Las obras humanas tienen
la propiedad de,
una vez terminadas,
encerrarse a sí mismas,
separarse de la
naturaleza,
estabilizarse en su
propio entorno.
Bruno Schulz
Muchas veces, a lo largo del tiempo, fui a dibujar a una plazoleta
deshabitada cerca del arroyo, en Merlo. Ese sitio fue emplazado para conmemorar
al poeta más representativo de San Luis, Antonio Esteban Agüero. Algunos restos
de pared se erigieron allí para simbolizar la casa donde había nacido, además
de una placa recordatoria y actuales instalaciones para que los paseantes
puedan sentarse. Por su parte, el terreno sobrevive bajo las raíces antiguas de
una interesante variedad de árboles locales como espinillos, aguaribay, talas y
molles.
Mis anotaciones pictóricas no se reducen a ese único paraje. Me he
desplazado sistemáticamente, desde la infancia, por un circuito que se
convirtió para mí en la narración de un paisaje.
Toda la zona de Piedra Blanca, que incluye una reserva de árboles
y acequia, la plaza de los juegos y el escenario, la antigua entrada del arroyo
y el sector de los troncos caídos que aún florecen, es la principal referencia
de mis reiterados recorridos.
Soy consciente, a mí manera, que el sólo efecto de un artilugio
visual hace de un sitio un paisaje. Da lo mismo aquí o allá, las montañas o la
ciudad, las autopistas o los mares; lo que define un lugar es siempre un
pensamiento encarnado en un sujeto.
Sin embargo, he logrado descifrar que hay algo indescriptible, del
orden del misterio, que puede encontrarse en la insistencia de lo mismo. A
veces, la cualidad metafísica extinta de las cosas encuentra una resistencia
fantasmagórica en la obstinada intensión del sujeto, el afuera se revela y
aparece como un simple estar ahí.
Cuando realizaba mis pinturas de frondosos árboles o de antiguos
troncos y rocas, esperaba captar esa frágil evidencia del mundo, advertida por
el color antes que por la reflexión.
Una siesta en la plazoleta, descubrí entre los matorrales de un
arbusto un monumento inconcluso. Una construcción maciza de piedras grises esperaba
la llegada de un héroe en ese Olimpo marginal. Así fue que, me instalé con mis
acuarelas, y con precisión arquitectónica tracé la pilastra y sobre ella el
rostro de mi propio cuerpo.
Sin advertirlo, simultáneamente, mientras los colores aguados de
mis pinturas llenaban el espacio de la hoja, una imagen idéntica a mí aparecía
sobre el pedestal abandonando, ocupando un sitio entre las plantas verdes.
Mariana Robles
Noviembre, 2013
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