miércoles, 16 de mayo de 2018

Textos y objetos


Lectura de ver-hacer; sentirás lo difícilmente que
la voy tendiendo ante ti. Trabajo de formularla;
lectura de trabajo: leerás más
 como un lento venir viniendo que como una llegada.
Macedonio Fernández



La escritura se dispone a deslizarse en el espacio, la letra es un lugar y su inmensa materia. Su cualidad real, la de la escritura, es un dispositivo vivo, mucho más, que proyecciones de una mente sobre una hoja en blanco. Desde Platón a Mallarmé, la palabra intenta reencontrarse con las cosas, aproximarse al nombre que las dibuja. Los niños saben preguntar, los poetas pueden intuir, esas dimensiones dislocadas donde los textos son objetos y los objetos el lento devenir de su significado. Para Héctor Libertella, por ejemplo, el libro es un complejo entramado de sentidos donde forma, contenido y materia reúnen las condiciones posibles de un mundo significante. En “El árbol de Saussure” la forma vegetal repone el flujo del discurso en varias direcciones, la lógica unidireccional del patrimonio racional se desvanece entre las figuraciones de las hojas, el tronco y las raíces. En la obra de Guillermo Daghero, un trabajo pendular entre las artes visuales y la poesía, la escritura es una herramienta, una maquinaria vital dispuesta para la acción y la experiencia. El libro o las dimensiones materiales de la escritura encuentran un cuerpo real, reponen la exterioridad negada por la planimetría de la lectura convencional. Ese cuerpo, espejo del lector, desde los renglones a la coma, funciona como una batería de instrumentos, en el sentido perfomático que nos permite hacer cosas con el lenguaje sin dejar de crear una versión propia de los aspectos más convencionales de la lengua. De alguna manera consiste en develar y señalar un aspecto vital; la evidencia constructiva de la letra, la literatura y también de su propia historia. Otro hermoso ejemplo es Francis Ponge y su método, que al contrario del propuesto por Descartes, el de la desconfianza sistemática de los sentidos en detrimento de las definiciones, el poeta se pone del lado de las cosas, especialmente, de los objetos simples. Un juego de relaciones entre textos y objetos aparecen entre líneas en la obra de Daghero; una mirada que nos obliga a replantear, a cada instante, la naturalización de nuestras más estimadas conformidades pero, al mismo tiempo, propone un aspecto lúdico y nos invita a la maravillosa experiencia de habitar, entre objetos, nuestro habla.          



El desierto adentro



Un texto clásico, una maravillosa obra literaria de Gustave Flaubert, “La tentación de San Antonio” se desarrolla en el inmenso desierto de Tebaida (al sur de Egipto). San Antonio se desliza, en soledad, por esos páramos infernales descubriendo las más aterradoras y alucinantes pesadillas; afuera no hay más que extensiones de arena, adentro un mundo de cosas extrañas y extravagantes que se gestan. En la tensión de esos dos espacios, exterior e interior, emerge un tercer lugar donde el individuo logra convertir lo que es, en lo que hay: la conciencia como paisaje. La obra de Cecilia Mandrile “El Desierto Adentro” podría establecer una conexión directa con el indispensable texto de Flaubert, sobre todo con la interesante operación de experimentar el espacio como deseo y proyección. Cecilia Mandrile desembarca en el desierto de Wadi Rum en Jordania con dos misteriosos muñecos, que serán instalados en esa geografía infinita. Las fotografías que nosotros contemplamos son el vestigio de un encuentro de esas corporalidades austeras en un sitio sugestivo y colmado de signos; los muñecos devienen otros, seres parlantes en el pronunciado silencio del desierto. Ellos no tienen rostros, como en las fantasías pecaminosas de San Antonio, debemos proyectar para ellos una máscara, la huella que los define. En el desierto, cuando se apaga el tintineante espectáculo del mundo actual, los rostros modelan un tiempo distinto, lo que va y viene por nuestras mentes ilumina sus ojos, reflejándonos. Todo, en la obra de Cecilia Mandrile, tiende a la escenificación, un pequeño teatro a escala humana donde las tensiones psíquicas y emocionales protagonizan cada acto. Las variaciones de “El desierto adentro” figuran a diferente escala; en las fotografías, realizadas en las magnitudes de Wadi Rum, a modo de diario y en el derrotero de objetos personales y familiares modificados e instalados. Nuevamente, el afuera más lejano y el adentro más íntimo se reencuentran en las dimensiones de la obra para convertirlas en el testimonio de un viaje solitario y meditativo, en constante movimiento. La historia de cada objeto intervenido, su disposición actual y su valor simbólico operan como estaciones en el espacio y tiempo transitado, circular, entre la conciencia infinita del adentro y las variaciones disponibles del inmenso mundo.









   

Un espacio como éste



El pensamiento de occidente se afianzó en la intensidad de su propia forma, en el desarrollo de categorías cognitivas como el tiempo y el espacio que devienen un sistema de mundo. En el origen esas formas coincidían con un dibujo, una retícula o cuadricula, la ciencia y la religión moderna admitieron su adecuación y validez. La definición, de aquellas categorías fundantes, pretendía pureza y abstracción; un tiempo lineal y un espacio sin relaciones, vacío y mental. Las analogías entre el dibujo, el espacio y el pensamiento atraviesan todas las variantes analíticas desde el origen de la representación, por ejemplo, las cartografías renacentistas, la ética demostrada según un orden de geométrico de Spinoza, la ciencia de la lógica de Hegel, los juegos de lenguaje de Wittgenstein y muchos otros. Estas concepciones de espacio tienden a ofrecer la imagen de una generalidad regular, de una mirada omnipresente en la parcela de lo que hay. José Pizarro, en “un espacio como este, propone un experimento multifacético en relación al devenir de lo singular, profanando las nociones establecidas. La fuga inicial señala un reducto donde el cuerpo deja su huella, al mismo tiempo que imprime sobre su propia piel el registro ontológico del espacio; cuerpo y espacio se confunden y agrietan disimulando, inclusive, su propia experiencia originaria. Pizarro advierte la implicancia necesaria del pensamiento en el arte, la paralela construcción de un programa visual que contiene el sentido provisorio de una cultura y su cosmovisión. En “Desdibujar”, instalación poética que integra el corpus de “Un espacio como este”, abre el indeterminado corazón del acontecimiento. Las sombras, el silencio, lo monstruoso adquieren una dimensión propia en la materia dibujada, el presente encarna una unidad interior que no puede ser expresada en términos de método causal, los efectos ya no pertenecen a su fin. Lo dibujado siempre excede lo concluyente y se expande en los márgenes antropológicos del papel, en los pliegues de un tiempo propio; lo dibujado se escabulle, escribe, avanza sin rumbo y en el vaivén circular de lo carnal y lo soñado, explota. El mundo real es una extraña anomalía de signos incesantes, la acción de clasificar y ordenar traza los indicios de una racionalidad compartida y eficiente pero más allá de esas geografías pautadas “Un espacio como este” percibe las voluptuosas coordenadas de lo primitivo, el ritual acalorado del dibujo. Así, hechizada el habla verborragica del dibujo traduce una imagen cuya silueta aparece y desaparece como un rayo en medio de la tormenta, en el reflejo invertido del espejo, que es un ojo y es una lengua.



Gemmatio. La práctica de la persistencia




Las formas se repiten en preciosas secuencias y en ese acto vital se reproducen, denotando el ritmo de lo diferente y lo semejante, en un mundo que acontece emancipándose. En un primer registro, en el inicio de la huella que dará fuerza a la evolución y deviene modelo, consideramos orígenes diversos. La compleja condición de arquetipo nos repone a un imaginario de estratos y fisuras; lo visible y lo invisible, el pasado y el futuro. Lo que aparece, entonces, es aquello que persiste bajo el sol, las sustancias orgánicas de la naturaleza, la geografía con su memoria planetaria. Lo que subyace es nuestra tendencia a la predicción y a la probabilidad, cuando concedemos a lo que conocemos categoría de verdad. Así es como confiamos en el ciclo de los días y las noches, en la contingencia estacional de las flores y las hojas o en la sólida resistencia de las piedras, sin embargo, no todo depende de las garantías de la ciencia y su incansable catálogo de afirmaciones. Otros principios asisten nuestras creencias, algunos de ellos mágicos, otros inventados, muchos íntimos y recurrentes. En Gemmatio. La práctica de la persistencia, la obra de Noel Toledo Gonzo, el equilibrio entre estos afluentes restituye un ritmo manifiesto en los objetos, dibujado en la materia, en un diseño pensado o soñado para sostener el mundo. Así, el deseo y los signos se condensan en organismos de tendencia voluptuosa conocidos como cnidarias (principalmente marítimos, incluyendo medusas y algunos corales)  a partir de las cuales sus creaciones biomorfas se extienden. En una clásico de la antropología “La vida de los Selk´Nam” Anne Chapaman  nos cuenta que en cada amanecer las mujeres Onas cantan al sol para que él despunte su luz, a lo largo del día. Ellas encarnan en sus cuerpos el orden y la regularidad, lo establecido es una mera ficción de horas para luego sumergirse en el misterioso vaivén de lo inestable. En las gemas anudadas de Toledo Gonzo se recompone el canto, el ritual necesario para conceder a lo que existe su continuidad: persiste ella doblegando las formas, persiste el mundo engendrándolas. Esos pequeños átomos epicúreos son evidentes “biomorfismos” pero también “biografemas”, es decir, escrituras fragmentadas de un yo que, en este caso, se entrega a la búsqueda de comportamientos formales y extraños. Parafraseando a Lezama Lima cuando dice si no hay poesía no hay historia nosotros decimos si no hay poesía no hay biología, más aún, sin ella perdemos lentamente nuestro ruego musical necesario y persistente para los rayos de cada amanecer.  











La métrica y la lágrima




Al final de su maravilloso libro “Vigilar y castigar” Michel Foucault reúne una serie de gráficos tan sugerentes y didácticos que nos ponen inmediatamente al corriente del sentido general de su estudio. En particular, la última lámina muestra un árbol encorvado e irregular sujeto de manera violenta a un erecto tronco o padrino, abajo leemos “La ortopedia o el arte de prevenir y de corregir en los niños las deformidades corporales”. Es extraño y tremendo ese arte de enderezar, de obligar a los cuerpos a coincidir con una morfología determinada, ya sea un niño o un indefenso árbol. Sabemos que esa tendencia es mucho más que una disposición estética; desde el panóptico de Jeremy Bentham hasta las exhaustivas comparaciones de Cesare Lombroso y desde la representación renacentista hasta los actuales cánones de belleza, el cuerpo humano sufre los arrebatos de la ciencia y sus artefactos, sus ansias de control y de poder. En el ensayo fotográfico de Marcos Goymil “La métrica y la lágrima” se descubren las facetas de un experimento que se vivió en carne propia: la experiencia de la corrección física. Dicha práctica, con resabios de trauma se presenta, no sólo como tortura manifiesta, sino también como reflexión en torno a la mirada. En este sentido, el dispositivo fotográfico también vale como “padrino” o corrector de lo que vemos, la mirada se amolda a las coordenadas implícitas de la máquina. Es importante saber que los aparatos de laboratorio y técnicos son, además de objetos, teorías. El diseño mismo de su dispositivo implica una función de verdad previa, cuando capturamos el mundo imprimimos en él, una perspectiva, un despliegue escenográfico y un propósito estético. En su viaje por la Precordillera argentina, en las provincias de Salta y Catamarca, Goymil descubre un paisaje donde redimir la imagen de sus correcciones resulta factible. Su interés se aleja de lo turístico y de lo etnográfico, más bien, sus recursos son introspectivos y poéticos. Los lugares, captados por él, sucumben en pequeños e indefinidos detalles o en voluptuosos planos texturados, sus escenarios se presentan como inéditas cartografías. En el montaje combinado de artefactos y paisajes se teje un singular lenguaje, un entramado de signos que dibujan un nuevo sistema. Al incluir, en las mismas coordenadas geológicas, las imponentes estructuras geométricas de los objetos científicos y la extensa superficie del suelo montañoso, un único espacio se revela en unidad. La mirada renovada conspira en favor del misterio anulando, sin más, la amenazante carga de la métrica y sus correcciones. Así, Goymil pareciera intuir otra forma de la medición, aquella que coincide con los dichos de Martín Heidegger cuando se refiere a la poesía como la medida necesaria entre dioses y hombres, entre lo invisible y lo visible. Una lágrima, es en este caso, la expresión dedicada a los atropellos de la ciencia pero también la más bella y poderosa prueba material de un exceso, adorablemente, liberador.














Húmedo




Un largo túnel de pliegues barrosos se extiende en la gran sala, la mirada no logra captar la totalidad volcánica que con arcilla, tierra y agua Santiago Lena, lo construyó. La fabricación del objeto no parece cerrarse sobre las dimensiones temporales y espaciales fijadas, en torno, a las cuales todo objeto se cierra. El túnel o caverna permanece abierto a las modificaciones circunstanciales y a la actividad de riego sistemático que Lena propicia a su gigantesca grieta de barro. De todas maneras, no sólo permanece abierto por razones prácticas y orgánicas como la constante transformación de su materialidad lo sugieren sino especialmente por su contextura simbólica y poética. Cuando avanzamos, en el lugar de la exposición, descubrimos el interior visceral de esa corporalidad extraña tendida sobre una mesa de madera. Aunque la analogía pueda refutarse por caprichosa tuve con “Húmedo” una sensación similar a aquella provocada por las Venus médicas que, Georges Didi-Huberman reproduce en “Venus Rajada”. Un interior blando y orgánico que propicia fantasías táctiles, sensuales, y despierta el pensamiento en los lindes de una materia creadora, en un origen de pulsiones y deseos.
A pesar de su formato visiblemente científico, un pequeño mundo artificial donde plantas, arácnidos y hongos crecen, la obra predispone al espectador para sensaciones aún más arcaicas, a una emancipadora conciencia pre-racional como cuando, por ejemplo, nacemos. Pienso en el interés de Lena por “La caverna de los sueños olvidados” el documental de Werner Herzog e imagino que coinciden en esa humedad primordial; la que mantiene viva la gran grieta de Lena y la que conserva intactos los dibujos de una humanidad lejana en Herzog. Cuando nos encontramos en el exterior, en el aire contaminado de la intemperie, en el curso de un tiempo y sus formas, la humedad ancestral desaparece. La humedad y su tierna corporalidad necesitan estar protegidas pero al mismo tiempo permeables a la abertura. En ese intersticio de tensiones y contracciones es que el nacimiento siempre sucede, retornando a la caverna y sus pliegues ancestrales.
¿Qué intenta hacer Lena cuando riega día tras día durante meses esa fisura de tierra? Además de esperar la aparición sorpresiva de un brote vegetal o la incipiente revelación de un insecto, pretende no olvidar las condiciones inconscientes de su propio nacimiento pero también algo mucho menos concreto y probablemente más vago: las fases uterinas, su propia estadía la humedad más vital. En un hermoso libro “El origen de la danza” Pascal Quignard escribe. “Todos tenemos una experiencia de las sombras, de la vida oculta: hemos sido arrojados fuera de la madre por su agujero.” La danza retorna aquellos estados sin lenguaje o donde el lenguaje no es determinación sino abertura, corporalidad y quiasmo. Regar sería, entonces, la danza restauradora, de la humedad originaria que se replica en la grieta, en el barro y en la caverna de los sueños que, a veces, olvidamos pero que nunca logramos definitivamente clausurar.
La exposición curada por Adriana Carrizo también plantea un recorrido por otras singulares piezas de Lena, un conjunto de recipientes irregulares por dentro y cúbicos por fuera, donde también el agua es resguarda, la memoria en el flujo persistente del agua.