Subterráneo
y aéreo, el viaje de una niña dharma
Gravemente, ávidamente, tristemente, el niño
mira los peces
rojos. Toda su vida está en ellos,
se arriesga totalmente, acepta que su muerte
esta en ellos.
Se pierde sin retorno en la sustancia
de
las cosas y sin embargo es salvado.
Yves Bonnefoy
Silvina escribió un libro inspirada en un fruto que encontró en la
tierra, una piña desprendida de su pino. Un fruto vegetal que, en ciertas
perspectivas, desde estáticos ángulos
maléficos se vió aberrante, desfigurada, deforme.
La flor carnosa, repleta de conos fibrosos y huecos se fue
escribiendo en el dictamen de su propia lengua y exigió, en el acto de
escritura, ser acompañada a los confines de un mundo desconocido. En ellos se
encontraron, por confusión de órdenes difusos, la escritora y la monstruosidad,
recorriendo los caminos aventurados de la poesía.
Fue lingüística, necesariamente, la conversión de la piña a
monstruo; de vegetal indefinido a sujeto del habla, de simple accesorio a
protagonista de un hechizo espeluznante. Anota Silvina, ella percibe ciertas
cosas de la mente, que en la comprensión de su fealdad la piña escapa, se zampa, se zafa y zarpa.
Porque aquí la monstruosidad, es la medida de lo que jamás logra
acomodarse a los órdenes programáticos de la realidad. Tampoco al mandato bello
de la lengua que canta; a la rima, al corte de verso o a la norma tecnicista de
alguna verba.
Dice la escritora:
En las vecindades / hermosa virgen de / pómulos
rosados
corte de versos pide / ¡pobre
piña iletrada!
Silvina, encuentra en el fruto desprendido, un túnel para escapar
también ella del mandato epocal y en una dislocada torsión espacial, se escribe
a sí misma, desde el interior cónico de una piña perdida; fuera del margen,
solitaria y divertida, en los pliegues de sus fantásticas ocurrencias.
“Las aventuras de la piña monstruo” es, entonces, un viaje. Un
viaje que aleja de las convenciones y acerca al quimérico círculo de un bosque
ardiendo.
Existe, una interesante referencia morfológica entre los conos, el
cuerpo vulvoso de la piña, y el cono ocular de nuestros ojos. Un paralelismo
que permite arriesgar un vínculo con las investigaciones Duchampianas, con su
erótica ocular, que proclama una visión corporizada, en movimiento, desligada
del estatismo de un único punto de fuga.
Escribe Silvina:
Los conos / le
hormigueaban y / ardían. De repente / fue casi despertar / el dios se metió /
hasta la simiente.
Los ojos vivientes se multiplican en la piña, su anatomía se
configura por concavidades blandas, bifurcando la mirada. Ella encarna, no la visión
de una divinidad cartesiana, vigilando nuestras acciones; sino muchos ojos
dispersos, donde habita un Dios que adora, lo que en nosotros hay de
diferentes, aquello que nos hace únicos y monstruosos.
Las visiones de la piña son inclasificables, el sueño deformó los
límites y en esa explosión de naturaleza intranquila, que pregunta y no
responde, que busca y no encuentra, el signo derrama su sangre.
La piña viene de un tiempo anterior, devino piña a causa de un destino
maldito que, olvido borrar o apagar, un eco ancestral. Su voz clandestina
pregunta, indaga, piensa, infinitamente.
La memoria de la piña se extiende hacia el interior, en sus
aventuras recorre el paisaje silencioso, de su corazón. La sabiduría se enreda
en insectos trepadores, la sabiduría es monstruosa en los límites del oráculo.
Dice la autora:
… piña bebe / sustancia escurridiza / el cono mental
de otra manera / percibe,
el cono / perceptivo de otra
manera entiende…
Así, en esta textura iniciática, aparece la infancia. Sin embargo,
creo que “Las aventuras de la piña monstruo” no es literatura para niños. Ocurre,
otra cosa y es que nos devuelven al
momento justo, en el que la infancia,
misteriosamente, a cada uno de nosotros, nos dejo.
La monstruosa piña advierte la dinámica afectiva de la infancia,
esa que desfuncionaliza la actualidad, tornándola intensa, y sintonizando, con
el ritmo interior que, se oye siempre en el silencio místico.
¿Cómo de un mundo / pasar
a otro? pregunta Silvina.
Alguien afirma cantando, que el pasado de una niña dharma
permanece para siempre, allí donde el espacio se ha enredado deteniendo las
formaciones del tiempo.
La inocencia como un bastión inextinguible, proclama que nada ha
muerto, en el ritmo de la carne, la memoria es vida, paisaje, aventura, un
lugar mental imperfecto y absolutamente amado.
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