lunes, 15 de mayo de 2023

La poesía y su lógica de compensaciones


 

La primera vez que conversamos con Mariela fue en este museo, nos encontramos en una exposición que yo estaba haciendo en ese momento, en la planta alta y me señaló unas obras que le habían gustado; sábanas y almohadas para pájaros pequeños, eran bordados de tela y nidos de cerámica. Entonces, me habló de un pájaro que había rescatado y que la tenía ocupada y preocupada, tenía un sentido de la responsabilidad enorme con el ave, así fue que se entusiasmó con un posible hábitat de sábanas y nidos para él. Ese pequeño gesto artesanal y simbólico se convirtió en un alivio, en un dispositivo amoroso que compensaba no exactamente la herida que ella sanaba sino un tipo de compromiso lúdico, sujeto a reglas que se sostienen obstinadamente más allá de la efectividad evidente del método. Sanar, en este caso, implicaba desconectar esa pequeña herida de aquello que esperamos que suceda, que cicatrice o no, por ejemplo, o que el veterinario intervenga con sus conocimientos. Era, principalmente, descubrir en la relación causal de esos hechos una fisura para tallar un poema, entre hilos y nidos, una mezcla, también, entre el pájaro y los hombres, algo nuevo y distinto, que diera al acontecimiento trágico un alcance extremo hacía su máxima expresión.

 

Mariela escribe para Plumín:

Si te olvidás de darle de comer

se muere

Me quedé dormida

y su cuerpo ya estaba frío

Vivió porque solo pensé en su vida

más importante que la mía ese día

y los que vendrían.

 

Los poemas anudan las perlas de un collar delicado gracias a la voluntariosa actividad de una imaginación persistente que, días tras día, recopila el exceso fantástico de la existencia para darle una forma y una voz, un devenir disidente y escandaloso.

En un poema inédito Mariela dice:

Voy a coser este pequeño botón negro

que se desprendió ayer de un saco de lana

Tiré de un hilo y saltó

Hace años que no coso un botón

y me dio alegría tener la oportunidad ahora

Antes del confinamiento, hubiera quedado relegado

Un botón negro que saltó como ciervo a la orilla del mar

porque no hay humanos, me muestra una parte del mundo

El despegue de un objeto que provoca voluntad en tiempos

raros

 

se manifiesta como la luz de una epifanía, corta e

inolvidable

 

Algo habré podido, cuando lo mínimo se vuelve paisaje.

 

Un poema, la ciruela de un árbol de poemas, crea a su propio creador que, como creador creado se desdibuja en su propia creación, se pierde a sí mismo y ese perderse de sí mismo es la vida más allá de toda vida, inclusive, mientras estemos vivos. Hay una vida del exceso y del éxtasis que sobrevive y que nos lleva a la visión alocada de lo infinito o de la resurrección, como dice Lezama Lima. Porque, a su vez leer, lo creado de un creador alocado nos enloquece, nos desfigura en nuestro propio ser, pero sobre todas las cosas nos embellece y la belleza que falta y se otorga en el poema es la que se agradece infinitamente.

No es una banalidad, es un acto de fe, una redención, dedicar al poema el tiempo, todo nuestro tiempo, porque cuando el tiempo nos falté para siempre, lo queda es el poema y allí nuestro único tiempo. Una gota de rocío, un principio desmesurado, una rama florecida que sigue mágicamente, inexplicablemente, inventándonos.

Aunque, también y en este sentido, una obra es lo más cercano al error que podemos cometer, porque su forma final en esa latencia ansiosa y movediza, no adviene jamás frente a nosotros. Escabullida en lo tirabuzones del sueño, en las modorras afiebradas del fulgor y el deseo, se funda en el descalabro de una fugacidad inasible e inabarcable. Si un domingo por la tarde leo el último poema de Ciruelas, el que ha sido dispuesto antes de los agradecimientos y que fue escrito el 11 de abril de 2021, tengo que saber reconocer que ya estoy en otro día y otra luz, que el hechizo se ha pronunciado.

Escribe Mariela:

Cayó una hormiga del techo

en una vuelta de página

que me recordaba una voz de terciopelo

Cayó como si del cielo se tratara

y caminó renga sobre las líneas de mi mano

La tuve así, un rato, dibujaba círculos

viejos que me recordaron el pasado de una niña

La dejé en el pasto y se perdió

me olvidé de la voz, del pasado

quedó la marcha silenciosa de su levedad

el tropiezo atinado del azar, su única vida.

 

Esa tarde me fui a caminar un rato sin rumbo hasta que finalmente ingresé en una cafetería donde una chica pidió helado, cuando pronunció la palabra chocolate quien la escuchaba no dudó ni un segundo en servir esa pasta marrón y helada en el cono de galleta que tenía en la otra mano. Así, como si, nada manipuló al Dios que Mariela nos ofrece en la más poderosa invocación de materia y espíritu, un chamánico barro primero, una amalgama fundante, una entidad poderosa y estimulante, el maravilloso Dios del chocolate. Aquí, entre nosotros, la vía bendita del sabor y el color a todo el cuerpo, la amarga y dulce compensación poética para deglutir sin piedad la omnipotencia del creador y abrazarse o morderse, engullírselo todo con cierto arrebato ceremonial, desfallecer hasta la próxima tentación. Después, una música alrededor de lo creado, una figura que se emancipa y se pierde o, tal vez, lo que resuena en el prodigioso evento del poema tallando, insistentemente, la nada, hasta convertirla en flores, plumas y vestidos.

Ahora cerramos los ojos un minuto y escuchamos a Mariela decir:

Dadme un chocolate y volveré a nacer

Soy otra, antes y después

Amén.