos que, en la superposición poética, generan otras figuras de lo emotivo, sensaciones perceptivas en los delicados pétalos del recuerdo.
Las imágenes del archivo producido por Soledad Simón provienen de orígenes diversos,  algunos son registros de objetos que remiten a la infancia, aviones de papel o muñecos de tela. Por otra parte, nos muestra la fotografía de un hombre, la única que Soledad posee de su padre y la única que no ha sido elaborada, que fue trasladada directamente desde el álbum, o guarida, familiar a la escena del montaje. Luego, una serie de autorretratos donde su desnudez invita a pensar el abandono y un retorno posible al mundo interior, donde el erotismo es la pregunta por la muerte y lo vital, dice Georges Bataille: la voluptuosidad en efecto no puede ser definida como una categoría lógica. En el mismo momento en que se habla sobre ella, la impotencia del lenguaje es irrisoria. Por último, fotomontajes donde imágenes de niñas (fotografiadas o dibujadas) ostentan una marca del vacío en su cuerpo, una huella implantada, también, en su propio y reiterado, autorretratado. Así, el recuerdo se tensiona entre la imagen inmóvil del rostro del padre y el vaivén de la imagen propia que no puede ser fijada en las inmediaciones de lo paterno. El recuerdo se presenta como la imposibilidad de establecer una verdad para siempre y se acerca a la retórica estelar, donde las constelaciones apuntan el registro de un universo variable y cambiante.
La obra de Soledad Simón insiste en la herida abierta como única forma de sanación, como un gran ojo que puede acercarse a lo verdadero poético, lo que se afirma en el  desgarramiento, en su desnudez e intemperie.
La fotografía es la tecnología que reúne todas esas modalidades del tiempo implicadas en cada imagen y que, al igual que la voluptuosidad batailleana, desordena las partituras causales del lenguaje y la lógica. La piel, pupilas, algunas ramas de un árbol tupido abrigando, esos rayos de sol, son las partes del montaje que nace en el recuerdo. Insignias materiales del conocimiento de lo real que se despliegan y enredan, entran y salen, buscando respuestas sobre lo extraño y lo sutil. Señales que despiertan el pequeño animal dormido que llora en nuestros corazones, melodías que acunan la pequeña niña desolada buscándose en las estrellas, espejo y reflejo, en el día y la noche, sin más.