La Costanera
Silvina
Sazunic
I. Un fondo hipnótico
Poetizar
es el propio
dejar
habitar.
Martin
Heidegger
Silvina Sazunic
viaja desde Londres a Buenos Aires y durante su estadía que, se prolonga por
cuestiones personales, desarrolla un proyecto fotográfico “La Costanera”. En
realidad, una narración polifónica entre fotografías, textos y la perfomance
experiencial que, sostiene esa relación entre ella, cámara fotográfica y quienes
fueron retratados. Transcurre el año 2001 en la
ciudad, hito social y político por la crisis económica que atraviesa al país. En
ese contexto, el encuentro entre desconocidos entregados al acto de la mirada y
la escucha, se torna fraterno y poderoso. Esos meses, donde las estaciones, se suceden
para mostrar diferentes paisajes sobre el fondo hipnótico de piedra que
prolonga las historias, Sazunic estimula la imaginación con una cámara
analógica. Las fotos fueron tomadas con el cuidado de lo irreversible, cada haz
de luz sobre la emulsión fotosensible no puede borrarse, porque ya hirió, de
alguna manera, la materia para siempre. A diferencia, de los dispositivos digitales,
con lo analógico, no es posible captar numerosas imágenes y luego elegir entre los
remanentes que, cierto azar desprevenido, capturó. Por el contrario, en este
caso, los dos trayectos de ese viaje al corazón de lo visible, se dan en
simultaneo: tomar la fotografía y elegir la expresión exacta, se corresponden
con lo fotográfico.
Sazunic
ejerce la persistencia y la atención para captar el gesto y el momento preciso
en que, el otro aparece frente a ella, o mejor dicho con ella, en esa dimensión
a orillas del Río de la Plata. En “La Costanera” ese sitio cargado de
historias.
El sistema
analógico funciona, en este sentido, como una definición mágica porque revela
lo indefinible, lo imperceptible a simple vista, ciertas versiones de lo oculto
que merodean y nos rodean. Sin embargo, y al mismo tiempo, en la trama
tecnológica del artefacto se encuentra a disposición una clave existencial, en
este caso, la premisa de que, el ser es una medida en lo ilimitado. Heidegger,
escribió que los humanos habitamos poéticamente el mundo, esa poesía que nos
define en tanto ser, es para el hombre y la mujer moderna la única medida posible
para revelar lo sagrado. La poética, entonces, de “La Costanera” se funde con
los recursos técnicos en un mismo acto, la mirada, el paisaje y el tiempo se
reconocen como morada del ser.
II. Un espacio
de ofrendas
El proyecto “La
Costanera” no se compone únicamente de fotos, pero es con la potencia de los
retratos que la obra, se emancipa hacía las palabras. Cada cuerpo se encuentra
acompañado por un relato propio, algunos parecen venir desde los ojos, otros desde
las manos, hablan con el cuerpo. Por momentos, las historias son confesiones,
expresiones de deseo o dan cuenta de sucesos recientes, algo que acaba de
suceder. En esta dimensión confidencial y afectiva, es donde “La Costanera” se
convierte en un altar, en un espacio de ofrenda.
Los textos
podrían ser intercambiables, lo son en algunos casos. Algunos testimonios son
reales, otros son ficticios, otros vienen de otro tiempo y otro cuerpo, pero
todos coinciden en un punto, más allá, de la verdad donde la luz de la revelación
todo lo mezcla y lo transforma. Una voz única, particular o artificial, ya no
importa tanto, si interesa que, coincida con el fulgor de ese cuerpo y de esa
experiencia.
El paisaje, el
río fundacional, el tiempo en el ritmo del agua que se agita inmemorial, se
transfigura frente a la cámara. Es, ahí, cuando las piedras se vuelven a la
vida, en la escucha de las voces mortales.
Las piedras
macizas y perennes del muro no sólo contienen ese río que, crece
inconmensurable y que, se abre al mar, inundando las costas, sino que, además
retiene las morfologías iridiscentes de sus transeúntes. Establece, entre la
naturaleza y el hombre, un artificio para reflexionar y descansar, una
dimensión de lo urbano donde lo humano recala hacia su propia interioridad.
Cada retratado,
del cual suponemos una biografía, exhibe su potencial narrativo abrazándose a
un “aquí y ahora”, más allá, de lo humano, porque el relato es con esas
piedras, ligado a esa vida inmóvil del muro. Cada narración desprevenida,
implica al paisaje y a la arquitectura, en un nudo rítmico de diseño ancestral,
entre lo inorgánico y lo orgánico. Un diálogo que, organiza su propio devenir
en un acto colaborativo entre hablantes, dando voz a las imágenes y oídos a los
muros.
III. Un portal cuántico
Los
veo venir lenta, muy lentamente:
¿y
no hago esfuerzos por apresurar su llegada cuando
escribo
de antemano los auspicios bajo los que les
veo
nacer y los caminos por los que les veo venir?
Friederich
Nietzsche
Las personas
retratadas sobre “La Costanera”, locación primordial, conocida y reconocida por
la mayoría, se encuentran implicadas, fenomenológicamente con ese espacio. Lo
que las fotografías de Sazunic logran captar no es una simple relación
transitoria sino, más bien, una revelación existencial. Cada fotografiado se
vuelve hacia los otros, habitantes de una dimensión desconocida, entregados al
tiempo inadvertido de sus miradas. Por esa razón, es que la imagen tiende a
abrirse como un portal cuántico tanto a nuevas experiencias como a nuevas
miradas actualizándose entre los pliegues de un tiempo propio. Los
espectadores, quienes contemplan las imágenes, son parte de un presente posible
y de un futuro extrañado, fuera de foco, pero se reconocen en la disolución
fantasmagórica como herederos de una historia.
En el relato
aparecen amigos, amores, esos mismos amores que ya no están, la infancia, el
deseo de ser otrxs, una mascota adorada, hijos, hijas, padres y madres, el
recuerdo imperioso que los refleja siendo otros y ellos mismos, singulares y
únicos. En la narración una bocanada de luz se abre paso entre las sombras y
sobre el rastro ciego de melancolía, el muro gris de piedra filtra las emociones
de nosotros humanos demasiado humanos.
IV. Un efecto pictórico y sensual
Es
interesante detenerse, en el repertorio de gestos que ofrece “La Costanera”, el
lenguaje corporal que produce otra narrativa, superpuesta a la oralidad y la
escritura. El gesto, como una fisura en el tiempo lineal, desdibuja las
determinaciones del lenguaje y que, en su compleja geografía, no sólo incluye
el movimiento del cuerpo sino, también, la cabellera indómita, las texturas y
colores, los ornamentos y las prendas que, cubren el cuerpo como una segunda
piel.
La ropa de
cada retratado, los pliegues de esas telas sobre los pliegues de la piel
producen un efecto pictórico y sensual. Los detalles desapercibidos que, se
cuelan en los movimientos configuran tramas de materia oculta, una huella del
misterio. Los pliegues de la ropa imprimen vitalidad a esos cuerpos detenidos
en las inmediaciones del lente. Cada rugosidad indica que, esos cuerpos no son
monumentos, que serán inmortalizados por la fotografía, porque ese “hay” y ese
“ahora” que configura las coordenadas de la piel, indican la absoluta presencia
de un cuerpo vivo.
Por otro
lado, las prendas ofrecen rastros de una época, nos indican sobre el día, el
cielo, el clima. Dicen de donde viene, transparentan la noche donde se cuela el
deseo, transitan el engranaje de lo cotidiano, acarician la fiesta y la
tragedia. Aby Warburg popularizó la idea de que “Dios habita en el detalle”. En
sus inabarcables relaciones imaginarias, entre rastros de algunos tiempos
inmemoriales y otros más cercanos, detectó que pliegues, flores, viento, rayo y
serpiente no son meros decorados. Traen consigo, el volcán primitivo de los
hombres que temen y sueñan, de las incesantes luchas con los gigantes
desconocidos de la psique y de la historia.
Los gigantes
y los detalles, todos paseando desprevenidos por los muros porosos y
enigmáticos de “La Costanera”.
V. Los guardianes de los cuerpos
La
historia del Tierra es una historia del arte,
experiencia
artística eterna. En este contexto, cada especie
es
a la vez el artista y el curador de las otras especies.
E inversamente, cada especie es su vez una
obra de arte y
una perfomance de las especies cuya evolución
representa.
Emanuele
Coccia
“La Costanera”
inventa un paisaje, un volumen de piedras y cemento que, traza una línea
explícita entre el cielo y la tierra. Una frontera que imprime al mundo una
relación atmosférica con las nubes; el horizonte, en esas inmediaciones, cambia
siempre de intensidad. Las fotografías, revelan un fondo hechizado en blanco y
negro, sin embargo, los tonos se perciben con fuerza y contraste en cada una de
las imágenes. Todos los cielos son distintos como los rostros, los ojos y las
manos.
Entre el
cielo y el muro geométrico y arquitectónico de “La Costanera”, se advierten diferentes
versiones de espacios verdes, árboles, arbustos o plantas más pequeñas que,
aparecen a la vista. Frente a la máquina de fotografía que, captura con cierta
inmediatez la imagen, el árbol estuvo años para convertirse en esa majestuosa
forma vegetal. Hojas, ramas y espinas regulan la naturaleza como guardianas de
los cuerpos, como pares de la vida inmensa que, se posa, transitoriamente en la
tierra.
En muchas
fotos resulta impresionante como despunta una armonía entre la figura y el fondo.
Es probable, que esa armonía, en realidad, sea fruto de una unidad
prevaleciente entre hombres y naturaleza, restituyéndose en la imagen para
dejar de ser, por fin, figura y fondo. La unidad se vuelve sobre sí misma,
dejando hablar a los cuerpos que miran el tiempo y sus brisas lejanas.
Cada
variación celeste es, también, una lengua. La lengua de las nubes y sus gotas
de lluvias, la señal de las tormentas en el cielo, el rayo de Zeus, las
constelaciones que, con suerte, volveremos a divisar nocturnas, las fases de la
luna. Todo lo que, el cielo, es.
VI. Audacia y poesía
Todo
está ahí: devenir real.
Y
devenir real es devenir legítimo,
es
ver su existencia corroborada,
consolidada,
sostenida en su ser mismo.
David
Lapoujade
El proyecto
“La Costanera” es, entre otras cosas, un dispositivo para pensar tipos de
existencias. Un tipo de “existencia menor”, en el sentido en que las define
David Lapoujade, un muro que contiene las desmesuradas del agua y las
desmesuras de las pasiones. Una separación que, une con audacia y poesía, los
límites de mundos diversos para conceder a las historias la fuerza de un
designio.
Las
fotografías de “La Costanera” muestran un cuadro alrededor de los retratados como
si el paisaje quisiera abrazarlos, salvarse de los estragos mercantiles y
turísticos, para descubrir otros relatos posibles. Las fotografías insinúan
esas búsquedas haciendo del lugar un sujeto y ya no un objeto para el
entrenamiento.
Las personas
que vemos en esas fotos han sido reveladas hacía nosotros en ese horizonte que,
se constituye sobre “La Costanera”, un espacio que ha sido humanizado.
¿Cómo ven los
ojos grises de la costanera, que fotografías tomaría desde esa orilla costera?
¿Cómo siente cada dedo, cada cadera que, se apoya en los bordes gastados de su
cuerpo de piedra?
Hay días
donde los arbustos de atrás se reflejan en el agua, otros más oscuros donde se
percibe un plano compacto entre el reflejo y la vegetación. Las luces cambian
como en una experiencia impresionista. “La Costanera” permanece para reflejarlo
todo con su ojo atento. Es ella quien nos devuelve al flujo del tiempo, a las
curvaturas mágicas de lo indómito y secreto, con su anatomía de geografía abierta.
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