lunes, 2 de septiembre de 2013

sobre "Las aventuras de la Piña Monstruo de Silvina Mercadal"

Subterráneo y aéreo, el viaje de una niña dharma


                                 
                                                                                 Gravemente, ávidamente, tristemente, el niño
                                                                             mira los peces rojos. Toda su vida está en ellos,
                                                                                  se arriesga totalmente, acepta que su muerte
                                                                          esta en ellos. Se pierde sin retorno en la sustancia
                                                                                            de las cosas y sin embargo es salvado.
      
                                                                                                                                 Yves Bonnefoy


Silvina escribió un libro inspirada en un fruto que encontró en la tierra, una piña desprendida de su pino. Un fruto vegetal que, en ciertas perspectivas, desde estáticos  ángulos maléficos se vió aberrante, desfigurada, deforme.
La flor carnosa, repleta de conos fibrosos y huecos se fue escribiendo en el dictamen de su propia lengua y exigió, en el acto de escritura, ser acompañada a los confines de un mundo desconocido. En ellos se encontraron, por confusión de órdenes difusos, la escritora y la monstruosidad, recorriendo los caminos aventurados de la poesía.
Fue lingüística, necesariamente, la conversión de la piña a monstruo; de vegetal indefinido a sujeto del habla, de simple accesorio a protagonista de un hechizo espeluznante. Anota Silvina, ella percibe ciertas cosas de la mente, que en la comprensión de su fealdad la piña escapa, se zampa, se zafa y zarpa.
Porque aquí la monstruosidad, es la medida de lo que jamás logra acomodarse a los órdenes programáticos de la realidad. Tampoco al mandato bello de la lengua que canta; a la rima, al corte de verso o a la norma tecnicista de alguna verba.
Dice la escritora:
En las vecindades  / hermosa virgen de / pómulos rosados
corte de versos pide / ¡pobre piña iletrada!
Silvina, encuentra en el fruto desprendido, un túnel para escapar también ella del mandato epocal y en una dislocada torsión espacial, se escribe a sí misma, desde el interior cónico de una piña perdida; fuera del margen, solitaria y divertida, en los pliegues de sus fantásticas ocurrencias.
“Las aventuras de la piña monstruo” es, entonces, un viaje. Un viaje que aleja de las convenciones y acerca al quimérico círculo de un bosque ardiendo.
Existe, una interesante referencia morfológica entre los conos, el cuerpo vulvoso de la piña, y el cono ocular de nuestros ojos. Un paralelismo que permite arriesgar un vínculo con las investigaciones Duchampianas, con su erótica ocular, que proclama una visión corporizada, en movimiento, desligada del estatismo de un único punto de fuga.
Escribe Silvina:
Los conos / le hormigueaban y / ardían. De repente / fue casi despertar / el dios se metió / hasta la simiente.
Los ojos vivientes se multiplican en la piña, su anatomía se configura por concavidades blandas, bifurcando la mirada. Ella encarna, no la visión de una divinidad cartesiana, vigilando nuestras acciones; sino muchos ojos dispersos, donde habita un Dios que adora, lo que en nosotros hay de diferentes, aquello que nos hace únicos y monstruosos.  
Las visiones de la piña son inclasificables, el sueño deformó los límites y en esa explosión de naturaleza intranquila, que pregunta y no responde, que busca y no encuentra, el signo derrama su sangre.
La piña viene de un tiempo anterior, devino piña a causa de un destino maldito que, olvido borrar o apagar, un eco ancestral. Su voz clandestina pregunta, indaga, piensa, infinitamente.
La memoria de la piña se extiende hacia el interior, en sus aventuras recorre el paisaje silencioso, de su corazón. La sabiduría se enreda en insectos trepadores, la sabiduría es monstruosa en los límites del oráculo.
Dice la autora:
… piña bebe / sustancia escurridiza / el cono mental
de otra manera  / percibe, el cono / perceptivo de otra
manera entiende…
Así, en esta textura iniciática, aparece la infancia. Sin embargo, creo que “Las aventuras de la piña monstruo” no es literatura para niños. Ocurre, otra cosa y  es que nos devuelven al momento  justo, en el que la infancia, misteriosamente, a cada uno de nosotros, nos dejo. 
La monstruosa piña advierte la dinámica afectiva de la infancia, esa que desfuncionaliza la actualidad, tornándola intensa, y sintonizando, con el ritmo interior que, se oye siempre en el silencio místico.
¿Cómo de un mundo / pasar a otro? pregunta Silvina.
Alguien afirma cantando, que el pasado de una niña dharma permanece para siempre, allí donde el espacio se ha enredado deteniendo las formaciones del tiempo.
La inocencia como un bastión inextinguible, proclama que nada ha muerto, en el ritmo de la carne, la memoria es vida, paisaje, aventura, un lugar mental imperfecto y absolutamente amado.






La belleza de reunir lo imposible
Mi película es sobre la felicidad, la inocencia
y la belleza… Se trata de este niño que sube
una montaña y de todas las cosas bellas que ve.
Eso es todo de lo que se trataba.
Agnes Martin
En diferentes oportunidades, he conversado con Julia Romano acerca de su obra. En esas ocasiones ella me dijo que su obra trataba sobre la belleza, que le interesaba ese concepto, como una apropiación personal, más allá de una supuesta negativa o relatividad en el arte contemporáneo. Esta mañana leyendo un texto de Douglas Crimp sobre Agnes Martin , las declaraciones de la artista, acerca de su película Gabriel, me recordó aquella idea de Romano. Gabriel es una película filmada en una montaña, donde en apariencia el paisaje que rodea al protagonista del film sería, de algún modo por su preeminencia, el tema de la película. Martin declara, sin embargo, que su obra se trata de la felicidad, la belleza y la inocencia.
La última obra de Julia Romano “Estudios sobre el paisaje” investiga la posibilidad pictórica y fotográfica del paisaje. Una revisión sobre el concepto que consiste en superponer fotografías de pinturas de paisajes europeos del Siglo XVII y XVIII con fotos de sitios cercanos, de lugares conocidos de la serranía local.
Los paisajes tienen mucha agua, turquesa, azul, esmeralda, montañas, árboles, un aire dorado y nubes incandescentes. Las imágenes son extrañas, el espacio acumulado en el óleo contrasta con el brillo de la actualidad fotografiada, el tiempo es indescifrable, o quizás la duración existe entre los años transcurridos, en la confección de la pintura y la realización del collage digital.
La conversación atemporal, el dialogo que, inaugura Romano, evocaría la continuidad de la historia, aceptando sus contradicciones, sus fisuras y la imposibilidad de una única construcción del paisaje. En la fusión, la artista, descubre: la continuidad y el desvío, lo ajeno y lo propio, el cuerpo (pictórico) y la máquina (fotográfica), lo antiguo y lo nuevo, la pintura y la fotografía. Creando, inventando y proponiendo una imagen diferente.
Una imagen que, no busca encontrarse con el silencio de lo natural sino, más bien, que alegremente sintoniza con el barroco y polifónico concierto del paisaje.
La operación de Romano indagaría, especialmente, en la posibilidad de la contradicción temporal, como contingencia exploratoria de la mirada. El paisaje puede ser investigado como genero infinito, porque las combinaciones disponibles lo son.
Lo que permanece alejado es acercado y en esa torsión, ese movimiento, consiste la belleza. La belleza de reunir lo imposible.


Iluminaciones
…una historia que cante a los vencidos
ellos se arrastran por las ligustrinas ocupadas
acaso hay un linde para esta feroz profanación?
Néstor Perlongher
El ejercicio de escribir sobre exposiciones resulta desafiante, especialmente, con exhibiciones como "Dolcezza al cuor" de Nahuel Vecino, curada por Claudia Santanera. ¿Cómo la mirada traduce las imágenes a palabras? Una vertiente infinita se congrega alrededor de un orden poético, no una racionalidad vencedora. El paisaje esotérico y profuso se desarrolla en el margen de un bello conflicto. Allí, algunos vocablos hablan.
Retratos de familias, jóvenes y muchachas; hombres, ninfas y dioses pueblan el lugar de las pinturas, también una “Serie de Orpheos decapitados”. Algo innombrable detiene la mirada de esos seres. Seres existentes entre la tensión de personajes ataviados, con el velo de variados atributos, y el límite furioso de la materia que los define.
El tiempo, actualizado en el espesor de los cuerpos, roza las pieles y las vestimentas; el cálido fragmento de sus rostros y sus cuerpos. La historia recorre, en esas corporalidades, los mitos griegos, los relatos artísticos, la literatura, la historia cultural argentina y reconoce el corazón de los acontecimientos.
En muchas pinturas, los seres conviven en dimensiones diferentes, habitando espacios complejos y superpuestos. En muchas, también, las manos de esos seres, se ocupan de objetos personales, que manipulan o sostienen. Sus formas se abren misteriosas a las voces del tiempo: abanicos, vasijas, esculturas, instrumentos musicales o cartas cerradas en sus sobres rayados.
El hombre moderno, según Heidegger, olvidó el acceso a lo divino. La ciencia contemporánea y sus técnicas de mediación, alejaron a los hombres de un mundo esencial. La poesía era para los griegos la única medida capaz de unir el cielo con la tierra, Hölderlin, pensó el filósofo alemán, restituye ese habla primordial.
En la “Serie Orpheos decapitados” se percibe la trágica ausencia de un cuerpo propio, la cabeza depositada en la tierra espía el submundo, prohibido e inefable. La mirada de los otros, seres pintados, en la línea de un horizonte lejano, miran sorprendidos el cielo. En el aire de la exhibición se traza un dibujo entre el cielo y la tierra, entre lo divino y lo mortal, mezclándose. "Dolcezza al cuor" todo lo reúne. Una medida pictórica para nuestra ausencia de dioses.
Así el lenguaje habita zona de inmediaciones físicas, escapándose de la garganta sangrante; decapitado parlante en el círculo de la tierra retorna al cielo. Ni apolíneo ni dionisíaco ambas cosas danzando, en las riberas del mundo.
Las cabezas decapitadas, subrayan la ausencia morfológica del cuerpo, la no-deseada separación, expresada en gestos de desesperación. Un dolor que lentamente se convierte en contemplación, un fatídico estado de conocimiento. Bataille, cuando interpreta la famosa imagen de un sacrifico chino, en el que un condenado a muerte es decapitado en la plaza publica, resalta un momento de éxtasis inseparable del sufrimiento.
Después, en un instante de la exposición, asoman a la sala dos obras realizadas por Nahuel Vecino y Alfredo Prior. Hombrecitos de óleo espiando el espesor de una pintura iluminada.


Carmelo Arden Quin
¿Es mucho pedirte que
introduzcas proporciones
míticas en tu discurso
que agregues fastuosidades?
Carmelo Arden Quin ( de su libro Eclimón)
La exposición retrospectiva “Invención Lúdica” de Carmelo Arden Quin curada por Patricia Avena, se presenta por primera vez en Córdoba. Una muestra increíble, una obra profusa e intensa. Una investigación sin fin, sobre las formas y el espacio.
En las salas principales del Museo Caraffa se puede recorrer todo MADÍ de Arden Quin, iniciado en Montevideo a mediados de la década del 30’, cuando Joaquín Torres García emitía sus lecciones sobre geometría por radio. El despliegue inventivo de MADÍ abarca esculturas, pinturas, collages, tintas, y géneros propios, personales, como las “Forme Galbée” (entre la frontera del plano y el volumen) y los “Coplanares” (un plano con otro). También, una entrevista realizada por Claudia Lauddano en Buenos Aires (2001), poemas y escritos de Arden Quin y la tapa de la mítica revista “Arturo”, acompañada por copias del “Manifiesto Arturo (La dialéctica)”.
Es importante saber que MADÍ, como explica el artista en esa entrevista, se vincula fuertemente a los movimientos de vanguardia europeos de principio de Siglo XX; impresionismo, cubismo, futurismo y especialmente constructivismo ruso, contienen sus premisas. En este sentido, como principio cosmogónico MADÍ existe antes de su propio nacimiento, ya en 1915, se perciben líneas de pensamiento que anticiparon la visualización de un movimiento regido por las coordenadas del universo.
En el ritmo de las esferas celestes; el origen del mundo relatado en el Timeo, libro del joven Platón o en el concepto de tiempo transcripto en el poema de Heráclito; hay indicios de un proceso existencial y cognitivo que permite percibir los sonidos, la tonalidad, y también los silencios, del universo. Así, la pretensión filosófica de MADÍ, se rige por un absoluto musical que puede ser expresado, tras ensayar con las formas, plásticamente. Las figuras recortadas, las invenciones regidas por la lógica de los colores, los planos y la geografía inventiva de MADÍ es la materialización exacta e infinita de principios que la sobreviven. La belleza, el orden en términos de Arden Quin, determina el criterio para la modulación perfecta de ese ritmo, de ese sonido, que se abre paso en el espacio y en el tiempo, aquí y ahora.


Walter Páez. ojos rocosos

“Por Famatina Libre” es el nombre que el artista Walter Páez eligió para llamar a lo innombrable en sus pinturas, no a la pintura en general, sino el perfil desviado de sus sombras y fuegos, apareciendo.
Comprender estas pinturas en términos de estilos y movimientos históricos no tiene ningún sentido, simplemente el goce por ciertas descripciones materiales inscriptas, en sus telas, pronuncia una definición silenciosa. Quizás, en esa ausencia de un término se advierta la libertad, que Paéz anuncia en el título.
“Por Famatina Libre” se refiere y no se refiere, al mismo tiempo, a los últimos acontecimientos en el cerro de La Rioja, que Paéz, según cuenta Mariano Serrichio en el texto de catálogo, “conoció de cerca en su infancia en Chilecito”. La montaña aparece en las pinturas, es convocada en el acto pictórico, entre magia e inocencia. Contradiciendo y criticando, en clave poética, la técnica y el valor utilitario de la cultura contemporánea que reduce la naturaleza a mera mercancía.
La montaña, la tierra, la voluptuosa manifestación de la arcilla rocosa ordena los sentidos de su propia percepción. Digamos que, Paéz pinta en estos cuadros su cuerpo transformado en paisaje, su visión de roca, su oído arcilloso, su piel de túnel por donde corren acuosos y húmedos ríos.
Paéz en la pintura, hundido en ella, mezclado allí, descubre que la montaña es pintura y que en ella la libertad es inherente. La naturaleza se preserva en la medida en que, los nombres distribuidos a las cosas no anulen el habla propia de la tierra. Para conocer la montaña hay que fundirse y confundirse con ella, sentir amor o profetizar extrañas conjugaciones, dar nombres dislocados a las cosas que lo ojos humanos ven.
Como Leonora Carrington en su genial cuento “La Campanilla Acústica” y también, en muchas sus pinturas, el ánimo premonitorio reina en la atmósfera, no anteponiendo un futuro predecible a la creación de las obras. Más bien, internándose en el laberinto de sus propias fabulaciones, para descubrir en el corazón de la confusión, que nada se parece a lo que es.




Extraño habitat (la realidad es otra maravillosa) 
Alicia se levantó de un salto, porque comprendió
de pronto que nunca había visto un conejo con chaleco,
ni con un reloj para sacar del bolsillo del chaleco…
Lewis Carroll
En “Las Aventuras de Alicia en el país de las maravillas”, el clásico extraordinario de Lewis Carroll, un conejo modifica para siempre el destino de la protagonista. Alicia encantada persigue el animalito suave hasta caerse en un pozo, allí otra realidad se manifiesta. Nunca sabremos si fue un profundo sueño o una despabilada visión el estado mental que, transportó a la mágica niña a la versión más lúdica del mundo. Si, con seguridad, que los acontecimientos existen más allá de nuestra posibilidad de comprobarlos empíricamente. La huella, la impresión, de una fantasía configura un mapa de lógicas permeables a la invención: el derecho y el revés, la matriz y el objeto, la luz y la sombra. No hay verdad, el límite de un paisaje, el cosmos de la imagen, el tejido de un sueño habitan en nosotros. El cuerpo es un lugar precioso donde todo se transforma; hay rostros, por ejemplo, que guardan la arqueología de sus vidas míticas y mienten sobre la identidad actual, espían impunemente las antípodas de la tierra. Damián Santa Cruz es un conejo, quizás el conejo de Alicia, o el mullido animalito de Albert Durero, algún protagonista radiante. Entre las hojas secas de un bosque, en los prados inolvidables de un territorio espejado Santa Cruz, espera que alguien lo persiga. Que un acompañante ebrio y osado lo persiga hasta el sitio donde las cosas nunca mienten, allí donde todo muta y se transforma.
“Impresión”, nombre de la exposición, es la ordenación de restos de una experiencia intransferible. En el interior de cajas de vidrios y sobre el piso de madera de una sala antigua, hojas secas de un otoño arquetípico se dispersan. Imágenes confusas de un hombre conejo reptan por las paredes junto a fotografías anatómicas de faunas extravagantes. Una cartografía espectral de un sueño confuso que aconteció para siempre. Una impresión en la carne del papel recordando, el cuerpo de lo imposible.



Epistemología de lo viviente
"Es hacía mi pobre nombre adonde voy"
Clarise Lispector
La exposición “24 escultores cordobeses” investiga las diferentes formas en que, la clásica categoría de escultura toma diversas y variadas expresiones. Los artistas participantes son Sara Galiasso; Juan Der Hairabedian; Raúl Díaz; Carlos Peiteado; Luis Bernardi; Julio Guillamondegui; Dolores Cáceres; Angel Hiyakawa; José Landoni; José Quinteros; Tulio Romano; Celeste Martínez; Walter Páez; Martín Carrizo; Fabián Ligouri; Rafael Carletti; María T. Belloni; Ramiro Palacios; Juan Longhini; Susana Lescano; Gustavo Piñero; Pablo Curutchet; Jorge Cabrera; y Hernán Dompe.
La emancipación del concepto abarca desde las condiciones expositivas en las que se emplazan los artefactos escultóricos hasta las intrínsecas preguntas que devienen de su categoría específica.
El tiempo cobra un significado especial en un contexto donde se superponen épocas y situaciones visuales, al mismo tiempo, anacrónicas y contemporáneas. Al recorrer el espacio se vuelve real cierto enunciado de Einstein que descubre como el tiempo se demora en otros lugares y en otros se acelera. En cada escultura se abre la pregunta por la temporalidad, en cada una de manera particular, la materia se entrelaza con el tiempo trabajado; la escultura contemporánea es una ecuación imperfecta entre el vacío y la infinita posibilidad de lo único creado. Allí se ven, no las cosas (máquinas bellas e inútiles), sino la ausencia que todo lo propicia.
El texto curatorial presenta una pregunta “¿Es pertinente hablar de escultura hoy?” y al instalar la duda, la operatoria filosófica que cuestiona la historia del arte, indaga su respuesta en cada ocurrencia particular. Cada una de las obras es una respuesta posible, estableciendo la imposibilidad de una categoría general: la distracción en las obras de Juan Der Hairabedian, la escala invertida en las arquitecturas de Martín Carrizo y los arabescos preciosos de Ángel Hiyakawa, la estética de lo impresionante en los objetos de Celeste Martínez, las huellas del cuerpo y la acción en las esculturas de Juan Longihini; en cada artista, en cada obra el rastro de una referencia histórica, política y conceptual.
Cuando nos preguntamos por la escultura, preguntamos por el nombre, por el modo en que designamos las cosas, en términos de Wittgenstein, preguntamos por el juego de lenguaje que inscriben los modos de producción, por los términos conceptuales de la escultura.
Lo existente se instala en los límites de la pregunta, o en la expresión que la incertidumbre genera. Para conocer sólo necesitamos eso, una instancia propicia para la pregunta, un horizonte donde se advierta la imposibilidad de lo desconocido. Lo que importa no es la pertinencia, sino nuestras instancias cognitivas en torno al arte contemporáneo.
Las obras van hacía su nombre, tienden desde la oscuridad del silencio a la clara manifestación de un sentido. Ese proceso que cada escultura abre y remite mostrando un universo invisible en las coordenadas de lo particular, es un camino inalcanzable. Y ese es el sentido, el modo en que la dialéctica se potencia en el interior de cada creación, sofisticando cada vez más, una respuesta imposible. “El Museo es una Escuela”, como advirtió el artista uruguayo Luis Camnitzer; el conocimiento nos permite modificar, cambiar, indagar lo dado, lo impuesto y el arte, en su función indagatoria, como epistemología de lo viviente, de los sentidos, nos recuerda que el movimiento desarticula las coordenadas de antiguas categorías, ya muertas.


La exposición “vacuidad” de Carola Desiré Bruzzesi es un conjunto de fotografías digitales, tomadas en arquitecturas urbanas destinadas al tránsito constante de personas y actividades diferentes. Sus imágenes detienen intensos momentos visuales del cuerpo y la mirada, siempre en movimiento. El principio se une con el tokonoma, / en el vacío se puede esconder un canguro / sin perder su saltante júbilo. / La aparición de una cueva / es misteriosa y va desenrollando su terrible. / Esconderse allí es temblar, / los cuernos de los cazadores resuenan / en el bosque congelado, escribió Lezama Lima, en una estrofa de su poema “El pabellón del vacío”. Así Bruzzesi encuentra, siguiendo a Lezama, el todo en la nada, el cosmos en mínimas constelaciones; un insesante despliegue. La asombrosa posibilidad de lo inexistente o lo innombrable, mantra infinito en el cuenco de una pequeña vacuidad.
¿Qué perdura de las cosas, cuando insisten en existir? En esa preciosa antropología de los deshechos, la artista, indaga la profundidad de la realidad, el brillo permanente de los objetos visibles. El vacío necesario que, ordena en el silencio de imágenes, el flujo de lo poblado.
Las fotografías, en tonos claros, punzantes, desordenan la estática apariencia de los sitios deshabitados y muestran el dorso inquietante de la ciudad que, se inaugura en cada instante. Un hall de un edifico, un local desocupado, un estacionamiento, lugares donde alguien acaba de irse o alguien pronto vendrá, son huellas vivas de lo que no volverá a repetirse, pero también la posibilidad latente de un evento futuro.
El silencio de una hoja en blanco es la concentración de todo alfabeto. Un espacio en la vibración urbana es la potencia de una cadena ensimismada de sucesivos actos, acordes en el voluptuoso sendero de los acontecimientos.
Algunos lugares descubren exquisitas formas geométricas, otros brumas de una atmósfera indecisa. Una oficina desocupada cajas, carpetas, papeles y un cesto de basura son huellas del museo del vacío, de esos sitios que esperan volver a ser ocupados.
¿Es algo el espacio en sí mismo? Carola descubre que las circunstancias de una actividad transitoria, modifican la estructura de un lugar. La ausencia de personas, el silencio de tensión onírica, las sombras de las cosas que se olvidan, son un mapa, un nuevo orden para vacuidad tejiendo su profundidad en las coordenadas del tiempo.


Antropología de la resistencia 
La primera vez que morí fue sin testigos:
el ángel con el que peleaba era yo misma.
María Negroni
Sobre una mesa de vidrio se exhiben fotos de un álbum familiar, ordenado sin cronologías. Las imágenes se tejen en el espacio, entramadas por las hebras de un tiempo diferente. En otra mesa similar, un grupo de piezas cerámicas pequeñas y extrañas, dialogan y se corresponden con cada una de las fotografías.
Di Pascuale diseñó, en el corazón de la materia, en las fotos y las cerámicas, en la traducción de un lenguaje a otro, en ese conjunto de representaciones paralelas, un retrato de proyecciones infinitas. ¿Dónde termina una imagen amada? Aparentemente, nos dice el artista, en alguna sustancia donde las huellas del cuerpo puedan refugiarse y expandirse.
Así, a cada fotografía una pieza extranjera completa la geometría que el tiempo sustrajo a los rostros, a la piel. La muerte empieza a correr su ritmo con el dedo oprimiendo el obturador. Di Pascuale construye jardines, grutas, puentes, pirámides, esferas, masas amorfas de materia arcillosa y esmaltada, para detener el vacío incisivo entre el pasado y el presente. En su “Diario de Duelo” Roland Barthes escribió; “Hay un tiempo en que la muerte es un acontecimiento, una a-ventura, y con ese derecho moviliza, interesa, tiende, activa, tetaniza.”
Las piezas de cerámica de Di Pascuale son figuras primitivas, al obsérvalas creo que fueron pensadas en la infancia y realizadas retrospectivamente en la actualidad. Su madre, cuando él era niño, realizó varias de las piezas que se exhiben en la sala, sobre un retrato del padre. Una foto grande, en el piso, en blanco y negro; fuentes y vasijas femeninas se acomodan, cubriéndolo, hablándole. También su hermano menor realizó algunas piezas en aquella época; un lenguaje familiar que los redime y los rescata, de las fotografías, de la imagen.
Como un viaje en el tiempo, los objetos de cerámica igualan las distancias que la memoria enreda, hechos de arcilla, de tierra, donde crece la yerba.
Y la yerba crece en todas partes, el vegetal se contagia de su naturaleza reproductiva. En el suelo crecen verdes anatomías; en las estaciones cálidas son de intensos colores y en los tiempos de heladas congelan su sangre.
Cuerpos blandos reptan, desde la raíz distribuyen los minerales en las nervaduras de sus hojas. Las ramificaciones de la estructura herbórea es un mapa, la cartografía de la vida se despliega. Una corteza inconexa traza el sentido fronterizo entre la biología y la moral, entre lo que vive y lo que muere, entre el bien y el mal.