¿cien
planetas? ¿cien pupilas?
simpatía de
las cosas distantes
la nada árida
de las arenas
Roberto Piva
Un
poema del brasilero Douglas Diegues dice nací
de una tribu de rocío y la escritura desarrolla una pequeña genealogía
donde los hombres se hermanan con las flores y el amanecer. Las voluptuosas
moléculas húmedas tejen una tradición silenciosa que corroe la vida de modos
sorpresivos, el poeta modela sus raíces. El origen, entonces, aguarda un futuro
de gotas y atrevidas sinuosidades, donde
lo visible es la operación más misteriosa.
En
el mismo universo, el viento no comprende las cosas distintas al impulso de su
fuerza, mueve partículas ajenas al destino de una ciudad y la arquitectura, a
la estática civilización. Arrastra arena, hojas y semillas en una tempestad de formas
frágiles que, sin embargo, siempre sobreviven. El viento
sabe, simplemente lo sabe, que las plantas necesitan moverse hacía el
agua y crecer con la luz.
Es
una sencilla emanación del cuerpo aparece una lágrima, resbaladiza
manifestación de lo que emociona. Los ojos abren la piel, la carne, el globo
ocular; volcán de erupciones vitales. Lo que moja y se derrama renovando,
lavando, persiste en la intemperie de todo hombre. Finísimas, blandas, únicas
formas de un alfabeto irreductible; ni las palabras, ni las imágenes encierran
su sentido. La lágrima avanza sobre el mundo con su imperceptible monumento de
sombras, siendo lo que nada es.
Ahora,
Mariela Galliussi combina las construcciones originarias, las emanaciones del
inicio, en el modelado de sólidos ancestrales.
La instalación se extiende en la superficie con la precisión de una constelación o territorio sagrado. La particular organización,
de floraciones extrañas, dibuja un sendero entre las ocurrencias de un
sentimiento o impulso para resistir en la rústica poesía de la tierra. En esa materia
se combina una infinidad de nervaduras, una arqueología transitoria del espacio.
El
paisaje ondula la geografía totémica de una ceremonia, donde la finalidad es lo
abierto, lo que asoma, por ejemplo, una montaña rocosa que nace de una nube. En
esos laberintos, de protuberancias, el ritual acontece por las presencias que se
festejan sucesivas y reales, por la existencia misma de una piedra o una espina.
En
sus cerámicas Galliussi modeló rocas, cactus, dedos, lágrimas o semillas para
el viento; para que él y el aire hicieran
cosas inauditas e imposibles. Algunas piezas de arcilla, apenas terminado el
proceso de modelado, fueron abandonadas en la intemperie, para que allí se
fracturaran, rasgaran e integraran al ciclo de la vida. Otras, fueron cuidadas
y pulidas mientras que, las huellas de
las herramientas delataban el tiempo de la artista.
Desnudas,
sin color, mostrando la piel porosa de sus filamentos, las esculturas fueron erigidas
bajo el signo de un lenguaje que balbucea el idioma del barro y el sedimento,
de algunos líquidos y el arrasador frío.
Las
estructuras arcillosas de tierra y agua pronuncian el gesto y la expresión de
una meditación sobre las coordenadas del presente, el tiempo mordaz de la
naturaleza y el propio transcurrir del cuerpo. El pensamiento y la imaginación
eligieron esas esfinges abstractas y orgánicas para perdurar en el fuego
petrificante de la técnica, en la decisiva y tierna construcción de un obrar.
Así,
Galliussi nos muestra que el misterio y lo existente se encuentran en alguna
dimensión del espacio; esa longitud encantada donde lo único posible se forja
en los desvíos del viento.
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