Los viajes de Timo
Hace
tiempo, enero de 1999, viajé a casa de mi hermano en el mar. Fue una
experiencia extraña, los turistas y el calor asediaban; la nube vaporosa del
verano confundía los cuerpos con las
latas y las bolsas dejadas en la playa. Yo estaba ahí intentando divisar los
límites de una ola o la diferencia entre un caracol y una piedra pero las
categorías de la ciencia fallaban. La mezcla, o confusión, entre lo natural y
lo artificial no dejaban lugar a una pureza anterior, todo lo que había era
eso, una forma de vida sustentada por una nueva visión de la realidad.
Busqué
unos libros para llevarme a Córdoba, entre ellos, Enrique de Ofterdingen de Novalis, la aventura iniciática motivada
por el sueño de un joven que decide conocer el origen de la poesía. El héroe
recorre tierras extranjeras, el destino no se configura al final, es el viaje
mismo.
Empecé
segundo año de Bellas Artes en la Escuela Figueroa Alcorta, Fabián Liguori
era profesor de grabado, uno de los
docentes más comprometidos de la carrera. Me sorprendió su manera de explicar las
consignas, la introducción meticulosa para el
uso de cada herramienta. Recuerdo una ocasión que tomó una trincheta y
un papel y desarticuló, de todos los
modos posibles, el mecanismo del artefacto: hoja metálica, filo brillante, carcasa
de plástico, piel sobre el instrumento y las fibras del papel que se abrieron.
Desde
aquella vez hasta Los viajes de Timo,
desplegada actualmente en la sala de la Galería El Gran Vidrio, se advierte una continuidad, una idea que se
desarrolla en el tiempo. Ese mismo año (pondría el
año) expuso Tirapiedras, en el
Subsuelo de la Casona Municipal. Cuando estaba mirando las xilografías de
monumental escala y complejos planos superpuestos, un artista de su misma
generación se acercó y me dijo: -Es muy
buena la muestra, lástima que Fabián siga insistiendo con el grabado. En
aquel entonces desconocía al interlocutor al que respondí que su mirada carecía
de proyección, evidentemente, aquello que ambos estábamos contemplando no se
reducía a la disciplina.
Sigo
creyendo lo mismo, ahora que mi visión encandilada por Los Viajes de Timo descubre un potente mecanismo simbólico, de
jeroglíficas geologías, fuera de cualquier categoría. La maestría técnica, la
perfección de las herramientas desplegadas, no impiden la nítida percepción de
un exceso artístico, la construcción de un lenguaje.
Lo
que vemos inquieta y se apodera de nosotros, frente a la extensión de ese mundo
es necesario experimentar una percepción alternativa, similar a la que nos
exige la ficción científica o filosófica.
Toda
la exposición es un escenario artificial, inducido por efectos y funciones que
operan con las mismas reglas del mundo real. Las referencias gráficas a los
video-juegos, el comic, la publicidad y los íconos populares determinan los límites
de ese universo. A partir de la ejecución de ciertas reglas comunes y la
disposición de elementos específicos se pone en marcha el artilugio, la
ficción.
Timo, al igual que Enrique de Ofterdingen, viaja por la escritura y los símbolos
buscando poesía, algo parecido a sí mismo. Todas esas manchas de colores, los
letreros de la publicidad, la velocidad de las operaciones virtuales, la
textura monótona de los teclados, los íconos de la computadora, la luz de los carteles,
las insignias políticas e ideológicas, lo han ido devorando, transformando y
resucitando.
Al
parecer no hay muchas más opciones que aceptar las reglas del juego, como pensó
Nietzsche necesitamos construir ficciones para sobrevivir. El intelecto humano,
demiurgo de la realidad, nos concede la ciencia y la religión para aferrarnos a
la vida. Pero si no logramos advertir las fisuras de los grandes sistemas o no le
concedemos una mirada creativa a la existencia, el mundo se vuelve oscuro y
tenebroso.
Lo
que debemos evitar, sobre todas las cosas, es que nuestros prejuicios se
solidifiquen en los estratos últimos de nuestras creencias. En este contexto la
práctica artística consistiría en desarmar los grandes packs de verdad visual que los diferentes registros de la realidad
disparan constantemente.
Lo
humano además, nos advierte Liguori, se define por sus grados de violencia.
Para que un universo artificial adopte el ritmo humano, la cadencia de los
hombres contemporáneos, es necesario imprimir violencia entre las reglas de ese
mundo.
De
todas maneras el juego y la realidad son permeables, porosos. La verdad o
falsedad de uno y otro son evasivos a una ley de correspondencia o
representación, entre la palabra y la cosa.
Lo que nos informa de nuestra percepción real es la posición del cuerpo en
el espacio, la textura de nuestro mundo, el juego que somos capaces de jugar,
no el valor de verdad de nuestros enunciados.
Como
ya dijimos el mundo del arte no es ajeno al problema de la ficción. Si la
trincheta que usamos a diario en nuestro taller fue construida por hombres que trabajan como
máquinas, si el papel y las tintas de las obras son generados por desbastadoras
tecnologías y si las ferias de arte son evidentes arquitecturas panópticas, todos
nosotros estamos en problemas.
La
gran maraña de símbolos, late con fuerza, vive al acecho, para convertirnos una
y otra vez en enemigos de nosotros mismos.
En
un reciente libro Desde el ángulo de los
mundos posibles Anne Cauquelin dice: “según
Cicerón en 12.954 años el mundo termina en una gran explosión apocalíptica
(diluvios e incendios), después de la cual otro “Gran Año” recomienza con el
nacimiento de un nuevo mundo. Pero ¿es este un nuevo mundo o el mismo?”
Al
salir de la exposición de Liguori me pregunto ¿El viaje de Timo es, también, nuestro
viaje? La pregunta forma parte del juego. Si he logrado preguntarme algo es porque
estoy implicada, interpelada por la razón de mis propias voces. Si la respuesta
acaeciera entonces entraríamos en el peligroso círculo de la lógica donde,
sospechosamente, todo funciona.
A los seres que habitamos alguno de estos
mundos posibles nos aguarda la basta inclusión de todos los puntos de vista. La
vida no es una propiedad humana, es la ampliación efectiva de todo lo que
tiende a resistir el intercambio de materia.
En Blade Runner, una pieza maravillosa del
cine de ficción, los replicantes son robots que han sido construidos para
suplantar a los humanos en actividades peligrosas o desagradables, pero no
aparentan diferencia con los mortales. El protagonista, contratado para
detectar replicantes, se enamora de una muy hermosa. Esa pequeña fisura
provocada por el deseo desubica lo humano y lo no-humano creando una tercera
interface, una nueva realidad. Los viajes
de Timo son así una interface apasionada entre una mente que inventa un
lenguaje y un cuerpo que lo arroja al fenómeno de la percepción.
Más
allá, en el fin del mar, una ola golpea reiteradamente las arenas doradas de
una duna. Las gotas se expanden dispersando el límite del mar y el agua se
aleja hasta desaparecer. Aunque, desde el punto de vista de la gota, todo acaba
de empezar.
Mariana Robles
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