martes, 15 de octubre de 2019

Libro Párpado


Libro Párpado

Se abren y se cierran, lentamente, reposan en el sueño y luego, vuelven abrirse, como flor de insistentes pétalos, se abren y se cierran, intermitentes hendiduras de luz o ráfagas de oscuridad en la sombra latentes, hieren o anidan la mirada en cada espacio, esos párpados que se abren y se cierran, saludando a lo real. Un dibujo de cenizas, una pluma roja, el habla derrotado de la tinta, espectros de oscuridad en esa abertura siempre cerrándose, aparecen. Ese límite, imposible donde todo lo visto se constituye en perdida de lo no visto, un derrame de cosas líquidas; lo que la apertura encandila y lo que lo clausurado ignora. Nuevamente, se abren y se cierran, una y otra vez, sobre la letra, en el cuerpo, abiertos y cerrados, otra vez, los párpados en los ojos. Esos pequeños abismos en movimiento que, en la sumatoria de lo posible y en la dialéctica del parpadeo, sólo pueden solaparse tras la muerte, el modo definitivo de resolver en la mirada los problemas de lo oculto, de la perdida profanadora de la unidad y la claridad, porque de otra manera, mirar siempre es la incisión latente en lo vivo. Así, lo reiterado, modela una urdimbre agonizante, un imperceptible tejido donde la temblorosa danza de la mirada se despliega con elegancia diversa; imposible de cuantificar, arrolladora en su singularidad, espantosa y bella en su carnalidad. Si volviéramos a inventar el espacio y el tiempo, desde el punto de vista de esa urgencia visual, pensaríamos que el rizoma es una simple esquematización irrisoria, un tumor encriptado en el fulgor de lo que se abre y cierra, una y otra vez.
¿Cómo fue que el mirar se recortó sobre el diagrama geométrico y se confirmó así, en el simple mirar, que todo permanecía quieto? ¿Quién insinuó, alguna vez, que mirar era un estado de quietud, al margen de toda gestualidad? Si, por el contrario, ese latido carnal rememora, en la inagotable emanación de su potencia, todo nacimiento. El ojo golpea, suavemente, esa piel rosada y húmeda, contracciones en el útero craneal, jadeando hasta el límite de lo posible. Mirar a través del párpado es, esa presión viscosa que propicia, en la traducción de lo visto, que lo real se refleje como un reducto impuro y gelatinoso. En esa pendular morfología del abrirse, el ojo se emparenta con la lengua o la placenta; órganos, residuos, funciones anómalas en las cavernas mojadas del cuerpo. No olvidemos la tibia matriz de la piel, las cosquillas de las pestañas, las salvajes lágrimas excediéndose desde adentro hacia afuera, segregando, ardiendo en lo mirado. Cada pestañeo es creación, golpe hendidura en lo frondoso, allí la abstracción perdió su rumbo, no pertenece a nuestra atmosfera.
Ahora sí, lo visual esa máquina inquieta que siempre se balancea entre la línea y la mancha, y en la humedad la forma enfoca o desenfoca el paisaje, pero también la dimensión del ver que se guarece en el interior, el modo que la narrativa, impulsada por el ojo, se despliega. Los párpados, condición de posibilidad de toda mirada, porque de ellos depende todo no-mirar, lo que se oculta para nosotros en el corazón de lo visto, o lo que no podemos seguir viendo cuando perdemos la atención que se fija en las cosas. La mirada avanza y retrocede y en esa retirada del mundo, avanza desenfocada, tanteando en lo borroso, ese paisaje propio de las siestas, de las siestas infantiles en una casa en las sierras. Las siestas sin sombras y encandiladas, donde los niños ven cosas fantasmagóricas y sagradas, susurradas por Macedonio Fernández: “Para mí la siesta es llamado al camino de la evidencialidad mística, y está en el ángulo de oscuridad y deslumbramiento, lo oscuro por reverberación, la claridad del darse del ser por supresión de la figura y rumbo que se nos antoja imposible.
Libro Párpado de Natalia Lorio y Verónica Meloni, libro epistolar y diagonal es la escritura de ese ir y venir, oscuridad y luz implicadas en el gesto, sin embargo, no se dispone en la contraposición o contraste, más bien, advierte que en lo nocturno de lo que se cierra vaga el fantasma de lo iluminado. Ese recuerdo óptico de lo incandescente, las siluetas de sombras inconexas fraguan cualquier convención totalizadora de lo visto. En Libro Párpado lo irreductible es soberano, lo legible y lo ilegible se solapan en lo que se abre y lo que cierra. Libro Párpado se presenta como la escritura de la experiencia, artefacto diseñado para descomponer y desprender el globo ocular del cauce del rostro, de la visión en el sentido, en que se dispone de lo visual como legible. Libro Párpado, ojo que se desplaza por todo el cuerpo, tumor o injerto que se aleja de las cavernas rocosas del cerebro, estalla. ¿Párpado o lengua?
El ojo en Libro Párpado busca otros vínculos corporales; ojo en los pies, en la panza, en el sexo, ojo que huye hacía la sangre torrencial de ese cadáver que habita. Ese ojo, también, se adormece en la lengua, acercando lo que hablamos a lo que vemos. ¿Qué forma de mirar es la escritura? ¿Qué tipo de habla es la mirada? En Libro Párpado escribe Lorio: “Porque no pensar en la escritura como un espacio de chisporroteo de una palabra que cae como una gota sobre una superficie más o menos tersa, o el hueco ya horadado por una obsesión que (nunca) escribe lo mismo”, unas páginas más adelante, Meloni en su dibujo dice “Recibe este viento infectado de carne”. Lo que escribimos, lo que vemos, alojado en los pliegues de lo carnal, anudados en el quiasma ilimitado del parpadeo.  
El párpado y su piel reversible entre adentro y afuera, íntimo y externo, descubre el día en la noche, así, el tiempo se incorpora en dosis de movimiento, sinfonías de rayos y escorzos. La linealidad se tritura en infinitos fractales, poderosas gotas impresionistas, inconclusas. La causalidad se demora en esos fragmentos de abertura que capta la instantánea en el amanecer de lo sensible e inaprensible deja fugar eso que se oculta, el ojo y el mundo mezclándose. Lo que se queda prendido, como brotes de enredadera, lo que se enciende fugaz, vuelve al interior, pero nada es apresado, simplemente crece y florece, se seca y muere y quizás, vuelva a crecer. Jorge Barón Biza, en El desierto y su semilla, fundó su propio Libro Párpado, ese lugar único desde donde presenciar el horror y escribió sobre su padre “Para recordarlo, mi memoria empezó por el globo de sus ojos, muy blanco y marcado cuando quería infundir terror y se esforzaba por mirar sin piedad. A partir de esas esferas blancas, la remembranza pasó a otros puntos prominentes –las cuencas de los ojos, el puente de la nariz- y de allí una cascada creadora fue generando las ventanas de la nariz, las mejillas… hasta que se completó mi reconstrucción deductiva, en la que cada forma llamaba a la siguiente. Solo entonces advertí que el origen, la esfera blanca del globo de los ojos, carece de mirada.”  Es terrible y vital, la abertura sobre lo que se cierra el parpado, húmedo y humano, espinas pestañas que hablan las cosas del mundo, sin saber que, en ello hay algo que ignoran por completo.





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