“El cerebro de
mi padre”
…nos damos cuenta de la lengua llamada paterna en la
que
todos estamos incluidos, que ordenó con su lógica
nuestro pensamiento…
León Rozitchner
Hay algo
que late, algo vivo, un cuerpo que se desarma y revela en las redes de la memoria,
que no se reduce a su mente sino que se potencia en los laberintos del recuerdo
asistiendo a la vida, velando por su persistencia, insistiendo en su carne. El
lenguaje aparece pero se trastoca en imágenes, imágenes que pueden ser captadas
y revividas con el paso del tiempo. Los artefactos que las proyectan una y otra
vez guardan las huellas de todo lo que, entre sus pliegues, se detiene. Existe
una dialéctica pequeña y mágica que se despliega entre el ojo y lo visto, entre
la mirada y las conexiones del cerebro que imagina. Quien ha filmado sus
recuerdos anticipa el núcleo vital del resto de la memoria, condensa un
espacio-tiempo en el bucle circular de la realidad, retorna a la matriz
originaria de lo visible.
Pienso en
la obra de Claudia Santanera “el cerebro de mi padre” y el procedimiento
poético que ella práctica entre sus palabras y las imágenes filmadas por su
padre, ese encuentro fortuito entre el pensamiento y el cuerpo que se despliega
en el espacio y nos invita a experimentar un acontecimiento amoroso. Claudia
recupera películas grabadas por su padre en cintas 8mm y con ellas abre aquello
que en el cuerpo se cierra. Es decir Claudia mágicamente, con su poesía, repone
el cerebro de su padre como sí fuese un útero, le ofrece la posibilidad de
engendrar un mundo de la misma manera que se engendra la vida.
Lo que ocurre
es que la enfermedad, aquello que la ciencia abstrae cómo factor condicionante
patológico, Claudia lo lee como iniciación creativa. La perdida de la memoria
no es una reducción del padre a su imposibilidad sobre la lectura continua de
su presente y su pasado sino que, por el contrario, se convierte en la puerta
de entrada para explorar la lengua paterna desde la disrupción y la
discontinuidad. Claudia logra ver esa nueva condición que ubica al cerebro
paterno como una matrix orgánica y en
movimiento, capaz de armar y desarmar sus propios supuestos en versiones
felices del tiempo y su transcurrir.
Tanto el
padre como la hija intercambian papeles, asumen nuevos roles, juegan fantasmagóricas
piezas teatrales donde la percepción y las sensaciones interpretan, de forma
aleatoria, el libreto que parecía había culminado. Ellos logran encontrarse en
el tiempo que el padre inmortalizó desde su mirada, en la analogía nunca
correspondida de lo visto con lo real, en ese desfasaje ocurre la inmortalidad,
el precipitado abrazo.
León
Roztichner nos dice en Materialismo
Ensoñado que el lenguaje opera de modos diversos, el lenguaje paterno
responde a lógica que desencadena la filosofía y la razón, el materno a ese
suelo originario y uterino que todo lo contiene, predispuesto a la fantasía y
la imaginación. Claudia intenta esa cruzada poética al cerebro del padre, no a
la mente, sino a esa carne blanda y laberíntica donde se aloja el conglomerado
originario entre sueños y realidad, memoria y olvido. Ese nudo crucial que
luego desandaría el camino de la razón pero que originariamente se encubó en el
cuerpo materno, como potencia de un ser y singularidad carnal. En ese encuentro
con el espacio matriz de toda memoria, Claudia propicia reiterados nacimientos,
anudada al padre, cobijada en su afecto, se desprende un engendrarse mutuo e
infinito. La poesía habita ese espacio, pequeñas plumas la distienden y
hermosos velos de inefables recuerdos la convierten en voz. Claudia habla
atonales versiones del tiempo, el poema nace así, con el susurro de cada
invocación.
Ella no
sólo recupera la película, la cinta u objeto, sino que recobra el instante que
el ojo la captó por primera vez. Su minuciosa y metódica restauración responde
a figuras disipadas en el espacio y el cuerpo, porque esa película también
modeló su cerebro y su mirada. La película brota de ella continuamente
impregnándola. La película es un adentro profuso y en movimiento, un lugar donde
estar y existir.
Ella,
Claudia, proyecta con sus ojos lo que encuentra en el cerebro del padre, ella le
concede su linterna amorosa que puede iluminar lo que la enfermedad, y
posteriormente la muerte, a él le niega. De todas maneras, después de todo lo
que hemos dicho, es indudable que lo que Claudia logra es una pequeña
resurrección, que cada vez que una luz se enciende el padre aparece y renace en
su mirada.
Claudia
invoca el espectro cerebral que reitera su propio devenir en el presente, ese lugar
donde un padre espera. La ternura marca el ritmo de ese tiempo que se añora pero
también se festeja; ese ojo paternal que ordena la infancia, los días, y el
mundo más bello de los mundos posibles. .
En “el
cerebro de mi padre” perder es ganar, la lógica invertida del espejo propone el
desprendimiento del sentido lineal para ganar millones de sentidos dispersos.
Un presente puro que reúne las imágenes con las palabras en el instante del
padre, en el instante del cuerpo. Lo que experimentamos son viajes a los
recónditos bucles del tiempo pero también a la superficie más brillante del
ahora. La compleja anatomía del cerebro devela una coreografía de formas, una
compulsiva instantánea de una mente que brilla en otras mentes y así
perpetuándose en el todo, que se abre y se cierra, se marchita y florece.
La
traducción que nos propone Claudia en “el cerebro de mi padre” no tiene
original, no dispone de un elemento único sin variaciones, que pronuncie la
referencia irrefutable de una verdad. El tiempo se traduce con el diccionario
de las emociones y las coordenadas pautadas por el ritmo de lo fraterno. La
traducción, en ese sentido, es un fracaso porque cada versión se convierte en
original pero al mismo tiempo es un fracaso que emancipa el aura errática de la
memoria, que disgrega el acontecimiento y la experiencia a lugares remotos. Lo
que se convierte en real son algunas remotas señales, un camino trazado sobre
el agua que desaparece y lentamente aparece.
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