domingo, 9 de abril de 2017

El sentido de lo carnal
Augusto y León Ferrari

Una simple marca en una madera tiene más memoria
que un ser humano. Hasta que la marca sobre la
madera no sea borrada, ésta persistirá como
grabado. Mientras que un ser humano con sólo
mirar para el otro lado ya no percibirá el grabado
de la madera.
Ricardo Carreira

La exposición Filiación reúne una gran cantidad de obras de Augusto y León Ferrari, padre e hijo, curada por Marcela López Sastre y la Fundación FALFAA. Se dispone en las salas por módulos temáticos, abordados de diferente manera por cada uno de los artistas. Grupos de flores, planos de iglesias, retratos, íconos religiosos, caligrafías, objetos y fotografías conforman el prolífico repertorio de ambos artistas.
Bellas pinturas al óleo de flores vivas son interpeladas por una geométrica construcción de floraciones plásticas. El espíritu renacentista reivindicado por Augusto asume versiones viscerales en las regiones leoninas. Los claros diseños de las iglesias se traducen en caligrafías amorfas, entre ellos persiste la materia del papel y las geografías de la lectura. Un cráneo pintado entre penumbras representa las divagaciones del ser, otro más real, y humano, subiste hábitat de peligrosas cucarachas. Las iglesias realizadas con magistral imaginación por el padre surgen entre los monstruos del hijo. Los cuerpos clausurados de Augusto se abren violentamente en León. Eso es lo que vemos al principio, pero lo que vemos es aún más, es prolífico, estimulante, pasional. Es el encastre perfecto entre dos mundos, como sí de repente la mirada resolviera el quinto postulado de Euclides y las paralelas se encontraran.
Carreira dice que la memoria persiste entre las cosas y la mirada, la dialéctica externa, huellas como grabados. Una obra de arte, es esa escritura de una experiencia que, en tiempos dislocados, propicia nuevos acontecimientos, latencia que busca ser mirada. En Filiación se pone de manifiesto ese movimiento gesticular de la memoria, aparece en la escena con contundencia. Augusto y Léon están, aquí y ahora, mirándose, en el instante mismo de la vida, una pequeña resurrección, como en los versos de Macedonio Fernández a Elena  Hay un morir si de unos ojos / se voltea la mirada del amor.   
Lo que se contrapone, juegos bifurcados entre territorios inabarcables, son las operaciones del tiempo lineal: la historia del arte, la política, las vanguardias, la muerte, la belleza, la representación, la pintura. Aunque para ellos también hay otro tiempo, feroz, ondulante e inagotable donde sus mentes y sus cuerpos se mezclan, un tiempo de amor exagerado.   
Dice Aby Warburg que Dios habita en el detalle, una mancha roja o gota se desliza inadvertida por el pétalo blanco de la pintura de Augusto, en otro cuadro una mujer sostiene una sombra carmesí, un abrigo abstracto que anuncia la tragedia. Las fotografías en blanco y negro, más cerca del cine expresionista que de la composición clásica, la gestualidad carnal de los retratos, las gárgolas, los hombres sufrientes, sus espaldas dobladas engendran, casi sin sospechar, a León que, desgarrador e irónico envuelve al padre, haciendo de su nombre un mundo.
La música que habla el ritmo de lo que no se dice, las bellas sutilezas de una obra monumental, el rigor y lo que desencadena al monstruo engendra, por su parte, infinitamente a Augusto, el padre.
No es Apolo seducido por las profecías de la luz, tampoco es Dionisio resentido por las aburridas reducciones de la razón. Es un complot de fuerzas opuestas que se encuentran en un nuevo espacio, insólito, creativo. Aunque Augusto insista con los diagramas sobre los cuerpos, imprevistamente, los libera y León atento, agazapado, los devuelve a esa tierra primitiva y carnal que Bataille invocó, en la literatura y contra la religión.
Tampoco León puede destruirlo todo, a pesar de su conciencia, de la muerte, del horror y del mal, construye, teje, la invisible marea de su corazón.   
Las visiones encarnadas del tiempo que aquí se exponen,  su repertorio de experiencias, nos devuelven un sentido singular de lo contemporáneo. La contemporaneidad es el encuentro posible entre miradas, una y otra vez, engendrándose. El pasado ya no choca con el presente, los puntos de vista no se reducen a representaciones de una época. Son intérpretes en una escena de vitalidad inagotable, donde el artista al mirar y ser mirado pierde la forma exacta de su individualidad y, paradójicamente, de esa manera la potencia. Mientras uno y otro, se abandonan a sí mismos, en el sentido egocéntrico, delimitado de pensarse, logran recuperarse intactos en el movimiento del tiempo y la memoria. Algo inexplicable sucede y eso es lo que más sabemos.  

      






  










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