lunes, 15 de mayo de 2023

La poesía y su lógica de compensaciones


 

La primera vez que conversamos con Mariela fue en este museo, nos encontramos en una exposición que yo estaba haciendo en ese momento, en la planta alta y me señaló unas obras que le habían gustado; sábanas y almohadas para pájaros pequeños, eran bordados de tela y nidos de cerámica. Entonces, me habló de un pájaro que había rescatado y que la tenía ocupada y preocupada, tenía un sentido de la responsabilidad enorme con el ave, así fue que se entusiasmó con un posible hábitat de sábanas y nidos para él. Ese pequeño gesto artesanal y simbólico se convirtió en un alivio, en un dispositivo amoroso que compensaba no exactamente la herida que ella sanaba sino un tipo de compromiso lúdico, sujeto a reglas que se sostienen obstinadamente más allá de la efectividad evidente del método. Sanar, en este caso, implicaba desconectar esa pequeña herida de aquello que esperamos que suceda, que cicatrice o no, por ejemplo, o que el veterinario intervenga con sus conocimientos. Era, principalmente, descubrir en la relación causal de esos hechos una fisura para tallar un poema, entre hilos y nidos, una mezcla, también, entre el pájaro y los hombres, algo nuevo y distinto, que diera al acontecimiento trágico un alcance extremo hacía su máxima expresión.

 

Mariela escribe para Plumín:

Si te olvidás de darle de comer

se muere

Me quedé dormida

y su cuerpo ya estaba frío

Vivió porque solo pensé en su vida

más importante que la mía ese día

y los que vendrían.

 

Los poemas anudan las perlas de un collar delicado gracias a la voluntariosa actividad de una imaginación persistente que, días tras día, recopila el exceso fantástico de la existencia para darle una forma y una voz, un devenir disidente y escandaloso.

En un poema inédito Mariela dice:

Voy a coser este pequeño botón negro

que se desprendió ayer de un saco de lana

Tiré de un hilo y saltó

Hace años que no coso un botón

y me dio alegría tener la oportunidad ahora

Antes del confinamiento, hubiera quedado relegado

Un botón negro que saltó como ciervo a la orilla del mar

porque no hay humanos, me muestra una parte del mundo

El despegue de un objeto que provoca voluntad en tiempos

raros

 

se manifiesta como la luz de una epifanía, corta e

inolvidable

 

Algo habré podido, cuando lo mínimo se vuelve paisaje.

 

Un poema, la ciruela de un árbol de poemas, crea a su propio creador que, como creador creado se desdibuja en su propia creación, se pierde a sí mismo y ese perderse de sí mismo es la vida más allá de toda vida, inclusive, mientras estemos vivos. Hay una vida del exceso y del éxtasis que sobrevive y que nos lleva a la visión alocada de lo infinito o de la resurrección, como dice Lezama Lima. Porque, a su vez leer, lo creado de un creador alocado nos enloquece, nos desfigura en nuestro propio ser, pero sobre todas las cosas nos embellece y la belleza que falta y se otorga en el poema es la que se agradece infinitamente.

No es una banalidad, es un acto de fe, una redención, dedicar al poema el tiempo, todo nuestro tiempo, porque cuando el tiempo nos falté para siempre, lo queda es el poema y allí nuestro único tiempo. Una gota de rocío, un principio desmesurado, una rama florecida que sigue mágicamente, inexplicablemente, inventándonos.

Aunque, también y en este sentido, una obra es lo más cercano al error que podemos cometer, porque su forma final en esa latencia ansiosa y movediza, no adviene jamás frente a nosotros. Escabullida en lo tirabuzones del sueño, en las modorras afiebradas del fulgor y el deseo, se funda en el descalabro de una fugacidad inasible e inabarcable. Si un domingo por la tarde leo el último poema de Ciruelas, el que ha sido dispuesto antes de los agradecimientos y que fue escrito el 11 de abril de 2021, tengo que saber reconocer que ya estoy en otro día y otra luz, que el hechizo se ha pronunciado.

Escribe Mariela:

Cayó una hormiga del techo

en una vuelta de página

que me recordaba una voz de terciopelo

Cayó como si del cielo se tratara

y caminó renga sobre las líneas de mi mano

La tuve así, un rato, dibujaba círculos

viejos que me recordaron el pasado de una niña

La dejé en el pasto y se perdió

me olvidé de la voz, del pasado

quedó la marcha silenciosa de su levedad

el tropiezo atinado del azar, su única vida.

 

Esa tarde me fui a caminar un rato sin rumbo hasta que finalmente ingresé en una cafetería donde una chica pidió helado, cuando pronunció la palabra chocolate quien la escuchaba no dudó ni un segundo en servir esa pasta marrón y helada en el cono de galleta que tenía en la otra mano. Así, como si, nada manipuló al Dios que Mariela nos ofrece en la más poderosa invocación de materia y espíritu, un chamánico barro primero, una amalgama fundante, una entidad poderosa y estimulante, el maravilloso Dios del chocolate. Aquí, entre nosotros, la vía bendita del sabor y el color a todo el cuerpo, la amarga y dulce compensación poética para deglutir sin piedad la omnipotencia del creador y abrazarse o morderse, engullírselo todo con cierto arrebato ceremonial, desfallecer hasta la próxima tentación. Después, una música alrededor de lo creado, una figura que se emancipa y se pierde o, tal vez, lo que resuena en el prodigioso evento del poema tallando, insistentemente, la nada, hasta convertirla en flores, plumas y vestidos.

Ahora cerramos los ojos un minuto y escuchamos a Mariela decir:

Dadme un chocolate y volveré a nacer

Soy otra, antes y después

Amén.

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 6 de febrero de 2023

cómo un jardín liviano

 

 

¿Dónde hemos de buscar el significado de los visible?

Una forma de energía que no cesa de transformarse.

John Berger

 

I

Las pinturas ocupan el aire y la extensión maciza de las paredes donde se posan; dialogan entre ellas en los bordes de sus contornos claros. Los colores derraman su presencia en los límites esponjosos del montaje y ofrecen a nuestro cuerpo una experiencia envolvente. Estas pinturas con sus formas y cromatismos describen un mundo que se torna luminoso, editan lo que vemos y nos recuerdan que al mirar por la ranura incandescente de las imágenes nuestra visión se transfigura. Así, en “Cómo un jazmín liviano” de Hugo Albrieu reconocemos un refugio, una guarida para protegernos del peso de lo dado, de las formas humanas de lo evidentemente real. En el jazmín una fragilidad intensa, vegetal y vital se abre, corazón singular, floreciendo entre gotas de rocío, no piensa y existe.

La pintura acontece y en su abanico ilimitado de recorridos epifánicos nos rescata de lo predecible, del tiempo productivo y del lenguaje reductivo de la praxis utilitaria. El pintor es artífice de un estilo único que manifiesta su mirada, en su visión recoge con voluntad poética los secretos necesarios. Al pintar deshoja el mundo en capas de misterios, un jardinero que podando un rosal en invierno se enamora de cada espina.

Pintar es cuidar de los pliegues donde otro orden, indescriptible y silencioso, se esconde; pintar podría ser, también, vigilar de los tiempos y los espacios que florecen inagotables en lo que hay. En su hermoso “Diccionario de Símbolos” Eduardo Cirlot define el espacio y en las tres primeras líneas escribe: En cierto modo, el espacio es una región intermedia entre el cosmos y el caos. Como ámbito de todas las posibilidades es caótico, como lugar de las formas y de las construcciones es cósmico. Los jazmines con sus raíces abren lo subterráneo, el tronco vertical titilando entre hojas y flores, el perfume que inunda un desparramo inaprehensible entre aire y tierra.

En la obra de Albrieu las imágenes moran en una escenografía íntima y personal, cósmica pero cercana. Las cosas interrumpen la distancia, fragmentan las inmensas fronteras que existen entre lo distinto, clasificado en el origen como artificial y natural, también, sujeto y objeto o interior y exterior. Lo cotidiano florecido inunda regiones lejanas, arboledas se desprenden de una taza, las flores lloran, gotas presumen fuegos y todos nosotros hemos arribado a algún paisaje.

 

 

 

II

 

Flores como cartografías, agua en las tazas y los jardines, cielos en remeras y gatos, ventanas y hojas, un camino, un lago y las paredes de una casa. Un texto que me resulta necesario es “La pintura ingenua” de Manuel Mujica Lainez, Albrieu podría ser un miembro más de las inocentes huestes de los pintores rousselianos, de los que se atreven a la expresión más salvaje de su propia percepción. Ana Sokol, Dignora Pastorello, Susana Aguirre, Augusto Schiavoni, entre otros, componen ese diccionario singular, alejados de la académica pictórica y que, sin querer, distorsionan los más pesados mandatos de la tradición. Escribe Mujica Lainez: los ingenuos no imitan: están, frente al modelo, en relación directa. […] La suya es una pintura encantada y participa del clima incorruptible de lo maravilloso. Ilustradores espontáneos de cuentos cándidos y bellos, respiran un aire feérico. Cada uno de ellos es un poeta narrador, un orador de escenarios mágicos.” La infancia y la literatura se encuentran, aparecen en ese punto de vista transversal al relato categórico de la historia del arte, ofreciendo otras alternativas para crear y producir imágenes. 

En la pintura de Albrieu, desde los montajes instalativos de las pinturas hasta las escenas que componen cada figura, se alberga un texto, una escritura. El aspecto narrativo abraza los sentidos proponiendo una forma literaria para expresar una voz íntima, un estado de ánimo, inclusive una decisión política y poética de habitar el mundo en sus diversas dimensiones. Sus pinturas evaden cualquier reducción geométrica a un único punto de vista, la visión presenta sin representar, atiende lo vital. El montaje o instalación también potencia el aspecto narrativo porque en las tramas de colores, por ejemplo, el azul se posa en el pantalón de un hombre y al lado el mismo azul aparece en una mesa donde se apoya una taza. En otra parte, vemos rojo en una superficie donde un gato y un florero permanecen y en el cuadro de abajo el mismo rojo en una pava. Esos juegos son movimientos descriptivos que arrojan a la visión una relación, pero sobretodo atentan contra la resistente idea realista del color local. Naranja, verde, amarillo, turquesa, blanco y negro no son meros atributos de las cosas, por el contrario, son el último reducto maravilloso de una verdad que siempre se escapa. Esto se corresponde bastante con lo que Henri Matisse, Paul Gauguin, Georges Seurat y otros impresionistas proclamaban:   ver es descubrir, observar lo que hay sin intermedios teóricos. Mirar el sol, los cuerpos, el horizonte, las piedras con los ojos y no con categorías mentales. Cézanne instaba, una y otra vez, a ver cada vez el mundo como si fuera la primera vez, como un niño, uno tendría que ser capaz de ver como un recién nacido.

 

III

 

Edith Vera en un poema hermoso escribe: Es muy difícil tener / un puñadito de arroz/ guardado entre las manos. / Uno a uno, / arroz, arroz, / el arroz se va escapando. Y también en otro de Roberta Iannamico que dice: Siempre con las cosas / la ropa / los platos / los huevos duros / el agua de la canilla/ los juguetes tirados/ lo caliente/ lo frío/ lo suave / lo pesado / las cosas que entran / en una mano / eso es lo que tengo / para armar un mundo. Los poemas podrían ser el aire de las pinturas, la atmosfera, inclusive la letra apócrifa para una preciosa filosofía de la levedad, quizás un tratado de la inocencia basado en las cualidades sutiles del jazmín.

Lo que se nos escabulle con los días, el arroz, los juguetes, el frío o la pintura asumen un lugar relevante, el trono dorado de lo sagrado. Lo que no podemos fijar porque a veces muere en nosotros, pero luego renace. Lo que se encuentra en movimiento y nos alegra o entristece, pero no podemos vivir sin eso que parece perfume o una imagen para adorar en silencio. “Como un jazmín liviano” es una pequeña oración, inscripta en un soporte de cartón, con letras rojas sobre los pétalos blancos, de flores que vienen de otra parte, crecen en la pintura, pero nacieron fuera de ella, en los ojos o en el barro.

 



 



 

 

 

 

 

Lo que el abismo dice a la pie

  Prologo "Aproximaciones sensibles de los días" de Sofía Sartori

 

Durante un año acompañé a Sofía Sartori en su trabajo de escritura, durante cada quince días los viernes tomaban la forma de encuentros, lecturas y figuras de una imagen que se abría en nosotras. Sin embargo, la escritura no tiene calendarios, sucede enredada a una temporalidad difusa, fantasma, extranjera. La indómita efervescencia de lo epifánico se instala y lo que aparece es el mapa necesario del deseo, el lugar único donde queremos habitar. Lo que importa es la escritura en ese territorio de materia agarrada al gesto, lo que se escapa a toda representación, no sujeta a la norma la escritura trasciende lo metódico. Sin embargo, todo poema es un método: singular, inaudito, vital. Allí vuelve el cuerpo a reunirse con la ausencia, a los relatos que no podemos contar; toda desmembrada historia del yo que, se arranca a sí mismo el don de la continuidad, nace en la palabra escrita, rasgando el tiempo. La escritura es olvido y memoria, como un revés de contracciones nocturnas, “Aproximaciones sensibles de los días” de Sartori se instala en esa costura de la fragilidad, el lenguaje en la piel escribe sensaciones, textos, diferencias entre sus percepciones y el mundo. El arte, la perfomance o el bordado, son territorio del verso incompleto, de las fisuras de la lengua, el grito en la materia y sus vertientes de volcán. Todo es inscripción, todo es reflejo de ese mundo interior develándose y emancipándose. El silencio y la soledad, dos estados que acompañan a la autora, son la condición de posibilidad de una reescritura constante sobre la superficie de lo real, no es sólo anímico, es la matriz de lo posible que se ensancha hacía lo invisible, hacía la visibilidad escrita de lo que aún no existe. Edith Vera escribe: Una vez que se ha pronunciado / la palabra amapola / hay que dejar de pasar algo de tiempo / para que se recompongan / el aire / y nuestro corazón. Ese es, también, el silencio de Sartori, la soledad, lo que se aquieta con el aliento último de lo pronunciando. Otoño, diario, libro, cuerpo, grito, días son esas magnéticas y profusas estridencias del habla que nos paralizan en el abismo interior, que nos llevan de la mano al espejo de lo abierto, donde vemos sombras pronunciándose. No es el significado de las palabras, su correspondencia o verdad, es el timbre de lo que aparece y desaparece con ellas, el poema que susurran para que no se escape o, al revés, para que nunca escapemos del poema que nos sueña.



 

El despojo de las imágenes ardientes

 


 

con lo orgánico comienza también la estética

Frederich Nietzsche

 

Las cosas y las ideas son mucho menos disciplinadas

que los hombres: ellas se mezclan unas con otras sin preocuparse

por los interdictos o las etiquetas;

Emanuele Coccia

 

Como flores o enredaderas deshojándose las obras vuelven a una tierra imaginaria, a un humus fundante o barro originario y crecen, se extienden hasta confundirse con el paisaje, las cosas o los sueños. Nada saben de lo bello porque en el olvido de sí sobreviven protegidas por finas capas de viento, muchas delicadezas superpuestas que las anudan a hilvanes del pasados y retazos de un incierto porvenir.

Las imágenes despojadas tienen contornos difusos, sombras inquietas en dimensiones diversas, se alejan de formas opresivas y libres de toda categoría imitan nubes, incendios o antiguos herbarios. Los pétalos llueven desde el aire, en un otoño que pulsa el ciclo de la vida, y en la memoria de la naturaleza se duermen hasta nuevas floraciones. Los colores, texturas, tallos y ramificaciones de una materia orgánica, reconocen tinieblas, fantasmas, vacíos o fuego en el corazón de lo inclasificable. Las obras continúan el camino de las expresiones cosmológicas y geológicas: tormentas, huellas, eclipses, constelaciones, volcanes, sedimentos, estratificaciones. Sus imágenes se consumen y renacen en la fogata del sol ardiente, en su dependencia con la levedad del ritmo y en nuestro arraigo corporal a cada atardecer. En uno de sus misteriosos poemas Valentine Penrose escribe: “me florezco en círculo como una tiara como un alba / mi mano da una estrella y una estrella la otra / hablo a las chispas” todo transformándose en luz que estalla, astilla, abre. Así, las imágenes en su singular erótica del despojo renuncian a la historia, se marchitan y, simultáneamente, se encienden en capullos ocultos.

Las imágenes desnudas, blandas y frutales, entre piedras o arroyos nacen en el mundo. Explotan en las figuras de un pensar ardiente, chispazo epifánico o anacrónico. Crear, criar, esperar en el dolor y la felicidad, con toda la energía del universo a disposición de algo único, pequeño e impredecible que intenta brotar entre cenizas.


El alfabeto de los fantasmas 

Mao ovelar

Las cosas y sus dobles, las sombras y sus organismos de laberinto, los gestos de las partes de un todo fragmentado y roto. Lo roto encendido y vital anunciando que, en el dibujo incompleto de los cuerpos, crece la noche.


Atlas de sinuosas revelaciones

Marcela Bosch

 En los dispositivos del mundo el ojo se despierta simétrico, como al mirarse en un espejo de cristales mágicos y, al acercarse, encuentra que lo oculto tiene densas capas, entre regiones extensas de paisaje y marañas. 

 


El color de la distancia

Nilda Mediavilla

 Los espacios cercanos entibian la mirada, los lejanos artificios de los sueños y el deseo; tinieblas de materia donde el mundo se recorta y afirma. Horizontes extraños donde nacen presencias nocturnas, nimbadas, en las fronteras sedientas de lo abierto.


Corazas que duermen en el cuerpo

Dianela Paloque

 Inventario de agujas, espejos, molduras blandas con olor a tierra, huellas de la ensoñación latiendo en la piel. El fulgor del roce entre las cosas y sus sombras; húmedos papiros replicando los senderos imaginarios de jeroglíficos desconocidos.


El agua, las flores y los libros

Huenú Peña

 En un cosmos de vertientes delicadas leemos las flores, la escarcha, las piedras que se mezclan con arena, guardan el recuerdo de todas las eras, y también las líneas de las manos sumergidas en el agua de un río que fluye. 


Las manos despiertan

Eugenia Pérez Carrera

Hablan la lengua del tiempo y el precipicio de los signos ocultos, majestuosas como estrellas sedosas, únicas como pócimas de rosas, clarividentes, arrojadas al despojo y sus orillas, pulpo-arañas, manos que todo lo adivinan, tejen y destejen.


Una noche de palpitaciones

Gisella Scotta

Los mensajes cruzados en la esquina de la noche advierten: no te detengas sobre las palabras, camina sobre ellas, deshójalas y ofrece uno a uno sus velos suaves a las ráfagas infinitas que, van y vienen, entre gestos de esplendor.


Lenguas bordadas con fuego

Soledad Simón Fareleira

En una intemperie de extensas dimensiones, constelaciones de gritos y animales salvajes, donde los hilos se acurrucan indefensos y zurcen besos de rosales y tormentas, se asoma el hada de los deseos, oscura y lúdica.


Flores imaginan rostros

Celeste Villanueva

 En un big-bang de pétalos deliciosos mujeres escriben el destino de sus rostros, entre las nervaduras encuentran ojos, bocas, narices, pómulos, pestañas de ancestras y ángeles mezcladas en un cielo de perfume y espinas.


Mensajeras de aire y de tierra

Tamara Villoslada

Minúsculas ninfas traspasan la materia sólida y unen el afuera al adentro con dibujos de espuma y agua; opuestas y rítmicas contorsionan arquitecturas inmensas, intimidades guardadas en manteles de barro y viento.  


Curaduría "El despojo de las imágenes ardientes" Museo Genaro Pérez - 2022 a 2023





Estrellas dibujan recuerdos

 

Estrellas dibujan recuerdos

Sobre los montajes fotográficos de Soledad Simón

 

 

La piadosa y sombría niña de recuerdos

que contempla borrarse / una vez más,

bajo los desolados médanos

Olga Orozco

 

Entendemos que, por su cualidad material, las fotografías son un registro del mundo exterior, se corresponden con un paisaje, un hecho histórico o familiar, un cuerpo, un rostro o una mirada. El catálogo de lo que existe podría reclutarse en ese inventario mágico que se configura en la combinación infinita de luces y sombras. Las fotos devienen esa huella que garantiza lo real, acompañadas y avaladas por el proceso tecnológico que ofrece sus estrategias artificiales a la captura del espacio y del tiempo. Ahora bien, ese tiempo que se fue condensando en una estratificación de lo ordinario, se convierte en un jeroglífico único, poético y simbólico, para reconocer una vida, una conciencia. La fotografía nos señala también, por la contundencia de su presencia, todo aquello que se nos escapa y la imagen, lentamente, se convierte en el testigo ocular de lo ausente. Un recuerdo de la infancia, por ejemplo, es lo mínimo aprehensible arrojado a la memoria de los días, a la congregación de fantasmas que invaden lo singular y lo personal. En este sentido, admitimos que una fotografía, muchas veces, no es sólo la impronta fugaz del mundo exterior sino también la producción necesaria y urgente de un espacio interior, esa geografía extemporánea de espectros y ensueños.

La memoria fluye entre las imágenes que datan los recuerdos, se enreda en ellas, dibuja constelaciones que brillan en la intermitencia de lo oscuro. La memoria hace y deshace esos fragmentos como un diagrama provisorio del presente, anunciando un pasado venidero, un tiempo incompleto que nos alcanza. El diálogo propiciado entre lo interior y lo exterior, entre la verdad del hecho y la interpretación reiterada, desmorona todo relato lineal y transforma a la memoria en un torrente creativo. La obra de Soledad Simón irrumpe y acciona esas potencias dialógicas, estableciendo relaciones temporales difusas y oblicuas. Sus fotografías se disponen como un montaje, un eco rotundo de los recuerdos en el presente, nuevas apariciones en ese territorio de lo abismal que rodea a cada imagen fotográfica. Su narrativa se produce en la alteración constante de la secuencia temporal, la hija engendra una visión del padre, el padre en la mimesis pronuncia el vacío y así, sucesivamente, cada efecto recala en una causa imposible. Es decir, no hay ni explicación ni demostración de los hechos develados y revelados; lo que hay es sumatoria de ausencias y vacíos que, en la superposición poética, generan otras figuras de lo emotivo, sensaciones perceptivas en los delicados pétalos del recuerdo.

Las imágenes del archivo producido por Soledad Simón provienen de orígenes diversos,  algunos son registros de objetos que remiten a la infancia, aviones de papel o muñecos de tela. Por otra parte, nos muestra la fotografía de un hombre, la única que Soledad posee de su padre y la única que no ha sido elaborada, que fue trasladada directamente desde el álbum, o guarida, familiar a la escena del montaje. Luego, una serie de autorretratos donde su desnudez invita a pensar el abandono y un retorno posible al mundo interior, donde el erotismo es la pregunta por la muerte y lo vital, dice Georges Bataille: la voluptuosidad en efecto no puede ser definida como una categoría lógica. En el mismo momento en que se habla sobre ella, la impotencia del lenguaje es irrisoria. Por último, fotomontajes donde imágenes de niñas (fotografiadas o dibujadas) ostentan una marca del vacío en su cuerpo, una huella implantada, también, en su propio y reiterado, autorretratado. Así, el recuerdo se tensiona entre la imagen inmóvil del rostro del padre y el vaivén de la imagen propia que no puede ser fijada en las inmediaciones de lo paterno. El recuerdo se presenta como la imposibilidad de establecer una verdad para siempre y se acerca a la retórica estelar, donde las constelaciones apuntan el registro de un universo variable y cambiante.

La obra de Soledad Simón insiste en la herida abierta como única forma de sanación, como un gran ojo que puede acercarse a lo verdadero poético, lo que se afirma en el  desgarramiento, en su desnudez e intemperie.

La fotografía es la tecnología que reúne todas esas modalidades del tiempo implicadas en cada imagen y que, al igual que la voluptuosidad batailleana, desordena las partituras causales del lenguaje y la lógica. La piel, pupilas, algunas ramas de un árbol tupido abrigando, esos rayos de sol, son las partes del montaje que nace en el recuerdo. Insignias materiales del conocimiento de lo real que se despliegan y enredan, entran y salen, buscando respuestas sobre lo extraño y lo sutil. Señales que despiertan el pequeño animal dormido que llora en nuestros corazones, melodías que acunan la pequeña niña desolada buscándose en las estrellas, espejo y reflejo, en el día y la noche, sin más.




 

Luneville

O el libro de la inspiración

 

Si yo tuviera las telas bordadas del cielo

Labradas con luz de oro y de plata,

Las azules, las difusas y las oscuras telas

De la noche, de la luz y la penumbra,

Las dejaría ofrendadas a tus pies.

Celia Paul

 

I

Una mujer artista que borda, pinta y dibuja concibe una fábula originaria, un mito de hermandad entre ella y otras artistas. Es maravillosa esa historia porque se tejé en la propia materia del mundo, entre puntadas y colores. Es maravillosa porque no es una historia de teleologías personales instigando a la superación del espíritu, es el espíritu mismo encriptándose en los cuerpos. Toda historia de mujeres en el arte es la construcción de mundos; no nos interesa el método de la historia patriarcal, no nos interesan sus herramientas reduccionistas. Toda historia de mujeres artistas es una inspiración nacida de lo que hay, de la fragilidad de una flor marchitándose, del hilo que se deshilacha en la tela. Las mujeres parimos, acunamos a otras mujeres. Leonora Carrigton camina entre nuestros objetos, Sofonisba Anguissola se refleja en el espejo, Matilde de Inglaterra aparece en la cena, Sonia Delaunay sostiene una copa de vino y mira a lo lejos desde la ventana, Elsa Schiaparelli ordena los vestidos color por color, Violeta Parra regresa con el viento, Mary Wollstonecraft piensa con nosotras estrategias de liberación, Hipatia de Alejandría habita la noche, Juana Inés de la Cruz habla a los días, Artemisa Gentilschi florece en la fuerza, Annette Messager se adormece en cada pesadilla, Louise Bourgeois trae retazos de la infancia. Somos muchas y una, versiones de un cuerpo que se expande y se libera. Esa es Mariana Guagliano, un cúmulo de invenciones amadas, un artefacto que recuerda la belleza y sus orígenes, en un balbuceo inicial.

II

Luneville o el libro de la inspiración se compone de dos partes, ambas motivadas por las artistas mencionadas: la primera, bocetos para posibles bordados, proyectos y dibujos, realizados por Mariana Guagliano y acompañados por textos de Mariana Robles. La segunda, es un conjunto epistolar de cartas redactadas entre las artistas, Guagliano y Robles. El libro, además, tiene una pieza gráfica: un bordado dedicado a la imagen de Sor Juana Inés de la Cruz. En esa pieza textil se nuclea el efervescente origen del proyecto, en sus hebras y nudos se desarrolla la trama del libro. El bordado fue realizado con las sofisticadas técnicas de Luneville y Broderie de Or, técnicas que aparecen en la Alta Costura a partir del Siglo XIX con incrustaciones de pedrerías, pero sus usos textiles datan, inclusive de la Edad Media. Es interesante como la artista convierte un recurso textil que, procede de la moda europea, en un lenguaje propio. Por otra parte, las imágenes que aparecen en el libro, son grafías personales donde cada mujer toma una nueva forma. Luneville es retrato de Sor Juana Inés de la Cruz, constelación de Hipatia de Alejandría, caballo de Leonora Carrington, entre otras. Luneville es una antigua técnica de bordado, pero ahora también es un lenguaje singular de una congregación femenina y heterogénea. Un lenguaje que existe en la diversidad, en lo voluptuoso, de cada artista y anida entre sus creaciones. Finalmente, el recorrido concluye con una carta de Mariana Guagliano a su abuela Ana, Anita, donde la referencia emotiva y experiencial de un vínculo que, sigue vivo, nos saca de la historia del arte y las ideas, para situarnos en un mundo íntimo y doméstico. Lo afectivo se establece como el comienzo y la potencia de toda fuerza creativa femenina capaz de irrumpir los mandatos establecidos. La relación con su abuela, la idea de tiempo circular y la convicción de ser con aquella que viene desde la infancia, es el punto de partida de toda interpretación. Vinciane Despret escribe: “abordar la pregunta de manera tal que no se pierdan de vista ni los vivos ni los muertos, es aprender a seguirlos o a encontrarlos a través de los une, de lo que los “mantiene juntos”. En este sentido, la congregación de mujeres amadas, que se despiertan con el recuerdo de Ana, la abuela, irrumpen en el imaginario, se despiertan en una tienda de telas donde una niña sueña.

 

III

Luneville o el libro de la inspiración de Mariana Guagliano es un homenaje, un cortejo de nudos y destellos, a cada una de las mujeres que conciliaron su camino en el arte, que la llevaron de la mano por un paisaje singular, como el conejo a Alice, hacia el revés incognito del mundo. Luneville es su propia afirmación personal y contundente, un recorrido por la interioridad, desde su biografía a las marcas de fuego en la propia obra.

Luneville o el libro de la inspiración es un lugar bajo la luna o entre los últimos rayos del sol, un páramo de ilusiones intensas donde Mariana brota, sin cesar.



 


 



Desveladas

Majo Arrigoni

 

Leemos de manera silenciosa, nos resulta natural recorrer las geografías de pequeñas letras y ensimismarnos en la cadencia de una voz interna. El libro es ese objeto visual que despierta palabras dormidas, transforma nuestro espacio interior en una caverna repleta de ecos, en una caja de resonancia, polifónica y atonal. En el Siglo IV, escribe Irene Vallejos “San Agustín quedó tan intrigado al ver leer de esta forma al obispo Ambrosio de Milán, que lo anotó en sus Confesiones”. La oralidad y puesta en escena de los períodos anteriores se diferenciaba radicalmente de esta nueva perfomatividad lectora. Las Confesiones, un registro de la memoria y los estados interiores, se considera la primera autobiografía del mundo occidental, un retrato parlante e imaginario. Así, el relato de la vida contemplativa persiste como un susurro y atraviesa las épocas; el paisaje interior y la extensión infinita del afuera, se vinculan a la misteriosa cadencia del lector. En Devesladas Majo Arrigoni evoca jóvenes artistas leyendo a escritoras mujeres en una escena íntima y secreta, donde los libros y la lectura conviven. Una tradición pictórica de mujeres lectoras la acompaña e incluye en una constelación apócrifa que se enciende, despertando la chispa de cada silenciosa artesana del secreto. “La lectora” de Auguste Renoir, “Retrato de Lydia Cassatt” de Mary Cassatt, “Leyendo” de Edward Manet o “Habitación de hotel” de Edward Hopper son obras, entre otras, donde se percibe el clima introspectivo al mismo tiempo que la pulsión envolvente y vital de cada retratada. En literatura, Madame Bovary de Gustave Flaubert, es el ejemplo más controvertido, donde las novelas que lee Emma solapan la fisura entre lo imaginario y lo real. En las pinturas de Arrigoni sucede lo imperceptible: la interrupción del flujo lineal de las páginas escritas, la epifanía del rayo alumbrando en la noche y el horizonte de pequeñas cosas ordenadas para la continuidad del día que, no sabemos con certeza, si llegará. El afuera ingresa con sus estruendos, se cuela por las grietas de las casas cerradas y en un movimiento inverso pero restaurador la mirada se escapa, los ojos abiertos logran detener el tiempo. Cada libro, como el de Mariana Enríquez, Silvina Ocampo, Aurelia Venturini y María Gainza, por ejemplo, son ventanas o paisajes, voces que cada noche intentaremos, una y otra vez, revelar.