“Pronto llegará el día en que los actores creerán
que
su máscara y sus vestidos son ellos mismos”
Epícteto
El invierno comienza a
decaer y la tarde se alarga con los últimos rayos, logro enhebrar hilo rojo en la aguja y por la tela rasgada
una remota luz se cuela; el mundo se mezcla en esa materia compuesta de
elementos dispares. Recuerdo la herida abierta: el catálogo de categorías y
distinciones que atraviesan nuestras vidas. Pienso, aquí y ahora, qué es
naturaleza y qué cultura. ¿Qué fragmento de bordado puede ser separado del aire
o el leve viento que lo rodea? Ahora la tela se expande y tiene una forma
determinada: un vestido, una pollera, una corbata. Distingo un guardapolvo
infantil o un uniforme médico, algunas prendas fijan una función u oficio, otras
atrapan el cuerpo y lo cubren. Son otra piel, mudan, nos presentan ante la
mirada ajena, modelan nuestra silueta y ella se expresa a través de cada
pliegue del paño y viceversa. La cultura y la naturaleza arrullan una sinfonía
singular en los recovecos de la época y la moda, se traman para reinventarse
una y otra vez.
En el “Libro de los
Pasajes” Walter Benjamin apunta dos ideas interesantes, “la moda es la
precursora del surrealismo” y “el sello distintivo de la moda entonces:
insinuar un cuerpo que nunca jamás conocerá la desnudez total”. La primera
sugerencia nos permite pensar la moda como artefacto propiciador de realidades
ensambladas: diseños, trajes y vestuarios en el arrebato del sueño, lo
desconocido y lo mágico. La afirmación surrealista sitúa a la moda y sus encantos
en la vereda opuesta al consumo y el capital, fuera de la lógica lineal del
mercado, asociada a nuevos conocimientos y experiencias. El otro enunciado
atañe al desnudo y con ello a un sinfín de referencias vinculadas a la historia
del arte, de la imagen, la religión, la psicología, la ciencia, etc. Giorgio
Agamben desarrolla el problema en “Desnudez” donde advierte que el vestido en la
tradición occidental existe para señalar una perdida. Cuando el hombre edénico
es expulsado del paraíso pierde el velo invisible de la gracia divina
inmediatamente suplantado por el vestido. Estar vestido significa, entonces,
estar en ausencia de gracia. La historia de la pintura podría ser la referencia
más perfecta y profusa para mostrar los hermosos y terribles vericuetos del
paganismo aferrado al tiempo.
En la obra “Muda” de
Macarena Santamaria y Julia Cisneros, una instalación de prendas intervenidas
con bordados, aflora la materia modificando la trama de lo dado. Ellos
resolvieron el enigma de lo preexistente componiendo una sinfonía de dibujos
espaciales, coloridos y texturados. Las
prendas florecen con cada bucle de hilo y se disponen a crear un paraíso cálido
y artificial para esos cuerpos expulsados de las fauces del origen ¿Cómo es
posible semejante tarea, ese deseo inocente de contemplación y goce? El bordado
puede ser la respuesta, el tiempo de meditación en el ir y venir del hilo, las
figuras que aparecen en el horizonte de la tela donde la mente imagina perderse
y reencontrarse, esas horas y minutos dedicados a la laboriosa meditación. Marosa
Di Giorgio escribe “La araña se detuvo, mas luego reemprendió la labor,
sobresaltada y empecinada. De su cuerpo nacía un crochet. / Mamá aprovechó
mucho de ese crochet. / Y bordó con lo robado fundas y sábanas, enaguas,
corpiños.” Macarena y Julia son araña y madre, al mismo tiempo, tejen y
destejen, bordan y escriben, cosas extrañas, enredadas y misteriosas en la
superficie de una prenda convencional. Modifican la apariencia de las cosas, mudan
su sentido establecido, el fin y sus aparentes construcciones, también hablan y
citan un mundo de artesanas y bordadoras, de ancestros y trabajadoras que
oprimen la aguja de la alegría para tramar mundos de colores. Elena Poniatowska
visita a “Las señoritas de Huamantla” y dice: “Entre los pliegues de la tela
burda aparece un brocado más blanco que la leche blanca y, sobre éste,
diminutas guirnaldas de hojas bordadas con hilo de oro. Sacan las agujas de la
labor, todas del mismo número, y hacen que el hilo de oro atraviese una y otra
vez la suntuosidad de la tela”. Juntos, en la comunidad del hilo transformador,
trajes y prendas ingresan al paraíso perdido, donde los cuerpos vestidos adoran
su gracia pagana.
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