Hace
algunos meses Celina Hafford, directora del Museo de Arte Religioso Luis de
Tejeda, me invitó a diseñar un proyecto en torno a una pieza textil del acervo
de dicha institución. La obra es conocida, y fue relevada por Sergio Barbieri
para la Academia Nacional de Bellas Artes en Iglesia y Monasterio de Santa Catalina de Siena de Córdoba, como El jardín del Edén y fue realizado por
las hermanas de la orden de Santa Catalina en el Siglo XVIII, siendo esta la
única bibliografía existente sobre el bordado. La pieza tiene entre un metro y
medio de largo y un metro de ancho, aproximadamente, aunque las medidas fueron
erróneamente relevadas, aduciendo en el epígrafe junto a la fotografía un mayor
tamaño. Los motivos que ocupan el plano total de la tela son flores y animales,
las especies florales podrían ser los de cualquier jardín pero con una obvia
estetización y organización de sus formas, prevaleciendo las arabescas junto a
los colores cálidos. Entre las ramas y hojas vegetales asoma un jaguar, al que
ya se le deshilvanaron sus orejas, una paloma y un ciervo. En el caso de la
fauna se enrarece el vínculo con una posible referencia, ya que las especies
mencionadas no configuran un conjunto en relación a sus procedencias como a sus
connotaciones bíblicas. Si confiamos en que el jardín del Edén es ese huerto
que Dios ubicó al oriente del Paraíso y atribuimos las características propias
de la geografía de Medio Oriente el jaguar, entonces, resulta poco representativo,
como así también de una fauna local. Sin embargo, el jaguar o yaguar es un
animal muy importante para las culturas precolombinas, especialmente del sur de
América, cumpliendo innumerables acepciones simbólicas y rituales en
comunidades de Brasil, Paraguay o norte de Argentina. Al respecto escribe el
antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro en La Mirada del Jaguar. Introducción al perspectivismo Amerindio:
El chamanismo
indígena está organizado en torno de la idea de metamorfosis corporal antes que
de la idea de posesión espiritual. La posesión es un modelo poderoso de cambio
ontológico en nuestra tradición. Se guarda la misma forma corporal, pero algo
cambió esencialmente, porque surgió otro espíritu dentro de ese cuerpo, una
divinidad, el demonio, el diablo. Alguna subjetividad poderosa puede capturar
nuestra apariencia corporal y servirse de ella como un instrumento. Somos
marionetas de esa otra subjetividad que nos capturó. El chamanismo amerindio
está, por el contrario, sólidamente organizado en torno de la noción de transformación
somática. Eso quiere decir “vestir” el hábito del jaguar y poder comportarse
como un jaguar –por ejemplo, caminar sin hacer ruido, subir a los árboles,
comer carne humana. La posibilidad de cambiar de cuerpo específico está siempre
presente en el mundo amerindio. Es siempre un peligro. Para nuestra tradición
culta (esto también va cambiando), por el contrario, es imposible. Las especies
son ontológicamente, esto es, genotípicamente selladas.[1]
La idea de
un cuerpo que adopta diferentes formas y especialmente de la divinidad, la
metamorfosis, es central, por ejemplo, en las visiones místicas de Santa
Catalina. En el mismo museo Luis de Tejeda se conserva una maravillosa serie de
su vida, también podemos leerlo en su biografía, los episodios donde la Santa
intercambia en diferentes ocasiones su sangre, su corazón y su rostro con el de
Cristo. En este sentido, esas operaciones de transmigraciones entre especies
humanas y especies divinas propias del chamanismo amerindio y las místicas
tendrían cierta conexión. Dicha concepción de lo sagrado no es común a toda la
iglesia, al catolicismo en general, la iglesia ortodoxa o tradicional no
contempla estas instancias carnales entre lo humano y lo divino. El sentido de
la fe del corpus cristiano se constituye en estrecha relación con la razón y
aunque las batallas entre fe y razón fueron muy álgidas, durante el largo y
complejo período de la Edad Media, fueron la filosofía y la ciencia las que se
vieron limitadas por las condiciones fenoménicas del relato bíblico, no así la
religión que apuntaló su dogma en las estructuras argumentales provistas por la
lógica aristotélica. Acerca de la metamorfosis en La Conjuración Sagrada dice George Bataille:
Podemos definir la
obsesión por la metamorfosis como una necesidad violenta, que
se confunde además con cada una de nuestras
necesidades animales impulsando a un
hombre a desistir de
repente de los gestos y actitudes exigidos por la naturaleza humana[2].
La
definición bataillana de metamorfosis proporciona una exacta descripción de los
rasgos del comportamiento en torno a lo sagrado ejecutados por las místicas
cristianas y también de las concepciones chamanicas de América del Sur, aspecto
que intentare desarrollar y vincular con la posibilidad de inscribir estos
rasgos singulares en el contexto de una historia del arte local, con una
narrativa alternativa a la que se dispone como cronológica y lineal.
Continuando
con la descripción del bordado descubrimos que de algunas puntadas sólo quedan
sus huellas. Los hilos de oro y plata fueron los más propensos a desaparecer,
casi no quedan rastros de esas hebras preciosas brillando en la tela. En el
centro, el paño esta unido por una gruesa costura, una enmienda que no se
intenta disimular y que proporciona mayor amplitud a la totalidad del tapiz o
un montaje entre dos fragmentos, entre dos mundos, la blanca paloma y el
sensual jaguar. Los bordes están cubiertos por una tela de color salmón que, a
modo de dobladillo, previene un futuro deshilachado, la costura en esa zona es
desprolija o apurada, marcando un espacio fuera del plano central, el margen.
Desde una perspectiva posible, imaginaria, podríamos hacer un zoom y confirmar
un viaje a la visión total del bordado haciendo foco en el diseño para luego arribar
en las manchas azules del jaguar y en esa boca roja y carnosa, intensa, como de
fuego. Algo en ese tapiz perturba e interpela, algo que proviene de esa
escritura disidente, fuera de la hegemonía de las imágenes y que enlaza las
puntadas apresuradas y desfasadas del borde a una boca roja y sangrante, como
una tentadora manzana.
Ahora bien,
si damos vuelta la tela nos encontramos con un muestrario de puntos invertidos,
el revés de la imagen a la que nuestra visión accede sin artilugios, el
esqueleto secreto del bordado. En el Museo Luis de Tejeda Yanina Malizia fue
quien muy generosamente me mostró el tapete y aportó datos importantes para el
trabajo, mencionando que para que un tapiz o bordado fuera considerado
terminado el revés debía ser cubierto por un paño protector. El jardín del Edén carece de dicho
fieltro por lo tanto podemos considerarlo incompleto o sin terminar, nada cubre
la intemperie de los puntos, todo se expone a la vista en la más desgarradora
desnudez. Pero esa desnudez es una acción, quizás inconsciente, medular en la
obra. Eso sí le concedemos a la desnudez valor metafísico en el bíblico jardín
del Edén. La desnudez originaria y la felicidad paradisíaca eran una misma
cosa, desplegadas en la garantía divina de una armonía preestablecida entre
todos los seres de la creación. La expulsión de la humanidad, tras la
perpetración del pecado original, supone una diferencia abismal entre los
hombres y mujeres y el resto de lo existente. Los cuerpos del pecado deben ser
cubiertos, el primer signo de desnudez es advertirla, el segundo cubrirla,
según Giorgio Agamben que, en su libro de ensayos Desnudez, escribe
El drástico giro
de la naturaleza humana a través del pecado conduce al ‘descubrimiento’ del
cuerpo, a la percepción de la desnudez. Antes de la caída, el hombre existía
para Dios de tal modo que su cuerpo, en ausencia de todo vestido, no estaba
‘denudo’. Ese ‘no estar desnudo’ del cuerpo humano incluso en la aparente
ausencia de vestidos se explica por el hecho de que la gracia sobrenatural
circundaba a la persona humana como un vestido.[3]
Pero el
vestido, en tanto insignia del destierro, implica no sólo un vestuario, un
disfraz, para esa carnalidad corrompida sino también la necesidad de forjar un
lenguaje, organizar el tiempo o administrar historias. Ahora, la humanidad
desterrada necesita artefactos para conocer la creación, necesita pensamiento,
lenguaje, ciencia y también, arte.
La
cronología cristiana se establece en las coordenadas del relato bíblico, antes
y después de Cristo, de la llegada del mesías. El génesis marca su inicio, la
liberación del pueblo judío y la aleccionadora vida de Jesús, antiguo y nuevo
testamento respectivamente y luego el temido apocalipsis, donde todo llega a su
fin. El tiempo lineal de la historia de occidente es también la versión
esencial del capitalismo moderno, desde los programas matemáticos y reticulares
de Descartes que permitieron la perspectiva hasta los dominios más vastos de la
razón que según Hegel evolucionan teleológicamente. El arte, o mejor dicho, la
historia del arte occidental nace y se desarrolla en el seno de dicha
cosmogonía, anudada entre otras cosas, al patriarcado, los dualismos
irresueltos de la razón, entre los cuales se encuentra la complicada brecha
entre mente y cuerpo o espíritu y materia. En Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria Silvia
Federici escribe:
Carol Merchant cuestionó la creencia socialmente progresista de la
revolución científica, al defender que el advenimiento del racionalismo
científico produjo un desplazamiento cultural desde un paradigma orgánico hacia
uno mecánico que legitimó la explotación de las mujeres y la naturaleza.[4]
De alguna
manera, los escases relatos legitimadores o interpretativos, sobre las obras
realizadas por las hermanas o monjas en los conventos puede ser leído como
consecuencia de una situación extrema en tanto condiciones de marginalidad.
Marginales, por un lado, en tanto mujeres en el seno de una institución
religiosa donde lo femenino encarna el significado mismo de corrupción y por el
otro en un contexto interpretativo en torno al arte donde se ubican en una
posición más marginal aún que cualquier artista periférico a la historia del
arte hegemónica. En el primero de los casos, pensemos, por ejemplo, en la
fascinante vida de las místicas del Siglo XIV y XV entre ellas Ángela da
Foligno, Maria Maddalena dei Pazzi, Chiara da Rimini y la mismísima Catalina de
Siena. En ellas lo sagrado se manifestaba en el cuerpo, donde la experiencia extática
configuraba el punto más álgido, poseídas por la divinidad.[5]
En estado de éxtasis las santas articulaban un lenguaje que las excedía, que
eran incapaces de comunicar o transmitir y que al despertar de cada trance
olvidaban, por eso cada una de ellas tenía un escriba o hagiógrafo que se
ocupaba de recopilar ese contenido en copiosos cuadernos, traduciendo así las
voces divinas. La intensidad y el contenido del mensaje divino no sólo las
excedía a ellas, excedía al lenguaje humano en su totalidad. El intento por
ordenar y estructurar ese habla en una forma lógica, racional, sólo lograba reducir
el lenguaje divino al humano, por eso cada escriba debía copiar con la mayor
precisión posible las palabras en el instante mismo del transe. Para muchas de
ellas, de las místicas, el vínculo con la iglesia no fue fácil, sus actos
extremos de autoflagelación, sus visiones carnales con Cristo, que como ya
dijimos les permitía su sangre, su corazón y su rostro[6],
las llevaron al exilio. Ellas ponían en jaque, cuestionaban, con sus actos, los
dogmas del catolicismo. Un aspecto importante es que ellas no practicaban un
amor intelectual sino un amor carnal, un amor extremo y excesivo que las hacía
abandonar el mundo real de una manera radical. Lo interesante es que esa
experiencia del amor suponía una experiencia del mundo absolutamente genuina,
nada existe previo a ese contacto amoroso, todo nace en el momento mismo del acontecimiento
en que la carne se entrega a dios. No existen ni categorías de tiempo y de
espacio, no hay relación política o social que ordene la fe, no hay familia o
institución que se interponga con el deseo y, sobretodo, no hay lenguaje capaz
de articular el habla inquietante de la divinidad. Sólo hay entrega, cuerpos
desgarrados y abiertos que esperan que dios las transforme. Son mujeres, son
cristianas y son místicas de esa cosmovisión se desprende el universo de Santa
Catalina y de allí la orden bautizada con el mismo nombre, las mismas que en el
tapete celeste de flores decorativas y estridentes bordaron un jaguar de boca
roja y sangrante.
Por otra
parte, me gustaría pensar en una manera de inscribir en nuestra historia del
arte, para desbloquear esa segunda zona de marginalidad, la primera que
acabamos de esbozar conduce a un camino que conecta las místicas a las culturas
originarias. De todas maneras, lo anterior es fundamental para concretar lo
segundo. Me pregunto lo siguiente ¿intentar con estas obras su incorporación a
la cronología y las formas de la historia del arte occidental y hegemónico no equivaldría a realizar una
operación reduccionista negada en la propia singularidad de las místicas?
Quizás el método debería conformarse de una manera más poética, apoyada por
experiencias teóricas interdisciplinarias pero sobre todo críticas: críticas de
las condiciones de trabajo de las mujeres en el arte, críticas de los discursos
de racionalidad operante que inundan los mercados de arte, instituciones y academias,
críticas de una realidad que se nos impone como unidireccional, cerrada y
fóbica.
El retorno
al cuerpo para pensar la historia del arte puede ser una alternativa
interesante ¿pero el cuerpo en qué
sentido, desde qué perspectiva? Por ejemplo la visión fue central a lo largo
del Siglo XX, una posición crítica en las vanguardias tuvo que rever todo el
compendio de saberes adquiridos en la modernidad para desplazar la perspectiva
y la racionalidad operante del centro de la escena o como método único e
irrefutable. La peligrosa idea de la mirada objetiva, de que todos vemos el
mundo bajo los efectos del torrente matemático inmutable e infinito. Paul
Cezanne proclamaba en uno de sus manifiestos
Existe una lógica de los colores, ¡parbleau!, y el
pintor debe obedecerla, y no a la lógica del cerebro. Cuando se pierde en ésta,
también él está perdido. Con los ojos tiene que perderse. La pintura es una
óptica, y el contenido de nuestro arte reside en primer lugar en lo que piensan
nuestra óptica[7].
Una larga
crítica que se extendió de diferentes maneras y versiones y que consistía en
advertir que lo que nosotros creemos que es la mirada en realidad son los
artefactos que nos permiten ver de una manera determinada. Diedrich
Diederichsen en Psicodelia y ready-made
lo plantea claramente
…es posible
reconocer una praxis subversiva o confrontativa que va más allá de la crítica
de los “regímenes de la mirada”, los ordenamientos naturales del ver y las
fórmulas de la representación. Esta crítica consiste en demostrarles a los
habitantes de la normalidad, observadores neutrales de la realidad, que sólo
están viendo su propio ver y que este está fundado en un régimen de visión
cuestionable.[8]
Griselda
Pollock desarrollo un dispositivo teórico para plantear los problemas de género
en el seno de la historia del arte y escribió que
La política sexual de la mirada funciona en torno a un régimen que
divide en posiciones binarias: actividad/pasividad, mirar/ser mirado,
voyeur/exhibicionista, sujeto/objeto.[9]
Desde una
perspectiva actual y muy cercana a nuestro contexto Silvia Rivera Cusicanqui
escribe en Sociología de la imagen. Miradas
ch´ixi desde la historia andina.
La descolonización de la mirada consistiría en liberar la visualización
de las ataduras del lenguaje, y en reactualizar la memoria de la experiencia
como un todo indisoluble, en el que se funden los sentidos corporales y
mentales.”[10] Y más adelante dice “las
imágenes nos ofrecen interpretaciones y narrativas sociales, que desde siglos
precoloniales iluminan este trasfondo social y nos ofrecen perspectivas de comprensión
crítica de la realidad.[11]
Es volver a
creer en la visión, no la del intelecto, sino la del cuerpo. Volver a confiar
en los sentidos, en la percepción y sus objetos, vapuleados y desconfiados por
siglos de modernidad desdoblada entre mente y cuerpo. Mirar en este sentido
consistiría en advertir la posición de quien mira y quien es mirado, tomar nota
de un desfasaje siempre latente pero que en ese desfasaje o corrimiento late la
vida de lo visual.
Bataille sentenció
no se puede hablar de algo como parte
maldita sin ser uno mismo parte de esa maldición[12]
parafraseándolo pienso mirar, como hablar, nos convierte en lo que miramos.
Reconocer con las miradas esas obras negadas, incluirlas en el mundo de lo
posible, devolverlas al flujo de lo vital, es un modo de recobrar sentidos, no
permitir que nuestro mundo de lo visual se cierre sobre sus propias
contradicciones, tautologías y necrológicas teóricas, quizás ese sea también un
buen modo de habitar el diverso jardín del Edén.
Bibliografía
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[1]EDUARDO,
Viveiros de Castro. La Mirada del Jaguar.
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Aires, 2013, pp. 65
[2]
BATAILLE, Georges. La conjuración Sagrada. Ensayos 1929-1939.
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[3]
AGAMBEN, Giorgio. Desnudez. Editorial
Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2011. pp, 85
[4]
FEDERICI, Silvia. Calibán y la Bruja. Cuerpo, mujeres y
acumulación originaria. Tinta Limón, Buenos Aires, 2015. pp, 25
[5]
GUGLIELMI, Nilda. Ocho místicas medievales (Italia, Siglos XIV y
XV). El espejo y las tinieblas. Editorial Miño & Dávila, Buenos Aires, 2007
[7]
HESS, Walter. Documentos para la comprensión del arte
moderno. Nueva Visión, Buenos Aires, 1999. pp, 24
[8]
DIEDERICHSEN, Diedrich. Psicodelia y
Ready-Made. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2010 pp, 18 y 19
[9]
POLLOCK, Griselda. Visión y diferencia.
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[10]
RIVERA CUSICANQUI, Silvia. Sociología de
la imagen. Miradas ch´ixi desde la historia andina. Tinta Limón editorial,
Buenos Aires, 2015. pp, 23
[11]
Ídem. pp, 176
[12]
CRESPI, Maximiliano. Introducción a
Imágenes de América Latina de Raúl Antelo. Editorial EDUNTREF, Buenos
Aires, 2014. pp 20
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