lunes, 2 de septiembre de 2013


Epistemología de lo viviente
"Es hacía mi pobre nombre adonde voy"
Clarise Lispector
La exposición “24 escultores cordobeses” investiga las diferentes formas en que, la clásica categoría de escultura toma diversas y variadas expresiones. Los artistas participantes son Sara Galiasso; Juan Der Hairabedian; Raúl Díaz; Carlos Peiteado; Luis Bernardi; Julio Guillamondegui; Dolores Cáceres; Angel Hiyakawa; José Landoni; José Quinteros; Tulio Romano; Celeste Martínez; Walter Páez; Martín Carrizo; Fabián Ligouri; Rafael Carletti; María T. Belloni; Ramiro Palacios; Juan Longhini; Susana Lescano; Gustavo Piñero; Pablo Curutchet; Jorge Cabrera; y Hernán Dompe.
La emancipación del concepto abarca desde las condiciones expositivas en las que se emplazan los artefactos escultóricos hasta las intrínsecas preguntas que devienen de su categoría específica.
El tiempo cobra un significado especial en un contexto donde se superponen épocas y situaciones visuales, al mismo tiempo, anacrónicas y contemporáneas. Al recorrer el espacio se vuelve real cierto enunciado de Einstein que descubre como el tiempo se demora en otros lugares y en otros se acelera. En cada escultura se abre la pregunta por la temporalidad, en cada una de manera particular, la materia se entrelaza con el tiempo trabajado; la escultura contemporánea es una ecuación imperfecta entre el vacío y la infinita posibilidad de lo único creado. Allí se ven, no las cosas (máquinas bellas e inútiles), sino la ausencia que todo lo propicia.
El texto curatorial presenta una pregunta “¿Es pertinente hablar de escultura hoy?” y al instalar la duda, la operatoria filosófica que cuestiona la historia del arte, indaga su respuesta en cada ocurrencia particular. Cada una de las obras es una respuesta posible, estableciendo la imposibilidad de una categoría general: la distracción en las obras de Juan Der Hairabedian, la escala invertida en las arquitecturas de Martín Carrizo y los arabescos preciosos de Ángel Hiyakawa, la estética de lo impresionante en los objetos de Celeste Martínez, las huellas del cuerpo y la acción en las esculturas de Juan Longihini; en cada artista, en cada obra el rastro de una referencia histórica, política y conceptual.
Cuando nos preguntamos por la escultura, preguntamos por el nombre, por el modo en que designamos las cosas, en términos de Wittgenstein, preguntamos por el juego de lenguaje que inscriben los modos de producción, por los términos conceptuales de la escultura.
Lo existente se instala en los límites de la pregunta, o en la expresión que la incertidumbre genera. Para conocer sólo necesitamos eso, una instancia propicia para la pregunta, un horizonte donde se advierta la imposibilidad de lo desconocido. Lo que importa no es la pertinencia, sino nuestras instancias cognitivas en torno al arte contemporáneo.
Las obras van hacía su nombre, tienden desde la oscuridad del silencio a la clara manifestación de un sentido. Ese proceso que cada escultura abre y remite mostrando un universo invisible en las coordenadas de lo particular, es un camino inalcanzable. Y ese es el sentido, el modo en que la dialéctica se potencia en el interior de cada creación, sofisticando cada vez más, una respuesta imposible. “El Museo es una Escuela”, como advirtió el artista uruguayo Luis Camnitzer; el conocimiento nos permite modificar, cambiar, indagar lo dado, lo impuesto y el arte, en su función indagatoria, como epistemología de lo viviente, de los sentidos, nos recuerda que el movimiento desarticula las coordenadas de antiguas categorías, ya muertas.


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