domingo, 30 de abril de 2017

Eso sin después

I. En la esquina del Arzobispado un rectángulo de cemento acababa de secarse, haciéndose mampostería con la muralla, pero dejando una gatera abierta. De aquel agujero, negro como boca desdentada, brotaban de súbito unos alaridos terribles que estremecían toda la población. El fragmento pertenece a una inolvidable escena de “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, un suplicio de lo más increíble, una persona es enterrada viva en un muro fresco. Un cuerpo aprisionado entre cemento y ladrillos tarda varios días en morir, lo último que se agota según la crónica El emparedado es la voz de la víctima. Una escalofriante variedad de sollozos y estruendos provenientes del tórax alterado y la boca reseca, escapan de las paredes. Los niños que escuchan el aullido, lloran. Las mujeres embarazadas cubren desesperadas con sus manos el vientre agigantado para que no se asusten los bebés. Lo que sucede es pesadillesco y se extiende hasta lo confines del último clamor. El sufrimiento de la víctima, su cuerpo herido, se expande y los envuelve, encadenando sus gritos a todos los oídos. El eco del suplicio se propaga, el dolor implica a los otros en una misma sintonía. El bramido, el sudor, las lágrimas desgarran, ponen al descubierto, una materia común. Una carnalidad que subyace a cada forma individual.
Hay un cuerpo gigante e informe, donde la humanidad es una. Una corporalidad subterránea dispuesta a lo abierto, latente en las cosas, un territorio donde prolifera lo que existe. La psicología carece de verosimilitud. Lo real es lo insospechado escribió Pascal Quignard. Hay una información reptante del mundo que no nos pertenece como seres individuales; sí cuando nos hundimos y nuestros ojos y manos, piel y oídos interceptan el alarido. Allí, el abandono nos desconcierta, la forma que el espejo refleja  un yo fragmentado, diseminado y finalmente destruido. Sin embargo, el fantasma puede ejecutar maravillosas glosas, su épica del tiempo, su soberana libertad.   

II. Verónica Meloni escribió un texto, intempestivo y poético, sobre el muro de un angosto pasillo. Desde el zócalo al techo una caligrafía antigua y desgarbada, trepa el espacio como una enredadera y lo desborda. La prosa ondulante, imprecisa, mantiene la palpitación de una experiencia perfomática intensa. El pasillo, la pequeña sala de exposición, se convirtió en una densa cápsula donde el cuerpo tiende a confundirse con las paredes, a sentirse aprisionado, la respiración explosiva y nuestra osamenta, infinitamente, incomoda.
El puño tembloroso y fugitivo que escribió poderosas palabras resuena en el espacio, mi cuerpo conecta con esa onda vibratoria que descompone la mónada, el rayo tormentoso de la escritura me implica y arrebata.

III. Después de un rato de mirar las letras, pintadas por Meloni sentí que las zonas negras eran huecos en la pared. La tinta, una hendidura donde la oscuridad subyacente del muro, lograba revelar su viscosidad. Cada palabra una caladura, una grieta, sobre la materia maciza. El lenguaje, entendí, no me pertenece, aunque mi ego insista con pronunciarse yo, la lengua habla, sin dueño, un diagrama total. Se expande chillando, lava incendiaria que nace en lejanas vertientes.
Hay dolor en cada palabra que pronunciamos, en cada ciclo conceptual, de un vocablo a un objeto, en la permanencia del sentido y su arquitectura de reducto egoísta. El pasillo
que Meloni hechizó, se convirtió en tumba. Un espacio que señala la rareza de ser un individuo, en la extensa trama de implicancias donde ningún cuerpo, ningún dolor, es propio o ajeno. Si yo no soy yo, si la materia elabora su silenciosa coartada en los frugales estertores de la carne, entonces debo advertir mi muerte. Si todo soy, nada soy.
Sin embargo, anuncia Meloni “Eso sin después”, al elegirlo como nombre para su obra; entre el lenguaje y la carne, la inequívoca advertencia del tiempo.  

IV. Afuera, sobre el piso en la vereda, cerca de la puerta donde se ingresa a ese atiborrado pasillo de letras, un cartel luminoso ostenta: el arte es una irregularidad de la violencia. La intemperie modela un contexto incierto para esas palabras y esas  miradas transeúntes que aterrizan en lo inhabitual. La caja luminosa replica la forma del pasillo, lo divulga, como un ángel desorientado en los lindes del infierno. Las letras contenidas gritan, atrapadas, presas, en la tumba de la formas.
Catulo, poeta romano, hizo de la poesía algo público, abatió a sus enemigos en las bravas líneas de sus versos; contrincante de palabras que se escribieron en las paredes de la ciudad, como un gran cartel luminoso. Provocar, justo, en la artificial frontera que divide lo privado y lo público, en esos muros que como la piel nos ilusionan con la propiedad, de las cosas o el lenguaje.
En la vereda de un Museo, Unidad Básica, un cartel de caligramas estridentes, amenaza y advierte sobre el arte y su aullido.

IV. La austeridad y el despojo de la obra de Verónica Meloni “Eso sin después” un muro pintado y un cartel, me recuerdan un pensamiento de Manuel Scorza en “Garabombo, el invisible”, Los pobres comprenden mejor que los petimetres la importancia del aspecto. Un ejercicio similar me lleva a Ricardo Carreira y sus poemas que carecen de referencia metafórica. En el juego de escribir un poema, el lenguaje agota todas sus triquiñuelas: Mi mano se despega de la máquina / cierro el puño y pienso en mí / la mano. Los artefactos que se activan con un simple movimiento, el aparato de escribir o el invento para matar, sólo requieren de una mano.
Es propio del arte Latinoamericano afirmarse en sus realidades periféricas, crecer caníbal y pobre entre la maleza profusa. Sea Marginal, sea un héroe vociferó Helió Oiticica.

V. Al final tomé nota de algunas palabras y redacté para mi memoria un documento oscuro y sagrado: masturbadora violencia ciudad arrasada moralidad éxtasis vértigo amorfa milagrosa palacio de sabiduría cristal con mil caras estúpido arrojarse adentro del volcán exquisitez martirio monstruo en el que te has convertido extravíate irrítate colonizado. Luego, conversamos sobre las citas literarias, la manera en que la escritura no reconoce jamás un origen y un autor y de como ingresaron por la misma garganta salvaje de tinta y cemento Marqués de Sade, Conde de Lautréamont, Georges Bataille, Raúl Barón Biza y poemas anónimos del Siglo XIII. Una constelación irreductible, temeraria e indispensable.  


VI. Anterior, a la escritura en la pared, del sacrificio, del ejercicio monumental, existieron hojas manuscritas, huellas tachadas y reinventadas. Una voz que dictó a ese cuerpo el ritmo de un pensamiento veloz. Un espíritu vehemente que interceptó su carne y la desgarró con la fuerza de sus gritos. Algo sin nombre, oculto, que manipuló la materia informe, trepó por su cabeza y la explotó, hasta llegar derrotado a las altas barrancas del silencio que se aproxima, para cada uno por igual. 



domingo, 9 de abril de 2017

El sentido de lo carnal
Augusto y León Ferrari

Una simple marca en una madera tiene más memoria
que un ser humano. Hasta que la marca sobre la
madera no sea borrada, ésta persistirá como
grabado. Mientras que un ser humano con sólo
mirar para el otro lado ya no percibirá el grabado
de la madera.
Ricardo Carreira

La exposición Filiación reúne una gran cantidad de obras de Augusto y León Ferrari, padre e hijo, curada por Marcela López Sastre y la Fundación FALFAA. Se dispone en las salas por módulos temáticos, abordados de diferente manera por cada uno de los artistas. Grupos de flores, planos de iglesias, retratos, íconos religiosos, caligrafías, objetos y fotografías conforman el prolífico repertorio de ambos artistas.
Bellas pinturas al óleo de flores vivas son interpeladas por una geométrica construcción de floraciones plásticas. El espíritu renacentista reivindicado por Augusto asume versiones viscerales en las regiones leoninas. Los claros diseños de las iglesias se traducen en caligrafías amorfas, entre ellos persiste la materia del papel y las geografías de la lectura. Un cráneo pintado entre penumbras representa las divagaciones del ser, otro más real, y humano, subiste hábitat de peligrosas cucarachas. Las iglesias realizadas con magistral imaginación por el padre surgen entre los monstruos del hijo. Los cuerpos clausurados de Augusto se abren violentamente en León. Eso es lo que vemos al principio, pero lo que vemos es aún más, es prolífico, estimulante, pasional. Es el encastre perfecto entre dos mundos, como sí de repente la mirada resolviera el quinto postulado de Euclides y las paralelas se encontraran.
Carreira dice que la memoria persiste entre las cosas y la mirada, la dialéctica externa, huellas como grabados. Una obra de arte, es esa escritura de una experiencia que, en tiempos dislocados, propicia nuevos acontecimientos, latencia que busca ser mirada. En Filiación se pone de manifiesto ese movimiento gesticular de la memoria, aparece en la escena con contundencia. Augusto y Léon están, aquí y ahora, mirándose, en el instante mismo de la vida, una pequeña resurrección, como en los versos de Macedonio Fernández a Elena  Hay un morir si de unos ojos / se voltea la mirada del amor.   
Lo que se contrapone, juegos bifurcados entre territorios inabarcables, son las operaciones del tiempo lineal: la historia del arte, la política, las vanguardias, la muerte, la belleza, la representación, la pintura. Aunque para ellos también hay otro tiempo, feroz, ondulante e inagotable donde sus mentes y sus cuerpos se mezclan, un tiempo de amor exagerado.   
Dice Aby Warburg que Dios habita en el detalle, una mancha roja o gota se desliza inadvertida por el pétalo blanco de la pintura de Augusto, en otro cuadro una mujer sostiene una sombra carmesí, un abrigo abstracto que anuncia la tragedia. Las fotografías en blanco y negro, más cerca del cine expresionista que de la composición clásica, la gestualidad carnal de los retratos, las gárgolas, los hombres sufrientes, sus espaldas dobladas engendran, casi sin sospechar, a León que, desgarrador e irónico envuelve al padre, haciendo de su nombre un mundo.
La música que habla el ritmo de lo que no se dice, las bellas sutilezas de una obra monumental, el rigor y lo que desencadena al monstruo engendra, por su parte, infinitamente a Augusto, el padre.
No es Apolo seducido por las profecías de la luz, tampoco es Dionisio resentido por las aburridas reducciones de la razón. Es un complot de fuerzas opuestas que se encuentran en un nuevo espacio, insólito, creativo. Aunque Augusto insista con los diagramas sobre los cuerpos, imprevistamente, los libera y León atento, agazapado, los devuelve a esa tierra primitiva y carnal que Bataille invocó, en la literatura y contra la religión.
Tampoco León puede destruirlo todo, a pesar de su conciencia, de la muerte, del horror y del mal, construye, teje, la invisible marea de su corazón.   
Las visiones encarnadas del tiempo que aquí se exponen,  su repertorio de experiencias, nos devuelven un sentido singular de lo contemporáneo. La contemporaneidad es el encuentro posible entre miradas, una y otra vez, engendrándose. El pasado ya no choca con el presente, los puntos de vista no se reducen a representaciones de una época. Son intérpretes en una escena de vitalidad inagotable, donde el artista al mirar y ser mirado pierde la forma exacta de su individualidad y, paradójicamente, de esa manera la potencia. Mientras uno y otro, se abandonan a sí mismos, en el sentido egocéntrico, delimitado de pensarse, logran recuperarse intactos en el movimiento del tiempo y la memoria. Algo inexplicable sucede y eso es lo que más sabemos.