jueves, 8 de agosto de 2024

Me lo dijo un viento

 


 

Por culpa del viento de fuego que penetra en su herida, en ese

instante, Tu Mano traza un ancla y ni una cruz en mi

cabeza.

 

Héctor Viel Temperley

 

 

El paisaje se presenta como una inscripción, una señal gráfica, la huella de un mensaje, revelando las coordenadas de un estado de cosas, un suceso. La composición organizada de árboles, piedras, montañas y animales no es necesaria y, simplemente, un artilugio de belleza contemplativa; una organización armónica y equilibrada. Su imagen, compone infinitas formas caligráficas que, dan cuenta de una potencia latente en los escombros del mundo, entre el hombre y la naturaleza, en el corazón de lo vital.

La relación se presenta en términos de una pregunta que, en sombras de materia reptante, imprime nuevos nexos entre lo humano y el mundo. Las señales, vienen entre restos de bosques y plantas que, se dispersan en el aire, “Me lo dijo un viento” admite Alejandro Nazrala, en su serie de dibujos[1] y tintas con grafito y cenizas. En este sentido, no sólo existe una huella en el papel que, se presenta como testimonio exhausto de lo que, lentamente desaparece, sino que también hay una voz, la frecuencia del viento.

Las sierras de Córdoba, el cordón gigantesco de rocas, yuyos, ríos y arboledas nativas que, rodean la ciudad tiene, además, de una imagen, una voz. La voz del trueno y la lluvia que apaga el fuego y hace florecer las verbenas al costado de la ruta. Los valles poblados de seres e historias emiten sonidos de la fuerza que se mueve con ellos. El viento, admite Nazrala, cómplice de una narrativa esencial recoge en la dicción volátil de su anatomía, el mensaje.

Es una voz impura, trae aullidos de un bosque que se incendia; el viento furioso de cenizas traduce una lengua antigua que, ha nacido con él, y la despliega en la fuerza inmemorial de sus torbellinos. Sin embargo, esa elocución de fuego en el bosque oscuro, no es la de cualquier viento sino, la de “un viento”, es decir, es la versión singular de una definición general. No es el viento de la ciencia o la meteorología, es más bien, el de la poesía y la alquimia. Nos dice el poeta entrerriano Juan L. Ortiz:

 

-          El viento llora, padre…

-          Si, alaridos como de vidrio…

-          Sin nadie, padre…

-          ¿Igual que caminos, solos, de piedra?

-          ¡Entro el viento, ay, padre, como silba

-          ¿Dónde terminaran los silbidos, dónde?

-          ¿Es otro padre el viento, ay, fuerte, que me lleva

a sus arenas, amarillas, hundidas?

-          Hundidas en una ausencia demasiado larga

y lastimada…

-          ¿Y qué es la ausencia, padre?

-          El viento es un alma, hijo, desesperada…

 

El viento y el alma, una expresión poética que acontece en su propia luz verdadera, el viento es el alma de los bosques nativos, es la liviandad misma recorriendo y reconociendo cada brote que nace en él. El viento silva fuerte, llega desde un lugar a otro arrasando con las partículas, pero también con grandes construcciones, de lo minúsculo a lo enorme, el viento mueve el mundo.

El viento que, Nazrala escucha, es esa alma desesperada de Juan L. en este, sentido y como decía antes, es una voz impura, porque el viento recoge las cenizas del bosque calcinado para convertirla en alfabeto. Así, irrumpe en la frontera entre lo humano y lo natural para dar cuenta de las implicancias mutuas entre esos mundos, es el alma que desesperada anuncia las heridas de la tierra.

Reconoce, también Nazrala, que en ese dialogo con la materia del paisaje lo roto del mundo. En este punto, es interesante, traer a Donna Haraway cuando escribe:

Las urgencias tienen otras temporalidades, y estos tiempos son los nuestros. Estos son los tiempos que tenemos que pensar, estos son los tiempos de urgencias que necesitan historias.

La historia de los dibujos de Nazrala es la de imaginar que, la voz de un viento, trae palabras de cenizas en las noches interminables de incendios, para diseñar nuevas imágenes de territorios urgentes. El dibujo que, materializa la voz del tiempo, no es sólo eso, es la grafía impertinente de un alma desesperada que, en la hoja, graba las figuras extintas, pero, al mismo tiempo, diseña una memoria ancestral para recomponer lo que se destruye, habitar las sombras es el proyecto.

En el mismo sentido, en que, nuevamente Haraway, piensa la necesidad de crear nuevas configuraciones multi-especies para habitar un mundo dañado, el artista participa de una conversación necesaria con el viento.

La tradición alquímica, por su parte, considera un tipo de viento muy particular, micro-remolinos en el corazón de las partículas atómicas. Imaginemos, entonces, el viento de las sierras que trae cenizas y que, a su vez, ellas tienen pequeños torbellinos en su interior. Un viento de vientos hablando al hombre. Ese recóndito lugar del viento es creador en el mismo sentido en que, creían los pensadores de la alquimia, porque mientras los remolinos exteriores son de un alma desesperada, los que habitan la materia obedecen a un patrón geométrico y regular. Así, las modulaciones entre una y otra situación, dan lugar, al ritmo entre el caos del viento exterior y el orden del viento interior. Las fuerzas opuestas de la materia conducen a la vida, como en antiguas cosmogonías, aunque esas fuerzas impliquen un ciclo de destrucción. El enigmático William Blake escribió:

La naturaleza de la infinitud implica que cada cosa tenga su propio torbellino; cuando un viajero atraviesa un torbellino semejante, ve cómo éste detrás de él toma la forma de sol o de luna o de universo de sublimidad astral (…). Así como el ojo humano ve el norte y el sur abarcar su propio torbellino, del mismo modo la tierra es una superficie infinita, ilimitada, tal cual aparece al fatigado viajero.

El viento de las sierras de Córdoba, el huracanado mensaje que, aviva las llamas de la desidia, emite los sonidos desesperados de todo lo que arde. Ese viento, se desplaza entre las ramas vivientes de algarrobos, quebrachos, molles y espinillos con su liviana anatomía de aire y reconoce cada nervadura de las vegetales, cada recoveco de lo viviente como un oráculo infinito de lo que existe.  

Ese viento nació con el primer soplido de la creación, su naturaleza sagrada recoge el mensaje de los espíritus del bosque, con su neutra voz de remolino, reproduce el canto de los pájaros, el crujido de los insectos, el aullido de los animales, el zumbido de las abejas trabajadoras, el repiqueteo de la tierra. Esa es una narrativa posible para librar lo dañado de las narrativas irreversibles.

Todo lo que el viento escucha tiene vida o mejor dicho es la vida misma que adquiere formas diversas. En ese exceso que, abruma por su maravillosa extensión y voluptuosidad, un viento dice.

Eso es, al menos, de lo que Nazrala intenta hacernos participe, de la idea de que, existe un lenguaje de la naturaleza y que, a través, de “un viento” podemos escucharlo. Los dibujos laten en esas coordenadas parlantes, recordando la agitada lengua del fuego. No son representaciones, son testimonios gráficos de lo infinito del lenguaje, de todo lo que, en el mundo, tiene algo para decir. Escuchar y dibujar son actividades que, se complementan porque, justamente, lo escuchado, lo que un viento dice al hombre, se materializa en los dibujos, sin ellos el registro del torbellino desaparece.

La cualidad material de las grafías muestra rasgos en movimiento, un trazo urgente que se desplaza anotando las visiones encarnadas, las negras curvatura del horizonte calcinado. Son documentos del viento caminando en las sierras y de los vientos pequeños que habitan las cenizas; de las cosas que desaparecen y nacen en el límite indeciso de las especies y lo humano.

En su diccionario de símbolos Juan Eduardo Cirlot recoge el siguiente significado:

En su aspecto de máxima actividad, el viento origina el huracán –síntesis y conjunción de los cuatro elementos-, al que se atribuye poder fecundador y renovador de la vida.

Así, la recomposición se encuentra alojada en la misma definición, viento es el todo que se desparrama para reparar lo dañado, ocupándose de lo inminente, escuchando la extensión indómita de lo huracanado, sin indiferencia.

Algo, ahí afuera, modula un lenguaje dislocado y precario, quien escucha responde a los vientos que lo habitan, como si su interior fuera de cenizas, en este mundo terriblemente herido.

 





[1] “Dinturas” es la denominación que el artista piensa para la conjunción manifiesta entre sus dibujos y pinturas.

Un cielo secreto

 


 

Los relatos cultivan el arte de prolongar la experiencia de la presencia.

Es el arte del ritmo y del paisaje entre varios mundos,

el arte de hacer sentir varias voces. Vacilar, caminar en el medio,

un verdadero medio, no en el de una línea, sino el de líneas múltiples.

Vinciane Despret

 

 

Un mensaje en una carta inaugura una serie de rituales que, se tejen alrededor de una ausencia o, mejor dicho, alrededor de aquello que, en la muerte, se ausenta. La carta escrita en letra minúscula es atesorada, evidentemente, por la destinataria que, otorga a esa delicada ficción narrativa, un carácter ceremonial y sagrado.

En una hoja de cuaderno, el mismo que los niños suelen llevar a la escuela, Julia escribe un epígrafe. En la oracular metafísica de sus versos despliega las coordenadas para una investigación sobre lo que aparece y desaparece, es decir, sobre lo visible y lo invisible. El cuerpo queda en la tierra. El alma se va al cielo. Los angostos renglones de la hoja apenas pueden sostener la anatomía ondulante de sus alegres y coquetas letras. Letras que, en su combinatoria precisa disponen para el lector curioso y entrometido, una versión extraña y compleja de una larga discusión teológica y filosófica. Sin embargo, la carta, no se presenta con la voz de quien quiere imponer una verdad sino, más bien, al contrario, como un mensaje unívoco de una abuela a su nieta, Soledad. La privacidad es tan contundente que, la materia blanca del papel, exhibe las huellas de su propia introspección; doblada en cuatro partes para esconder en el interior de esa arquitectura precario el mensaje o conjuro. Ese origamis casual del pliegue dibuja para el ojo lector una composición entre verticales y horizontales que, se superponen en un centro. Ese paisaje abstracto, entonces, creado por la dimensión perfomática, se añade al mensaje conceptual de la abuela, aunque ambos se abrazan en la dimensión afectiva. Resulta impresionante leer a la abuela distinguiendo el cielo de la tierra y observar, al mismo tiempo que, las manos lo reiteran y trazan, sin dudarlo, con un simple gesto.  

Como decíamos, lo que aquí se intenta transmitir no es una verdad científica sino una certeza, una figura limitada a determinado mundo posible donde abuela y nieta comparten un secreto. Sin embargo, lo que Julia afirma contiene una gran cantidad de referencias, un conjunto de significados que se aplican a esos enunciados. En primer lugar, la ya mencionada, distinción entre tierra y cielo, a la que se le suma la división entre cuerpo y alma. Recordemos, lo escrito “El cuerpo queda en la tierra. El alma se va al cielo”. El punto que divide ambos enunciados es, de alguna manera, la línea de horizonte entre el cielo y la tierra. Aunque Julia, nos advierte de una pequeña inversión que, ella misma deja escapar en la epístola familiar, y es que, primero menciona la tierra y luego el cielo; en ese orden dispone los elementos de un paisaje apócrifo, en una escritura que, se garabatea, entre ella y su nieta. En ese oráculo secreto, la abuela susurra a su nieta que, en la tierra, no en mundos abstractos, sino en la materia de donde la vida proviene, lo árboles, las flores y el agua; en esa materia de la cual fueron hechas todas las cosas y de la que los cuerpos participan desde el origen, es donde siempre el cuerpo queda. Es decir, el cuerpo no ira a ninguna parte, el cuerpo queda en la tierra, enredado a las cosas, sin dramatismo, ni exceso de melancolía, el cuerpo queda en la tierra. Sin embargo, ella dice el cuerpo y no mi cuerpo dándonos a entender que, todo cuerpo permanece donde siempre estuvo, así el cuerpo de su madre, y el de la madre de su madre, el cuerpo de su hija, el de su nieta y así, sucesivamente. Allí, en un gran compost pagano, vivos y muertos reunidos en la inagotable fuente terrenal.

El segundo enunciado, fue organizado como reflejo del primero pero, al mismo tiempo como opuesto, en él leemos que, el alma se va al cielo. A diferencia del primero, donde lo que está en la tierra se queda en ella, el alma que también se encuentra en ella, se va. Por otra parte, también sabemos, porque Julia nos lo ha hecho saber que, para que el alma pueda irse, el cuerpo debe quedarse en la tierra, es decir, el cuerpo debe reencontrarse con la tierra donde otros cuerpos se han quedado y esa decisión de quedarse en la tierra, es lo que impulsa al alma a irse. Aunque, habría que considerar un supuesto anterior a todo esto y es que, Julia admite la existencia del alma, un alma que puede irse, quizás no muy lejos, es cuestión de investigar donde queda ese cielo, lo que si sabemos es que, el alma se encuentra en movimiento. De alguna manera, la explicación sería que, el alma se va del cuerpo porque el cuerpo abandona su forma humana, al quedarse en la tierra y volverse materia.

Ahora bien, si el orden de su escritura anunciará, en primer lugar, el alma yéndose, en segundo tendríamos un cuerpo condenado y abandonado, sin embargo, sucede a la inversa. El alma, la cual es constitutiva del ser que delimita ese cuerpo y que, es una con la carne, se retira al cielo, se separa del cuerpo, una vez que el cuerpo deja de serlo. El alma, entonces es un exceso misterioso de ese cuerpo, el soplo sutil y maravilloso que, anima toda facultad singular para convertirnos en individuos, únicos, como Julia y Soledad.  

Al intentar localizar el cielo de Julia siguiendo sus instrucciones oraculares deducimos que se encuentra debajo de la tierra. En ese caso, es bastante factible que, las raíces de la tierra del compost sagrado lleguen a rozar y tocar ese cielo subterráneo e, inclusive, se alimenten de sus minerales profundos y brillantes o beban las aguas claras de lo invisible; escuchen e imiten el lenguaje precioso de las almas viajeras.

Los territorios simbólicos, cargados de una infinita cantidad de seres mitológicos, mágicos y religiosos como la tierra y el cielo se combinan en una delicada línea divisoria, una frágil frontera donde el cielo subterráneo y la tierra celestial, son altamente susceptible de mutua contaminación. Mientras, el cielo cristiano se reconoce como la geografía más inalcanzable, la tierra es la región del cuerpo, inevitablemente, pecador. Por el contrario, en la organización espacial de Julia, la tierra es superior mientras que, el cielo yace en alguna concavidad, en el hueco posterior de esa tierra, en constante transformación. La transformación, en dicho contexto, evoca lo que Emanuel Coccia, define como una metamorfosis: La metamorfosis es a la vez la fuerza que permite que todo viviente se despliegue sobre varias formas de manera simultánea y sucesiva y el aliento que permite que estas formas se conecten entre sí, que pasen una en la otra.

Una abuela, sin querer, con la letra más clara y prolija del amor, invierte el orden establecido para conceder a lo que ama un paisaje secreto. Antes de que, el cuerpo se quede en la tierra y el alma se vaya el cielo, Julia entrega a Soledad a “Solita”, solo a ella, una carta muy precisa, las indicaciones exactas para saber dónde encontrarla. Es muy claro que, ese lugar es una invención entre ellas, no es ni la tierra ni el cielo de los cánones religiosos establecidos, no son las categorías de la ciencia, ni ninguna otra cosa que pueda generalizarse.

La carta, en este sentido, además de ser un mensaje de complicidad y belleza, es un dispositivo de acción para habitar este mundo. En ella, en la carta, no se establecen mediciones temporales, ni condiciones diferenciadas, entre vivos y muertos. Lo que, la carta podría estar diciendo es que, siempre el cuerpo tiende a quedarse en la tierra y que el alma siempre busca lo celestial. Es decir, que esa tensión entre cuerpo y alma serían potencias y fuerzas instaladas en nuestra propia condición vital. La escritura, últimas palabras de la abuela a su nieta, remite a un segundo nivel de búsqueda, ese lugar donde tierra y cielo invierten su ubicación, es parte del proceso vital y no su culminación. Es un medio para encontrarla y seguir haciéndole preguntas, tal como escribe Vinciane Despret en “A la Salud de los Muertos”: …abordar la pregunta de manera tal que no se pierdan de vista ni a los vivos ni a los muertos, es aprender a seguirlos o a encontrarlos a través de lo que une, de lo que los mantiene juntos.

Es, en la tierra donde todos los cuerpos se encuentran, incluyendo recuerdos y vestigios de materia en el devenir vital. Así, los vivientes pueden abrirse a la muerte para comprender que, en ella, la vida es lo que es, otorgando a los muertos esa capacidad de transfiguración para que, en la materia, se hilvanen como en un collar de perlas, lo visible y lo invisible, reunirlo alrededor del cuello, llevarlo en el cuerpo.

La carta de la abuela Julia se constituye en el epicentro de un proyecto que, se despliega entre diversas imágenes, donde los vestigios del cuerpo en la tierra y el alma en tránsito, se materializan alrededor de lo cotidiano.

Las imágenes de Soledad incorporan, de alguna manera, la cartografía espiritual de Julia, porque se organizan alrededor de un punto de tensión, en el centro de la escena visual, un espacio que, descubre para la mirada, la espacialidad de la carta. Un hueso sobre un sofá, un perro de porcelana roto, una piedra sobre un cielo oscuro, una rosa en su jardín y una cama donde la luz de la ventana abierta cae sobre un cuerpo tapado. El ojo de Julia, también, aparece en esa colección de formas, en el compost de lo visible.  

Por último, una pintura de una niña y su abuela tomadas de la mano, dan la espalda al espectador, mientras observan un animal, un perro, sobre el fondo de la escena un cielo estrellado, las estrellas llueven al interior del perro, animadas por el movimiento de lo misterioso y lo inexplicable. De alguna manera, ellas, abuela y nieta, espían a través de la noche una escena originaria, como un teatro de sombras donde las cosas replican el nivel más sutil de su existencia. La niña lleva un juguete en la mano, los objetos pueden ser portales, las estrellas abren con su luz los cuerpos, se mezclan, se despiden y se vuelven a encontrar. En el paisaje, en el mundo de los vivos y de los muertos, en el laberinto de la materia.  

 

 







 

La Costanera

 

La Costanera

Silvina Sazunic

 

 

I. Un fondo hipnótico

 

Poetizar es el propio

dejar habitar.

Martin Heidegger

 

Silvina Sazunic viaja desde Londres a Buenos Aires y durante su estadía que, se prolonga por cuestiones personales, desarrolla un proyecto fotográfico “La Costanera”. En realidad, una narración polifónica entre fotografías, textos y la perfomance experiencial que, sostiene esa relación entre ella, cámara fotográfica y quienes fueron   retratados. Transcurre el año 2001 en la ciudad, hito social y político por la crisis económica que atraviesa al país. En ese contexto, el encuentro entre desconocidos entregados al acto de la mirada y la escucha, se torna fraterno y poderoso. Esos meses, donde las estaciones, se suceden para mostrar diferentes paisajes sobre el fondo hipnótico de piedra que prolonga las historias, Sazunic estimula la imaginación con una cámara analógica. Las fotos fueron tomadas con el cuidado de lo irreversible, cada haz de luz sobre la emulsión fotosensible no puede borrarse, porque ya hirió, de alguna manera, la materia para siempre. A diferencia, de los dispositivos digitales, con lo analógico, no es posible captar numerosas imágenes y luego elegir entre los remanentes que, cierto azar desprevenido, capturó. Por el contrario, en este caso, los dos trayectos de ese viaje al corazón de lo visible, se dan en simultaneo: tomar la fotografía y elegir la expresión exacta, se corresponden con lo fotográfico.

Sazunic ejerce la persistencia y la atención para captar el gesto y el momento preciso en que, el otro aparece frente a ella, o mejor dicho con ella, en esa dimensión a orillas del Río de la Plata. En “La Costanera” ese sitio cargado de historias.

El sistema analógico funciona, en este sentido, como una definición mágica porque revela lo indefinible, lo imperceptible a simple vista, ciertas versiones de lo oculto que merodean y nos rodean. Sin embargo, y al mismo tiempo, en la trama tecnológica del artefacto se encuentra a disposición una clave existencial, en este caso, la premisa de que, el ser es una medida en lo ilimitado. Heidegger, escribió que los humanos habitamos poéticamente el mundo, esa poesía que nos define en tanto ser, es para el hombre y la mujer moderna la única medida posible para revelar lo sagrado. La poética, entonces, de “La Costanera” se funde con los recursos técnicos en un mismo acto, la mirada, el paisaje y el tiempo se reconocen como morada del ser.

 

II.  Un espacio de ofrendas  

 

El proyecto “La Costanera” no se compone únicamente de fotos, pero es con la potencia de los retratos que la obra, se emancipa hacía las palabras. Cada cuerpo se encuentra acompañado por un relato propio, algunos parecen venir desde los ojos, otros desde las manos, hablan con el cuerpo. Por momentos, las historias son confesiones, expresiones de deseo o dan cuenta de sucesos recientes, algo que acaba de suceder. En esta dimensión confidencial y afectiva, es donde “La Costanera” se convierte en un altar, en un espacio de ofrenda.

Los textos podrían ser intercambiables, lo son en algunos casos. Algunos testimonios son reales, otros son ficticios, otros vienen de otro tiempo y otro cuerpo, pero todos coinciden en un punto, más allá, de la verdad donde la luz de la revelación todo lo mezcla y lo transforma. Una voz única, particular o artificial, ya no importa tanto, si interesa que, coincida con el fulgor de ese cuerpo y de esa experiencia.

El paisaje, el río fundacional, el tiempo en el ritmo del agua que se agita inmemorial, se transfigura frente a la cámara. Es, ahí, cuando las piedras se vuelven a la vida, en la escucha de las voces mortales.

Las piedras macizas y perennes del muro no sólo contienen ese río que, crece inconmensurable y que, se abre al mar, inundando las costas, sino que, además retiene las morfologías iridiscentes de sus transeúntes. Establece, entre la naturaleza y el hombre, un artificio para reflexionar y descansar, una dimensión de lo urbano donde lo humano recala hacia su propia interioridad.

Cada retratado, del cual suponemos una biografía, exhibe su potencial narrativo abrazándose a un “aquí y ahora”, más allá, de lo humano, porque el relato es con esas piedras, ligado a esa vida inmóvil del muro. Cada narración desprevenida, implica al paisaje y a la arquitectura, en un nudo rítmico de diseño ancestral, entre lo inorgánico y lo orgánico. Un diálogo que, organiza su propio devenir en un acto colaborativo entre hablantes, dando voz a las imágenes y oídos a los muros.

 

 

 

III. Un portal cuántico

 

Los veo venir lenta, muy lentamente:

¿y no hago esfuerzos por apresurar su llegada cuando

escribo de antemano los auspicios bajo los que les

veo nacer y los caminos por los que les veo venir?

Friederich Nietzsche

 

Las personas retratadas sobre “La Costanera”, locación primordial, conocida y reconocida por la mayoría, se encuentran implicadas, fenomenológicamente con ese espacio. Lo que las fotografías de Sazunic logran captar no es una simple relación transitoria sino, más bien, una revelación existencial. Cada fotografiado se vuelve hacia los otros, habitantes de una dimensión desconocida, entregados al tiempo inadvertido de sus miradas. Por esa razón, es que la imagen tiende a abrirse como un portal cuántico tanto a nuevas experiencias como a nuevas miradas actualizándose entre los pliegues de un tiempo propio. Los espectadores, quienes contemplan las imágenes, son parte de un presente posible y de un futuro extrañado, fuera de foco, pero se reconocen en la disolución fantasmagórica como herederos de una historia.  

En el relato aparecen amigos, amores, esos mismos amores que ya no están, la infancia, el deseo de ser otrxs, una mascota adorada, hijos, hijas, padres y madres, el recuerdo imperioso que los refleja siendo otros y ellos mismos, singulares y únicos. En la narración una bocanada de luz se abre paso entre las sombras y sobre el rastro ciego de melancolía, el muro gris de piedra filtra las emociones de nosotros humanos demasiado humanos.

 

 

IV. Un efecto pictórico y sensual

 

Es interesante detenerse, en el repertorio de gestos que ofrece “La Costanera”, el lenguaje corporal que produce otra narrativa, superpuesta a la oralidad y la escritura. El gesto, como una fisura en el tiempo lineal, desdibuja las determinaciones del lenguaje y que, en su compleja geografía, no sólo incluye el movimiento del cuerpo sino, también, la cabellera indómita, las texturas y colores, los ornamentos y las prendas que, cubren el cuerpo como una segunda piel.

La ropa de cada retratado, los pliegues de esas telas sobre los pliegues de la piel producen un efecto pictórico y sensual. Los detalles desapercibidos que, se cuelan en los movimientos configuran tramas de materia oculta, una huella del misterio. Los pliegues de la ropa imprimen vitalidad a esos cuerpos detenidos en las inmediaciones del lente. Cada rugosidad indica que, esos cuerpos no son monumentos, que serán inmortalizados por la fotografía, porque ese “hay” y ese “ahora” que configura las coordenadas de la piel, indican la absoluta presencia de un cuerpo vivo.

Por otro lado, las prendas ofrecen rastros de una época, nos indican sobre el día, el cielo, el clima. Dicen de donde viene, transparentan la noche donde se cuela el deseo, transitan el engranaje de lo cotidiano, acarician la fiesta y la tragedia. Aby Warburg popularizó la idea de que “Dios habita en el detalle”. En sus inabarcables relaciones imaginarias, entre rastros de algunos tiempos inmemoriales y otros más cercanos, detectó que pliegues, flores, viento, rayo y serpiente no son meros decorados. Traen consigo, el volcán primitivo de los hombres que temen y sueñan, de las incesantes luchas con los gigantes desconocidos de la psique y de la historia.

Los gigantes y los detalles, todos paseando desprevenidos por los muros porosos y enigmáticos de “La Costanera”.

 

V. Los guardianes de los cuerpos

 

La historia del Tierra es una historia del arte,

experiencia artística eterna. En este contexto, cada especie

es a la vez el artista y el curador de las otras especies.

 E inversamente, cada especie es su vez una obra de arte y

 una perfomance de las especies cuya evolución representa.

Emanuele Coccia

 

“La Costanera” inventa un paisaje, un volumen de piedras y cemento que, traza una línea explícita entre el cielo y la tierra. Una frontera que imprime al mundo una relación atmosférica con las nubes; el horizonte, en esas inmediaciones, cambia siempre de intensidad. Las fotografías, revelan un fondo hechizado en blanco y negro, sin embargo, los tonos se perciben con fuerza y contraste en cada una de las imágenes. Todos los cielos son distintos como los rostros, los ojos y las manos.  

Entre el cielo y el muro geométrico y arquitectónico de “La Costanera”, se advierten diferentes versiones de espacios verdes, árboles, arbustos o plantas más pequeñas que, aparecen a la vista. Frente a la máquina de fotografía que, captura con cierta inmediatez la imagen, el árbol estuvo años para convertirse en esa majestuosa forma vegetal. Hojas, ramas y espinas regulan la naturaleza como guardianas de los cuerpos, como pares de la vida inmensa que, se posa, transitoriamente en la tierra.

En muchas fotos resulta impresionante como despunta una armonía entre la figura y el fondo. Es probable, que esa armonía, en realidad, sea fruto de una unidad prevaleciente entre hombres y naturaleza, restituyéndose en la imagen para dejar de ser, por fin, figura y fondo. La unidad se vuelve sobre sí misma, dejando hablar a los cuerpos que miran el tiempo y sus brisas lejanas.

Cada variación celeste es, también, una lengua. La lengua de las nubes y sus gotas de lluvias, la señal de las tormentas en el cielo, el rayo de Zeus, las constelaciones que, con suerte, volveremos a divisar nocturnas, las fases de la luna. Todo lo que, el cielo, es.

 

VI. Audacia y poesía

 

Todo está ahí: devenir real.

Y devenir real es devenir legítimo,

es ver su existencia corroborada,

consolidada, sostenida en su ser mismo.

David Lapoujade

 

El proyecto “La Costanera” es, entre otras cosas, un dispositivo para pensar tipos de existencias. Un tipo de “existencia menor”, en el sentido en que las define David Lapoujade, un muro que contiene las desmesuradas del agua y las desmesuras de las pasiones. Una separación que, une con audacia y poesía, los límites de mundos diversos para conceder a las historias la fuerza de un designio.

Las fotografías de “La Costanera” muestran un cuadro alrededor de los retratados como si el paisaje quisiera abrazarlos, salvarse de los estragos mercantiles y turísticos, para descubrir otros relatos posibles. Las fotografías insinúan esas búsquedas haciendo del lugar un sujeto y ya no un objeto para el entrenamiento.   

Las personas que vemos en esas fotos han sido reveladas hacía nosotros en ese horizonte que, se constituye sobre “La Costanera”, un espacio que ha sido humanizado.

¿Cómo ven los ojos grises de la costanera, que fotografías tomaría desde esa orilla costera? ¿Cómo siente cada dedo, cada cadera que, se apoya en los bordes gastados de su cuerpo de piedra?

Hay días donde los arbustos de atrás se reflejan en el agua, otros más oscuros donde se percibe un plano compacto entre el reflejo y la vegetación. Las luces cambian como en una experiencia impresionista. “La Costanera” permanece para reflejarlo todo con su ojo atento. Es ella quien nos devuelve al flujo del tiempo, a las curvaturas mágicas de lo indómito y secreto, con su anatomía de geografía abierta.

 


 


 

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lunes, 15 de mayo de 2023

La poesía y su lógica de compensaciones


 

La primera vez que conversamos con Mariela fue en este museo, nos encontramos en una exposición que yo estaba haciendo en ese momento, en la planta alta y me señaló unas obras que le habían gustado; sábanas y almohadas para pájaros pequeños, eran bordados de tela y nidos de cerámica. Entonces, me habló de un pájaro que había rescatado y que la tenía ocupada y preocupada, tenía un sentido de la responsabilidad enorme con el ave, así fue que se entusiasmó con un posible hábitat de sábanas y nidos para él. Ese pequeño gesto artesanal y simbólico se convirtió en un alivio, en un dispositivo amoroso que compensaba no exactamente la herida que ella sanaba sino un tipo de compromiso lúdico, sujeto a reglas que se sostienen obstinadamente más allá de la efectividad evidente del método. Sanar, en este caso, implicaba desconectar esa pequeña herida de aquello que esperamos que suceda, que cicatrice o no, por ejemplo, o que el veterinario intervenga con sus conocimientos. Era, principalmente, descubrir en la relación causal de esos hechos una fisura para tallar un poema, entre hilos y nidos, una mezcla, también, entre el pájaro y los hombres, algo nuevo y distinto, que diera al acontecimiento trágico un alcance extremo hacía su máxima expresión.

 

Mariela escribe para Plumín:

Si te olvidás de darle de comer

se muere

Me quedé dormida

y su cuerpo ya estaba frío

Vivió porque solo pensé en su vida

más importante que la mía ese día

y los que vendrían.

 

Los poemas anudan las perlas de un collar delicado gracias a la voluntariosa actividad de una imaginación persistente que, días tras día, recopila el exceso fantástico de la existencia para darle una forma y una voz, un devenir disidente y escandaloso.

En un poema inédito Mariela dice:

Voy a coser este pequeño botón negro

que se desprendió ayer de un saco de lana

Tiré de un hilo y saltó

Hace años que no coso un botón

y me dio alegría tener la oportunidad ahora

Antes del confinamiento, hubiera quedado relegado

Un botón negro que saltó como ciervo a la orilla del mar

porque no hay humanos, me muestra una parte del mundo

El despegue de un objeto que provoca voluntad en tiempos

raros

 

se manifiesta como la luz de una epifanía, corta e

inolvidable

 

Algo habré podido, cuando lo mínimo se vuelve paisaje.

 

Un poema, la ciruela de un árbol de poemas, crea a su propio creador que, como creador creado se desdibuja en su propia creación, se pierde a sí mismo y ese perderse de sí mismo es la vida más allá de toda vida, inclusive, mientras estemos vivos. Hay una vida del exceso y del éxtasis que sobrevive y que nos lleva a la visión alocada de lo infinito o de la resurrección, como dice Lezama Lima. Porque, a su vez leer, lo creado de un creador alocado nos enloquece, nos desfigura en nuestro propio ser, pero sobre todas las cosas nos embellece y la belleza que falta y se otorga en el poema es la que se agradece infinitamente.

No es una banalidad, es un acto de fe, una redención, dedicar al poema el tiempo, todo nuestro tiempo, porque cuando el tiempo nos falté para siempre, lo queda es el poema y allí nuestro único tiempo. Una gota de rocío, un principio desmesurado, una rama florecida que sigue mágicamente, inexplicablemente, inventándonos.

Aunque, también y en este sentido, una obra es lo más cercano al error que podemos cometer, porque su forma final en esa latencia ansiosa y movediza, no adviene jamás frente a nosotros. Escabullida en lo tirabuzones del sueño, en las modorras afiebradas del fulgor y el deseo, se funda en el descalabro de una fugacidad inasible e inabarcable. Si un domingo por la tarde leo el último poema de Ciruelas, el que ha sido dispuesto antes de los agradecimientos y que fue escrito el 11 de abril de 2021, tengo que saber reconocer que ya estoy en otro día y otra luz, que el hechizo se ha pronunciado.

Escribe Mariela:

Cayó una hormiga del techo

en una vuelta de página

que me recordaba una voz de terciopelo

Cayó como si del cielo se tratara

y caminó renga sobre las líneas de mi mano

La tuve así, un rato, dibujaba círculos

viejos que me recordaron el pasado de una niña

La dejé en el pasto y se perdió

me olvidé de la voz, del pasado

quedó la marcha silenciosa de su levedad

el tropiezo atinado del azar, su única vida.

 

Esa tarde me fui a caminar un rato sin rumbo hasta que finalmente ingresé en una cafetería donde una chica pidió helado, cuando pronunció la palabra chocolate quien la escuchaba no dudó ni un segundo en servir esa pasta marrón y helada en el cono de galleta que tenía en la otra mano. Así, como si, nada manipuló al Dios que Mariela nos ofrece en la más poderosa invocación de materia y espíritu, un chamánico barro primero, una amalgama fundante, una entidad poderosa y estimulante, el maravilloso Dios del chocolate. Aquí, entre nosotros, la vía bendita del sabor y el color a todo el cuerpo, la amarga y dulce compensación poética para deglutir sin piedad la omnipotencia del creador y abrazarse o morderse, engullírselo todo con cierto arrebato ceremonial, desfallecer hasta la próxima tentación. Después, una música alrededor de lo creado, una figura que se emancipa y se pierde o, tal vez, lo que resuena en el prodigioso evento del poema tallando, insistentemente, la nada, hasta convertirla en flores, plumas y vestidos.

Ahora cerramos los ojos un minuto y escuchamos a Mariela decir:

Dadme un chocolate y volveré a nacer

Soy otra, antes y después

Amén.