domingo, 14 de agosto de 2016

Sobre una mantel blanco, manzanas verdes
 *Granita de Gerardo Repetto

14 de Julio de 2016, Restaurant El Papagayo, Córdoba.

Ingreso en un restaurant finito y largo, construido en el espacio vacío entre dos edificios, una especie de no-lugar urbano, donde el tiempo, también, parece adaptarse a los vericuetos del territorio. Los techos son altos y de vidrio, la luz es cálida y, en ese momento del mediodía, se aproxima a cierta temperatura natural.
El Papagayo conserva las paredes originales de cada edificio, contrastando una de cemento con otra de ladrillos y acentuando el encanto de un sitio original. Flotando en ese espacio intermedio, aparece una impactante instalación cerámica de Santiago Lena, mil piezas de pasta gres de color claro, construyen un móvil, algo que flota e inunda la vista: plumas brillantes en un cielo artificial. Otras creaciones de Santiago ambientan el restaurant, además de toda la vajilla en la que se sirve cada plato.

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Las mesas con sus manteles blancos dibujan una pequeña sinfonía geométrica, donde el color verde de las manzanas resalta. Según Vasilly Kandisnsky: el efecto psicológico producido por el color. La fuerza psicológica del color provoca una vibración anímica y también dice por ejemplo, los colores claros atraen la vista con una intensidad y una fuerza que es mayor aún en los colores cálidos…
Algo de eso ocurre cuando el color verde de las manzanas estalla en pequeñas dosis, rebotando en abiertas luminarias, entre las cosas del lugar.
El blanco, el plano de las mesas, un cuadro monocromo, como una pantalla de cine; condición de posibilidad de toda creación.

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En aquel momento, después de ingresar y esperar un rato, se acerca Javier Rodríguez, chef de El Papagayo, y me explica el funcionamiento del lugar. Cuando finaliza el desayuno, a la hora en la que el sol ilumina más alto, se retiran las riquísimas tortas, las tostadas y el dulce, para dejar lugar a los alimentos del almuerzo. Una organizada maquinaria de mozos y asistentes se pone en movimiento para bajar el telón y anunciar una nueva función.
A la hora pactada el equipo de *Granita llega al lugar, Carina Cagnolo, curadora del proyecto, Georgina Valdez, directora de The White Lodge y productora de la exposición, Rodrigo Fierro y Daniel Isoardi, fotógrafos y Gerardo Repetto director de Manta Caballo *Granita pastel. También los comensales acuden a ocupar un lugar en esa pintura minimalista, que ahora ostenta una orquestada coreografía.
La música se desliza en hermosas melodías y luego cambia, se modifica, con las voces y los sonidos de quienes se anticipan, nuevamente, al ritual de la comida. Algunas mesas son ocupadas por grupos de amigos, parejas, familias y otras, por solitarios.
A esta altura de los eventos, nosotros habíamos encontrado un lugar para observar y hacer nuestro trabajo. Al final del salón, la cocina impone un ritmo totalmente diferente, ocho cocineros coordinan sus habilidades para componer cada plato. Una escalera ubicada entre estas dos dimensiones antagónicas nos llevan a un entrepiso de madera, con una división de vidrio que permite observar, sin obstáculos, todo el restaurant.

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La carta de El Papagayo hoy es distinta, la entrada, de un plato de tres pasos, ofrece una versión gourmet de un pancho electrónico. La panchuquera, una nueva y plateada maquina de hacer panchos, ocupa la barra principal. El primer pancho electrónico es llevado a la mesa de una mujer que, sentada sola en una mesa, me da la espalda. Antes que el pancho, un desplegable de la exposición Manta Caballo *Granita Pastel se coloca a modo de individual, mientras ella come, puede leer allí un recorrido sobre la ciudad  y las cosas que la habitan.
Desde mi nave de cristal, veo la nuca de esa mujer, los movimientos de su brazo que llevan alimento a su boca y que luego un sofisticado proceso digestivo lo transformara en la energía de su cuerpo: el pancho a medida que se extingue se potencia en su cuerpo, y su carne, en sus músculos y sus huesos. Aquello que estaba afuera, el pancho, que todos podíamos ver y oler, ahora pertenece a su organismo, a las misteriosas entrañas y ya nada sabemos de él.
Algo parecido ocurre con los libros y las obras de arte, se supone que leemos el mismo libro, que el escritor escribió una única versión para todos, pero lo leemos y en las misteriosas complejidades de la particularidad, se transforma. O las obras de arte ¿son en algún momento esa objetividad inalterable fruto del mundo exterior?  Parece que, ya al nacer el rapto de los sentidos, las llevan y las traen por mundos diversos como sí, la invención poética se resolviera, paradójicamente, en una dialéctica infinita entre lo singular y lo universal.  

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Escribió Hegel en La Fenomenología del Espíritu -El artesano unifica, por tanto, ambas cosas en la mezcla de la figura natural y de la figura autoconsciente y estas esencias ambigua y enigmáticas ante sí mismas, lo consciente pugnando con lo no consciente, lo interior simple con lo multiforme exterior, la oscuridad del pensamiento emparejándose con la claridad de la exteriorización, irrumpen en el lenguaje de una sabiduría profunda y  de difícil comprensión.
El olor del romero y el verde de las manzanas componen para mí una pequeña composición de los sentidos; esa imposible comunión de la materia, el olor y el color, forman una nueva combinación. El lenguaje promueve numerosas anotaciones creativas, el espacio completo descubre los artilugios de una artesanía amorfa, en la que
estamos incluidos, como seres vivos, autoconscientes.
Llegan invitados, artistas conocidos de todos nosotros, Santiago Lena, Cecilia Richard, Dolores Cáceres. Por esta razón y algunas resoluciones involuntarias de los acontecimientos: la luz, el verde, el blanco, las cerámicas, el deseo, El Papagayo muta de restaurant a galería de arte, o más bien, afirmo que todo es susceptible de serlo.
Es evidente, más que nunca, que un espacio rítmico, que obedece las coordenadas de alguna forma estética, siempre excede sus propios límites; sólo hay que esperar y observar, que el color de las manzanas se abra paso entre los ladrillos y el cemento, y estalle.

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Otra chica saborea, delicadamente, su pancho, desde aquí la masa y las salsas, el alimento pierde su forma original para mezclarse con los pliegues de su piel y de sus manos. Algunas migas caen e invaden el desplegable y sus diagramas. Así, en una dimensión de eventos mínimos, la materia y las ideas, se reúnen.
Una chica, concentrada en su trabajo, desarma una mesa y extiende un mantel blanco para colocar allí otros platos, una radiante manzana verde ocupa el centro. Su instalación se ubica lentamente en los paréntesis cotidianos, cortocircuitos de belleza que abundan en realidad, en la continuidad misma, la de cada día.


                                                                                                                                Mariana Robles
La chica de las zapatillas rojas
*Granita de Gerardo Repetto

2 de Julio de 2016, peatonal San Martín, Córdoba.

Nos dirigimos caminando desde The White Lodge, galería de arte, hasta una panchería, en el corazón de la peatonal. Gerardo Repetto, artista y guionista del proyecto Manta Caballo *Granita pastel, los fotógrafos Rodrigo Fierro y Daniel Isoardi, Georgina Valdez directora de la galería y productora de la exposición y quien escribe. En la esquina, aguarda Soledad Sánchez Goldar, encargada de prensa y Santiago Lena con su torno y herramientas, necesarias para trabajar en la calle. Más tarde, llegará Javier Rodríguez, chef y responsable del restaurant El Papagayo.       
La mañana comienza a decaer y el mediodía tiembla entre los colores estridentes de la peatonal. Un cartel verde brillante anuncia una variedad de alimentos, accesibles y rápidos para quienes caminan apurados; panchos, pizzas, hamburguesas y el menú, más característico, pancho electrónico. A esta hora, los comensales llegan para disfrutar y relajarse.
Fue un poco engorroso llegar en este momento, deberíamos haber estado allí treinta minutos antes, la incertidumbre y el desconcierto nos embargan, cuando el dueño nos indica regresar un par de horas más tarde. Por suerte, Georgina lo solucionó; después de conversar y llegar a un acuerdo, en poco tiempo el equipo de trabajo se puso en marcha. Hay roles muy claros y cada uno obtendrá de la perfomance, del encuentro, un punto de vista diferente.
Antes de todo lo acontecido o, mejor dicho, en el epicentro del acontecimiento y, para sellar ese pacto, la degustación de un pancho electrónico nos descubre en una sintonía común. El paladar se presenta ahora, como una caverna o una versión particular y pequeña, del local de panchos.

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Mi trabajo es escribir, registrar la acción, lo que de ella pueda captar, según mí disposición y la deriva de la escritura. Pero advierto, especialmente, que mi ubicación concreta en el espacio es muy importante. Cuando me senté en esta mesa, en un sitio estratégico entre la calle y el local, entendí que un panóptico se erige desde cualquier ángulo. El horizonte se cierra en las coordenadas de la cocina y la vereda, donde Santiago modela sus cazuelas.
Las cazuelas fueron diseñadas para contener las nuevas versiones de panchos electrónicos, las recetas de Javier, con cerdo y romero, con masa crocante y salsa de café e hinojo. 
Desde mi panóptico la realidad y sus sentidos se encuentran más cerca de la tierra que del cielo, de la percepción que del intelecto. Una verdadera puesta en práctica de los principios Nitszcheanos y Bataillianos; no la configuración de lo bajo como reflejo imperfecto de la escritura sino más bien la comunidad de cuerpos que habitan el lenguaje de olores y sabores, sin más.
En el tapiz del texto, en la configuración de una imagen textual, algo de la perfomance nace: no estoy pensando en reducir la acción a la idea, sino más bien, que mi imagen, la única posible desde este punto de vista, por que sólo yo acecho en él, aguarda por su existencia. Mirar, oler, saborear, habitar con insistencia el tiempo, es lo que promueve la escritura, el impulso que parece reunirse y esfumarse, reunirse y esfumarse, reunirse y esfumarse…     

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Mirar es algo que se construye en el tiempo y en la escritura, lo ocular se rebela contra cualquier síntoma de quietud, ahora mis ojos se empapan de romero y el aire de esencias de hinojo.

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Santiago continúa afuera ni el frío ni la intemperie detienen el círculo en movimiento que, la maquina creativa, opera y dirige como a su propio cuerpo. En la pintura de Peter Brughel Camino al calvario un gran molino concentra los puntos de vista, en ese mismo molino Lech Majewski, director del Molino y la Cruz, película basada en la pintura, hizo coincidir al panadero con dios. Desde mi silla en el local de panchos, los objetos de plástico de la peatonal, la ropa y los juguetes colgados, ostentosos en cada vidriera apuntan, con su artillería decadente, al dios del barro; aquel que involuntariamente detiene el tiempo.   
También la veo a ella, detenida como una presencia ancestral, resguardando los tesoros o las armas de los guerreros: una caja de cartón repleta de cosas y un anacrónico ramo de flores. Apoyada en una vidriera manchada y gris, la estoica chica de las zapatillas rojas pareciera evidenciar las contradicciones de un presente laberintico: todos los objetos nos arrojan al consumo, con la esperanza de la liberación pero luego, nos condenan a cuidarlos, más que nuestras vidas.
El torno gira y salpica, erigiendo con la potencia del agua y la tierra las condiciones de posibilidad de una forma de arte, en el medio de todo lo consumible y consumista.
La música estridente de la peatonal, marca un ritmo y son, esas coreografías antropológicas, la que conceden a ese espacio mítico, un aura. Como en las vanguardias brasileras, lo consumido es ingerido, devorado y en esa apropiación simbólica de los objetos y sus formas, las diferentes realidades se tornan singulares. Aquí y allá, el símil y lo real son dos caras de la misma moneda.
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Nosotros también comimos la versión original del pancho electrónico para después crear  una nueva receta. Pero todo lo nuevo que creamos implica, en la deglución, la otredad.
Los cocineros intercambian conocimientos sobre salsas y aderezos, el encargado de la panchería le explica a Javier el funcionamiento de la máquina, la panchuquera. Su versión del pancho electrónico reemplaza la salchicha industrial por carne de cerdo tallada de manera tal que puede adaptarse a la morfología del aparato. La masa tiene romero picado, en la carne colocó unas ramitas de la misma hierba, que sobresale a través de la masa y el olor lo inunda todo.
Dice María Moreno en su ensayo Cuestión de olor: de los cinco sentidos el del olfato es el que puede desplazarse entre lo más sublime -un perfume como Baccarat’s Les Larmes Sacrées de Thebes- a lo más degradado: un anónimo excremento humeante. Aunque caprichosamente, trataré de demostrarlo: el sentido del olfato es el más político de los cinco sentidos y un lábil objeto filosófico. 

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Los fotógrafos oprimen sus flashes en lapsus intermitentes de luz artificial, afectando el orden de las cosas. Javier manipula un trozo de cerdo, apenas chorrea un hilo de agua entre sus dedos, la masa se expande por la superficie de la panchuquera, la gaseosa explota con demoradas burbujas en el vaso de vidrio, las salsas se desparraman, las bocas se abren ala alimento, todo se mezcla.

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Santiago sigue trabajando, la guardiana de las zapatillas rojas, permanece. Un transeúnte distraído golpea con su pie una de las cazuelas frescas apoyadas en el piso, desde la panchería alguien grita: – hay que sacarle una foto, hay que sacarle una foto… eso es una obra de arte -
¿Quién lo ha dicho? ¿Quién lo ha nombrado? ¿Quién ha dicho arte, ahora que todos lo hemos olvidado?
Abandonó sobre la mesa mi rama de romero y observo los restos de masa que se fueron adhiriendo en la cocción, ahora le pertenecen como a un cadáver los restos de piel.

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Santiago responde al círculo mágico de su torno, el barro forma un guante de materia húmeda sobre sus manos, luego se seca y una piel de barro craquelado, se superpone a la suya. Las piezas aparecen y nacen en esa continuidad del trabajo meditativo. A medida que los negocios cierran y la gente desaparece, los manteros despliegan su mercadería; entre el agua acumulada en los cordones, las colillas, los papeles y otros restos de la presencia humana, florece un mundo ruidoso y variado.  Todos hemos entrado en le circulo preciso del torno, todos hemos cedido a la ley de la creación.
Cuando se aproxima el final Rodrigo Fierro se descalza y desde una silla panóptica enfoca por última vez una ramita de romero ondeando en la carne, el flash apaga la música y Santiago abandona el torno.
 Hace mucho frío mientras el alfarero retira con un trapo húmedo la arcilla de sus manos, la chica de las zapatillas rojas se acerca y le da un beso, lo acaricia en la espalda y los brazo. Ahora están juntos, entre las cazuelas húmedas, la caja repleta de objetos y ese ramo de flores, sin intensión de marchitarse.



Mariana Robles
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