Por culpa del viento de fuego que penetra en su
herida, en ese
instante, Tu Mano traza un ancla y ni una cruz en mi
cabeza.
Héctor Viel Temperley
El paisaje se
presenta como una inscripción, una señal gráfica, la huella de un mensaje, revelando
las coordenadas de un estado de cosas, un suceso. La composición organizada de
árboles, piedras, montañas y animales no es necesaria y, simplemente, un
artilugio de belleza contemplativa; una organización armónica y equilibrada. Su
imagen, compone infinitas formas caligráficas que, dan cuenta de una potencia
latente en los escombros del mundo, entre el hombre y la naturaleza, en el
corazón de lo vital.
La relación
se presenta en términos de una pregunta que, en sombras de materia reptante,
imprime nuevos nexos entre lo humano y el mundo. Las señales, vienen entre restos
de bosques y plantas que, se dispersan en el aire, “Me lo dijo un viento”
admite Alejandro Nazrala, en su serie de dibujos[1] y
tintas con grafito y cenizas. En este sentido, no sólo existe una huella en el
papel que, se presenta como testimonio exhausto de lo que, lentamente
desaparece, sino que también hay una voz, la frecuencia del viento.
Las sierras
de Córdoba, el cordón gigantesco de rocas, yuyos, ríos y arboledas nativas que,
rodean la ciudad tiene, además, de una imagen, una voz. La voz del trueno y la
lluvia que apaga el fuego y hace florecer las verbenas al costado de la ruta. Los
valles poblados de seres e historias emiten sonidos de la fuerza que se mueve
con ellos. El viento, admite Nazrala, cómplice de una narrativa esencial recoge
en la dicción volátil de su anatomía, el mensaje.
Es una voz impura,
trae aullidos de un bosque que se incendia; el viento furioso de cenizas
traduce una lengua antigua que, ha nacido con él, y la despliega en la fuerza inmemorial
de sus torbellinos. Sin embargo, esa elocución de fuego en el bosque oscuro, no
es la de cualquier viento sino, la de “un viento”, es decir, es la versión
singular de una definición general. No es el viento de la ciencia o la
meteorología, es más bien, el de la poesía y la alquimia. Nos dice el poeta
entrerriano Juan L. Ortiz:
-
El viento llora, padre…
-
Si, alaridos como de vidrio…
-
Sin nadie, padre…
-
¿Igual que caminos, solos, de piedra?
-
¡Entro el viento, ay, padre, como silba
-
¿Dónde terminaran los silbidos, dónde?
-
¿Es otro padre el viento, ay, fuerte, que me lleva
a
sus arenas, amarillas, hundidas?
-
Hundidas en una ausencia demasiado larga
y
lastimada…
-
¿Y qué es la ausencia, padre?
-
El viento es un alma, hijo, desesperada…
El viento y
el alma, una expresión poética que acontece en su propia luz verdadera, el
viento es el alma de los bosques nativos, es la liviandad misma recorriendo y
reconociendo cada brote que nace en él. El viento silva fuerte, llega desde un
lugar a otro arrasando con las partículas, pero también con grandes
construcciones, de lo minúsculo a lo enorme, el viento mueve el mundo.
El viento que,
Nazrala escucha, es esa alma desesperada de Juan L. en este, sentido y como
decía antes, es una voz impura, porque el viento recoge las cenizas del bosque
calcinado para convertirla en alfabeto. Así, irrumpe en la frontera entre lo
humano y lo natural para dar cuenta de las implicancias mutuas entre esos
mundos, es el alma que desesperada anuncia las heridas de la tierra.
Reconoce,
también Nazrala, que en ese dialogo con la materia del paisaje lo roto del
mundo. En este punto, es interesante, traer a Donna Haraway cuando escribe:
Las urgencias tienen otras temporalidades, y estos
tiempos son los nuestros. Estos son los tiempos que tenemos que pensar, estos
son los tiempos de urgencias que necesitan historias.
La historia
de los dibujos de Nazrala es la de imaginar que, la voz de un viento, trae
palabras de cenizas en las noches interminables de incendios, para diseñar
nuevas imágenes de territorios urgentes. El dibujo que, materializa la voz del
tiempo, no es sólo eso, es la grafía impertinente de un alma desesperada que,
en la hoja, graba las figuras extintas, pero, al mismo tiempo, diseña una
memoria ancestral para recomponer lo que se destruye, habitar las sombras es el
proyecto.
En el mismo
sentido, en que, nuevamente Haraway, piensa la necesidad de crear nuevas
configuraciones multi-especies para
habitar un mundo dañado, el artista participa de una conversación necesaria con
el viento.
La tradición
alquímica, por su parte, considera un tipo de viento muy particular,
micro-remolinos en el corazón de las partículas atómicas. Imaginemos, entonces,
el viento de las sierras que trae cenizas y que, a su vez, ellas tienen
pequeños torbellinos en su interior. Un viento de vientos hablando al hombre.
Ese recóndito lugar del viento es creador en el mismo sentido en que, creían
los pensadores de la alquimia, porque mientras los remolinos exteriores son de
un alma desesperada, los que habitan la materia obedecen a un patrón geométrico
y regular. Así, las modulaciones entre una y otra situación, dan lugar, al
ritmo entre el caos del viento exterior y el orden del viento interior. Las
fuerzas opuestas de la materia conducen a la vida, como en antiguas cosmogonías,
aunque esas fuerzas impliquen un ciclo de destrucción. El enigmático William
Blake escribió:
La naturaleza de la infinitud implica que cada cosa
tenga su propio torbellino; cuando un viajero atraviesa un torbellino
semejante, ve cómo éste detrás de él toma la forma de sol o de luna o de
universo de sublimidad astral (…). Así como el ojo humano ve el norte y el sur
abarcar su propio torbellino, del mismo modo la tierra es una superficie
infinita, ilimitada, tal cual aparece al fatigado viajero.
El viento de
las sierras de Córdoba, el huracanado mensaje que, aviva las llamas de la
desidia, emite los sonidos desesperados de todo lo que arde. Ese viento, se
desplaza entre las ramas vivientes de algarrobos, quebrachos, molles y
espinillos con su liviana anatomía de aire y reconoce cada nervadura de las
vegetales, cada recoveco de lo viviente como un oráculo infinito de lo que
existe.
Ese viento
nació con el primer soplido de la creación, su naturaleza sagrada recoge el
mensaje de los espíritus del bosque, con su neutra voz de remolino, reproduce
el canto de los pájaros, el crujido de los insectos, el aullido de los
animales, el zumbido de las abejas trabajadoras, el repiqueteo de la tierra. Esa
es una narrativa posible para librar lo dañado de las narrativas irreversibles.
Todo lo que
el viento escucha tiene vida o mejor dicho es la vida misma que adquiere formas
diversas. En ese exceso que, abruma por su maravillosa extensión y
voluptuosidad, un viento dice.
Eso es, al
menos, de lo que Nazrala intenta hacernos participe, de la idea de que, existe
un lenguaje de la naturaleza y que, a través, de “un viento” podemos
escucharlo. Los dibujos laten en esas coordenadas parlantes, recordando la
agitada lengua del fuego. No son representaciones, son testimonios gráficos de
lo infinito del lenguaje, de todo lo que, en el mundo, tiene algo para decir. Escuchar
y dibujar son actividades que, se complementan porque, justamente, lo
escuchado, lo que un viento dice al hombre, se materializa en los dibujos, sin
ellos el registro del torbellino desaparece.
La cualidad
material de las grafías muestra rasgos en movimiento, un trazo urgente que se desplaza anotando las
visiones encarnadas, las negras curvatura del horizonte calcinado. Son
documentos del viento caminando en las sierras y de los vientos pequeños que
habitan las cenizas; de las cosas que desaparecen y nacen en el límite indeciso
de las especies y lo humano.
En su
diccionario de símbolos Juan Eduardo Cirlot recoge el siguiente significado:
En su aspecto de máxima actividad, el viento origina
el huracán –síntesis y conjunción de los cuatro elementos-, al que se atribuye
poder fecundador y renovador de la vida.
Así, la
recomposición se encuentra alojada en la misma definición, viento es el todo
que se desparrama para reparar lo dañado, ocupándose de lo inminente,
escuchando la extensión indómita de lo huracanado, sin indiferencia.
Algo, ahí
afuera, modula un lenguaje dislocado y precario, quien escucha responde a los
vientos que lo habitan, como si su interior fuera de cenizas, en este mundo
terriblemente herido.
[1] “Dinturas” es la denominación que el
artista piensa para la conjunción manifiesta entre sus dibujos y pinturas.