Los
relatos cultivan el arte de prolongar la experiencia de la presencia.
Es
el arte del ritmo y del paisaje entre varios mundos,
el
arte de hacer sentir varias voces. Vacilar, caminar en el medio,
un
verdadero medio, no en el de una línea, sino el de líneas múltiples.
Vinciane
Despret
Un mensaje en una carta inaugura una serie
de rituales que, se tejen alrededor de una ausencia o, mejor dicho, alrededor
de aquello que, en la muerte, se ausenta. La carta escrita en letra minúscula
es atesorada, evidentemente, por la destinataria que, otorga a esa delicada
ficción narrativa, un carácter ceremonial y sagrado.
En una hoja de cuaderno, el mismo que los
niños suelen llevar a la escuela, Julia escribe un epígrafe. En la oracular metafísica
de sus versos despliega las coordenadas para una investigación sobre lo que
aparece y desaparece, es decir, sobre lo visible y lo invisible. El cuerpo queda en la tierra. El alma se va
al cielo. Los angostos renglones de la hoja apenas pueden sostener la
anatomía ondulante de sus alegres y coquetas letras. Letras que, en su
combinatoria precisa disponen para el lector curioso y entrometido, una versión
extraña y compleja de una larga discusión teológica y filosófica. Sin embargo,
la carta, no se presenta con la voz de quien quiere imponer una verdad sino,
más bien, al contrario, como un mensaje unívoco de una abuela a su nieta,
Soledad. La privacidad es tan contundente que, la materia blanca del papel,
exhibe las huellas de su propia introspección; doblada en cuatro partes para
esconder en el interior de esa arquitectura precario el mensaje o conjuro. Ese origamis casual del pliegue dibuja para
el ojo lector una composición entre verticales y horizontales que, se
superponen en un centro. Ese paisaje abstracto, entonces, creado por la
dimensión perfomática, se añade al mensaje conceptual de la abuela, aunque
ambos se abrazan en la dimensión afectiva. Resulta impresionante leer a la
abuela distinguiendo el cielo de la tierra y observar, al mismo tiempo que, las
manos lo reiteran y trazan, sin dudarlo, con un simple gesto.
Como decíamos, lo que aquí se intenta transmitir
no es una verdad científica sino una certeza, una figura limitada a determinado
mundo posible donde abuela y nieta comparten un secreto. Sin embargo, lo que
Julia afirma contiene una gran cantidad de referencias, un conjunto de
significados que se aplican a esos enunciados. En primer lugar, la ya
mencionada, distinción entre tierra y cielo, a la que se le suma la división
entre cuerpo y alma. Recordemos, lo escrito “El cuerpo queda en la tierra. El alma se va al cielo”. El punto que
divide ambos enunciados es, de alguna manera, la línea de horizonte entre el
cielo y la tierra. Aunque Julia, nos advierte de una pequeña inversión que,
ella misma deja escapar en la epístola familiar, y es que, primero menciona la tierra y luego el cielo; en ese orden dispone los elementos de un paisaje apócrifo, en
una escritura que, se garabatea, entre ella y su nieta. En ese oráculo secreto,
la abuela susurra a su nieta que, en la tierra, no en mundos abstractos, sino
en la materia de donde la vida proviene, lo árboles, las flores y el agua; en esa
materia de la cual fueron hechas todas las cosas y de la que los cuerpos
participan desde el origen, es donde siempre el cuerpo queda. Es decir, el cuerpo no ira a ninguna parte, el cuerpo queda en la tierra, enredado a
las cosas, sin dramatismo, ni exceso de melancolía, el cuerpo queda en la tierra. Sin embargo, ella dice el cuerpo y no mi cuerpo dándonos a
entender que, todo cuerpo permanece donde siempre estuvo, así el cuerpo de su
madre, y el de la madre de su madre, el cuerpo de su hija, el de su nieta y así,
sucesivamente. Allí, en un gran compost pagano, vivos y muertos reunidos en la
inagotable fuente terrenal.
El segundo enunciado, fue organizado como
reflejo del primero pero, al mismo tiempo como opuesto, en él leemos que, el alma se va al cielo. A diferencia del
primero, donde lo que está en la tierra se queda en ella, el alma que también
se encuentra en ella, se va. Por otra parte, también sabemos, porque Julia nos
lo ha hecho saber que, para que el alma pueda irse, el cuerpo debe quedarse en
la tierra, es decir, el cuerpo debe reencontrarse con la tierra donde otros
cuerpos se han quedado y esa decisión de quedarse en la tierra, es lo que
impulsa al alma a irse. Aunque, habría que considerar un supuesto anterior a
todo esto y es que, Julia admite la existencia del alma, un alma que puede
irse, quizás no muy lejos, es cuestión de investigar donde queda ese cielo, lo
que si sabemos es que, el alma se encuentra en movimiento. De alguna manera, la
explicación sería que, el alma se va del cuerpo porque el cuerpo abandona su
forma humana, al quedarse en la tierra y volverse materia.
Ahora bien, si el orden de su escritura
anunciará, en primer lugar, el alma yéndose, en segundo tendríamos un cuerpo
condenado y abandonado, sin embargo, sucede a la inversa. El alma, la cual es
constitutiva del ser que delimita ese cuerpo y que, es una con la carne, se
retira al cielo, se separa del cuerpo, una vez que el cuerpo deja de serlo. El
alma, entonces es un exceso misterioso de ese cuerpo, el soplo sutil y
maravilloso que, anima toda facultad singular para convertirnos en individuos,
únicos, como Julia y Soledad.
Al intentar localizar el cielo de Julia
siguiendo sus instrucciones oraculares deducimos que se encuentra debajo de la
tierra. En ese caso, es bastante factible que, las raíces de la tierra del
compost sagrado lleguen a rozar y tocar ese cielo subterráneo e, inclusive, se
alimenten de sus minerales profundos y brillantes o beban las aguas claras de
lo invisible; escuchen e imiten el lenguaje precioso de las almas viajeras.
Los territorios simbólicos, cargados de
una infinita cantidad de seres mitológicos, mágicos y religiosos como la tierra
y el cielo se combinan en una delicada línea divisoria, una frágil frontera
donde el cielo subterráneo y la tierra celestial, son altamente susceptible de
mutua contaminación. Mientras, el cielo cristiano se reconoce como la geografía
más inalcanzable, la tierra es la región del cuerpo, inevitablemente, pecador.
Por el contrario, en la organización espacial de Julia, la tierra es superior mientras
que, el cielo yace en alguna concavidad, en el hueco posterior de esa tierra,
en constante transformación. La transformación, en dicho contexto, evoca lo que
Emanuel Coccia, define como una metamorfosis: La metamorfosis es a la vez la fuerza que permite que todo viviente se
despliegue sobre varias formas de manera simultánea y sucesiva y el aliento que
permite que estas formas se conecten entre sí, que pasen una en la otra.
Una abuela, sin querer, con la letra más
clara y prolija del amor, invierte el orden establecido para conceder a lo que
ama un paisaje secreto. Antes de que, el cuerpo se quede en la tierra y el alma
se vaya el cielo, Julia entrega a Soledad a “Solita”, solo a ella, una carta
muy precisa, las indicaciones exactas para saber dónde encontrarla. Es muy
claro que, ese lugar es una invención entre ellas, no es ni la tierra ni el
cielo de los cánones religiosos establecidos, no son las categorías de la
ciencia, ni ninguna otra cosa que pueda generalizarse.
La carta, en este sentido, además de ser
un mensaje de complicidad y belleza, es un dispositivo de acción para habitar este
mundo. En ella, en la carta, no se establecen mediciones temporales, ni
condiciones diferenciadas, entre vivos y muertos. Lo que, la carta podría estar
diciendo es que, siempre el cuerpo tiende a quedarse en la tierra y que el alma
siempre busca lo celestial. Es decir, que esa tensión entre cuerpo y alma
serían potencias y fuerzas instaladas en nuestra propia condición vital. La
escritura, últimas palabras de la abuela a su nieta, remite a un segundo nivel
de búsqueda, ese lugar donde tierra y cielo invierten su ubicación, es parte
del proceso vital y no su culminación. Es un medio para encontrarla y seguir
haciéndole preguntas, tal como escribe Vinciane Despret en “A la Salud de los
Muertos”: …abordar la pregunta de manera
tal que no se pierdan de vista ni a los vivos ni a los muertos, es aprender a
seguirlos o a encontrarlos a través de lo que une, de lo que los mantiene
juntos.
Es, en la tierra donde todos los cuerpos
se encuentran, incluyendo recuerdos y vestigios de materia en el devenir vital.
Así, los vivientes pueden abrirse a la muerte para comprender que, en ella, la
vida es lo que es, otorgando a los muertos esa capacidad de transfiguración
para que, en la materia, se hilvanen como en un collar de perlas, lo visible y
lo invisible, reunirlo alrededor del cuello, llevarlo en el cuerpo.
La carta de la abuela Julia se constituye
en el epicentro de un proyecto que, se despliega entre diversas imágenes, donde
los vestigios del cuerpo en la tierra y el alma en tránsito, se materializan
alrededor de lo cotidiano.
Las imágenes de Soledad incorporan, de
alguna manera, la cartografía espiritual de Julia, porque se organizan
alrededor de un punto de tensión, en el centro de la escena visual, un espacio
que, descubre para la mirada, la espacialidad de la carta. Un hueso sobre un
sofá, un perro de porcelana roto, una piedra sobre un cielo oscuro, una rosa en
su jardín y una cama donde la luz de la ventana abierta cae sobre un cuerpo
tapado. El ojo de Julia, también, aparece en esa colección de formas, en el compost
de lo visible.
Por último, una pintura de una niña y su
abuela tomadas de la mano, dan la espalda al espectador, mientras observan un
animal, un perro, sobre el fondo de la escena un cielo estrellado, las
estrellas llueven al interior del perro, animadas por el movimiento de lo
misterioso y lo inexplicable. De alguna manera, ellas, abuela y nieta, espían a
través de la noche una escena originaria, como un teatro de sombras donde las
cosas replican el nivel más sutil de su existencia. La niña lleva un juguete en
la mano, los objetos pueden ser portales, las estrellas abren con su luz los
cuerpos, se mezclan, se despiden y se vuelven a encontrar. En el paisaje, en el
mundo de los vivos y de los muertos, en el laberinto de la materia.
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