Las cosas están
latiendo y hablando la lengua del origen.
Archivos del
origen
Hombrecito niño viejo viruejo de picopicotuejo de
pomporerá, para que puedas volverte rincón de la
iglesia
permanece, por favor, en el rincón de la iglesia.
Arnaldo
Calveyra (Maizal del Gregoriano)
Hace unos meses comenzamos a trabajar con Rosa y, desde el primer
día, ella estuvo buscando vestigios, rastros, tramos de su propia memoria en
archivos diferentes. Durante ese tiempo, un tiempo replegado a las fronteras de
todas sus imágenes, las obras se fueron ordenando, compusieron su propio relato. La materia, la
cáscara, se despertó con las intervenciones de Rosa en el origen de los
recuerdos y así, lentamente, todo se abrió para mostrarse.
Como un jardín barroco o una montaña
que estalla y se enciende, su inmensa obra
emana a la superficie. Así, el cauce musical de los
dibujos y bordados entreteje una música colorida que no adhiere a la
simple cronología de las cosas: inventa el tiempo cada vez que nos resucita en
la mirada la presencia de una imagen.
Se desprenden de un taller íntimo y colorido, escapan de los
rincones, acechan pinturas y muñecas, collages y dibujos, textiles y acuarelas.
La proliferación de trabajos se prolonga; un continuo flujo de imágenes
configura el método en el que Rosa reside en la inalterable geografía de su
obra.
Habitar el origen propicia la vitalidad del espacio en el límite de
esa arquitectura inicial; no acecha la regularidad geométrica, el reflejo de
vibrantes canutillos de cristal, multiplica lo que hay. El juego y la
inventiva, las palabras que son y no son, los personajes imaginados o soñados
trazan y modelan la apariencia.
El origen es la infancia, una prolongación vital del principio de
los tiempos. Como cree Roger Callois en su hermoso ensayo Tesoros Secretos, el
significado que los niños imprimen al mundo ordinario produce un quiebre, una
grieta. Los objetos, para ellos, guardan secretos, esconden el misterio de los
significados que jamás serán revelados a la luz del día en la intemperie.
También las obras de Rosa guardan un pálpito antiguo, cenizas, feroces
erupciones que hacen renacer continuamente lo que existe.
Cada obra se presenta como un mapa que va y viene, que se escapa y
aparece en el futuro, en el pasado; al mismo tiempo retiene y expulsa la primera visión o la primera pesadilla.
Así la artista pierde y encuentra los tramos de su memoria con
singular naturalidad: lo que se libera expande las fronteras de lo conocido, y
aquello que se recupera acecha, silenciosamente, el impredecible trayecto del
devenir. Una dialéctica de la acumulación y el desvarío que se resuelve,
provisoriamente, en el deseo de volver a crear. Rosa no puede detenerse, la
pulsión originaria es, sobre todo, lo que ella escucha. Ese latido constante,
imperfecto, del primer deseo que nunca acaba. Esa regular insistencia de una
voz única, de un ritmo propio que no se repliega ni desatiende.
Las obras acumuladas hacen ruido, reclaman su lugar en la
composición de una serenata nocturna, de un
libreto inefable, en permanente ebullición. Las imágenes esperan permanecer y
ser la vida misma que, dedicada al arte, vive alegremente.
Imagino a Rosa sorprendida, revolviendo y encontrando más dibujos,
más collages, más pinturas. La veo detenerse en esos límites que anuncian la
reveladora vigencia del origen, del primer trazo siempre presente. La escucho
descubrir anécdotas e historias alrededor de cada figuración, un lenguaje
visceral que nace de sus muñecas de trapo. La presiento desviar cada noche,
sonámbula, los acontecimientos hacia el incendiario centro del arte para
quedarse allí, en un rincón.
“Olvidar las buenas formas”, repite Rosa como un mantra... Y esto es
lo que hay, Rosita, picopicotuejo de
pomporerá.
El acorde oculto de los objetos
No se espera otra cosa que
música y deja, deja que el sufrimiento
que vibra en formas
traidoras
y demasiado bellas llegue al fondo de los fondos.
Alejandra Pizarnik (El infierno musical)
Suena un acordeón, la música viene desde una casita turquesa. Desde
la ventana, se ve un enorme jardín donde florece el azahar y maduran las
naranjas. Por el sendero que va desde la puerta principal a un laberinto, el
taller de Rosa ha sido emplazado. Todas las cosas que allí se ordenan tienen la
lógica de una obra de arte, la dimensión de lo visual se enreda en múltiples
objetos, se mueve, las sombras interpretan sus papeles teatrales.
Rosa ha convertido a todos los objetos, grandes o pequeños,
terribles o hermosos, en componentes de una
narrativa. Sus retablos, cajas o teatros son versiones de la realidad
imposibles de captar en el entramado de una teoría de la verdad, pero sí en la
arquitectura fantástica de sus ensambles. Cada uno de sus micro-universos
responde a las leyes de la imaginación, del ensueño, del juego y de otras
dimensiones oblicuas; aunque también intentan, como Alicia en el reino del
espejo, hacer de estas versiones extrañas las únicas evidencias reales.
Pienso en el acordeón que Rosa aprende (o desaprende) a ejecutar, en
esa curiosa anatomía del instrumento conformada por pliegues y complejas
rugosidades. La morfología musical es análoga a sus artefactos visuales.
Escuchamos el ritmo grave que resuena en cada objeto encontrado, las cosas
están latiendo y hablando la lengua del origen. La
armonía se corresponde con una partitura atonal o
es Rosa la que tiene un pequeño acordeón adentro.
Jorge Bonino, actor y performer
cordobés, también experimentó con música; improvisaba en sus desopilantes puestas escénicas ritmos
propios. Él creía que la música era energía pura, que fluía con más facilidad
que, por ejemplo, los mensajes gráficos. La música se acerca más, en el
movimiento sonoro, a ese lenguaje universal que
él invento jugando. Rosa apela al abrazo
necesario entre el ejecutante y el instrumento, al afecto
que se produce en el encuentro perceptivo. El mundo interior que se proyecta en el instrumento y se traduce en
música involucra el cuerpo. La corporalidad aparece extasiada y alegre, organiza
su propia noche iluminada.
La lengua inconclusa de los ornamentos
El
objeto más delicado sostenido
también
delicadísimamente:
la
pequeña balanza de las perlas.
Circe Maia (La pesadora de perlas)
Muchas mujeres viven en Rosa, la mayoría de ellas son hembras
valerosas, creativas heroínas. Otras son locas, madres acunadoras de cachorros,
solitarias y poetas. Estas mujeres no están solo ilustradas en su obra,
aparecen, brotan y florecen en el voluptuoso catálogo de la artista como
protagonistas de una realidad encantada. Todas ellas poseen cuerpos que, al
igual que Frankenstein, fueron ideados para satisfacer la imaginación más allá
de cualquier posibilidad concreta.
Las Venus de trapos, de papel y
de hilos se corresponden con un ideal lúdico y de majestuosa particularidad; lo
que en la moda se desprecia, aquí, es adorado.
Un despliegue de ornamentos, joyas y emplumados acaricia la piel de
cada cuerpito. Ellas, poderosas, se preparan para un ritual, para el
encantamiento o el amor.
Cada mujer luce, a su manera, salvaje o discreta, antigua o
contemporánea, las delicias de sus indumentarias desvencijadas, como un
muestrario perfecto del decorado más original. Muchas son como niñas que se
disfrazan de adultas; otras se anticipan a la edad y a la primavera, elaboran
un impulsivo lenguaje de la rebeldía.
Botones de colores, tules transparentes, collares de perlas,
sombreros, vestidos bordados, pelos azules y ponchos de lana. Flores
brillantes, lentejuelas desteñidas, abanicos y estrellas son los adornos que
acompañan estas exquisitas anatomías. Quizás sería mucho más acertado decir ornamentos,
mapas, linternas que alumbran la diferencia en las cosas iguales.
La arquitectura, entonces, el hogar fluctuante de las mujeres
muñecas, es una máscara de mostacillas, un vestido deshilachado, una joya de
papel, un escondite liviano para enternecer a los pájaros.
Así, el universo de Rosa se enlaza y entreteje, une el interior con
el exterior, el cuerpo con las cosas, el ritmo con las palabras y lo invisible
con lo visible. Como una aguja que entra y sale por la superficie de tela transforma
la materia en formas, la visión de Rosa sintetiza la melodía de los días con el lejano perfume del azahar.
Mariana
Robles
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