La
primera vez que conversamos con Mariela fue en este museo, nos encontramos en
una exposición que yo estaba haciendo en ese momento, en la planta alta y me
señaló unas obras que le habían gustado; sábanas y almohadas para pájaros
pequeños, eran bordados de tela y nidos de cerámica. Entonces, me habló de un
pájaro que había rescatado y que la tenía ocupada y preocupada, tenía un
sentido de la responsabilidad enorme con el ave, así fue que se entusiasmó con
un posible hábitat de sábanas y nidos para él. Ese pequeño gesto artesanal y
simbólico se convirtió en un alivio, en un dispositivo amoroso que compensaba
no exactamente la herida que ella sanaba sino un tipo de compromiso lúdico,
sujeto a reglas que se sostienen obstinadamente más allá de la efectividad evidente
del método. Sanar, en este caso, implicaba desconectar esa pequeña herida de
aquello que esperamos que suceda, que cicatrice o no, por ejemplo, o que el
veterinario intervenga con sus conocimientos. Era, principalmente, descubrir en
la relación causal de esos hechos una fisura para tallar un poema, entre hilos
y nidos, una mezcla, también, entre el pájaro y los hombres, algo nuevo y
distinto, que diera al acontecimiento trágico un alcance extremo hacía su
máxima expresión.
Mariela
escribe para Plumín:
Si te olvidás de darle de
comer
se muere
Me quedé dormida
y su cuerpo ya estaba
frío
Vivió porque solo pensé
en su vida
más importante que la mía
ese día
y los que vendrían.
Los
poemas anudan las perlas de un collar delicado gracias a la voluntariosa
actividad de una imaginación persistente que, días tras día, recopila el exceso
fantástico de la existencia para darle una forma y una voz, un devenir
disidente y escandaloso.
En
un poema inédito Mariela dice:
Voy
a coser este pequeño botón negro
que
se desprendió ayer de un saco de lana
Tiré
de un hilo y saltó
Hace
años que no coso un botón
y
me dio alegría tener la oportunidad ahora
Antes
del confinamiento, hubiera quedado relegado
Un
botón negro que saltó como ciervo a la orilla del mar
porque
no hay humanos, me muestra una parte del mundo
El despegue de un objeto
que provoca voluntad en tiempos
raros
se manifiesta como la luz
de una epifanía, corta e
inolvidable
Algo
habré podido, cuando lo mínimo se vuelve paisaje.
Un
poema, la ciruela de un árbol de poemas, crea a su propio creador que, como
creador creado se desdibuja en su propia creación, se pierde a sí mismo y ese
perderse de sí mismo es la vida más allá de toda vida, inclusive, mientras
estemos vivos. Hay una vida del exceso y del éxtasis que sobrevive y que nos
lleva a la visión alocada de lo infinito o de la resurrección, como dice Lezama Lima. Porque, a su vez leer, lo
creado de un creador alocado nos enloquece, nos desfigura en nuestro propio
ser, pero sobre todas las cosas nos embellece y la belleza que falta y se
otorga en el poema es la que se agradece infinitamente.
No
es una banalidad, es un acto de fe, una redención, dedicar al poema el tiempo,
todo nuestro tiempo, porque cuando el tiempo nos falté para siempre, lo queda
es el poema y allí nuestro único tiempo. Una gota de rocío, un principio
desmesurado, una rama florecida que sigue mágicamente, inexplicablemente,
inventándonos.
Aunque,
también y en este sentido, una obra es lo más cercano al error que podemos
cometer, porque su forma final en esa latencia ansiosa y movediza, no adviene jamás
frente a nosotros. Escabullida en lo tirabuzones del sueño, en las modorras afiebradas
del fulgor y el deseo, se funda en el descalabro de una fugacidad inasible e
inabarcable. Si un domingo por la tarde leo el último poema de Ciruelas, el que ha sido dispuesto antes
de los agradecimientos y que fue escrito el 11 de abril de 2021, tengo que
saber reconocer que ya estoy en otro día y otra luz, que el hechizo se ha
pronunciado.
Escribe
Mariela:
Cayó una hormiga del
techo
en una vuelta de página
que me recordaba una voz
de terciopelo
Cayó como si del cielo se
tratara
y caminó renga sobre las
líneas de mi mano
La tuve así, un rato,
dibujaba círculos
viejos que me recordaron
el pasado de una niña
La dejé en el pasto y se
perdió
me olvidé de la voz, del
pasado
quedó la marcha
silenciosa de su levedad
el tropiezo atinado del
azar, su única vida.
Esa
tarde me fui a caminar un rato sin rumbo hasta que finalmente ingresé en una
cafetería donde una chica pidió helado, cuando pronunció la palabra chocolate
quien la escuchaba no dudó ni un segundo en servir esa pasta marrón y helada en
el cono de galleta que tenía en la otra mano. Así, como si, nada manipuló al
Dios que Mariela nos ofrece en la más poderosa invocación de materia y espíritu,
un chamánico barro primero, una amalgama fundante, una entidad poderosa y
estimulante, el maravilloso Dios del chocolate. Aquí, entre nosotros, la vía
bendita del sabor y el color a todo el cuerpo, la amarga y dulce compensación
poética para deglutir sin piedad la omnipotencia del creador y abrazarse o
morderse, engullírselo todo con cierto arrebato ceremonial, desfallecer hasta
la próxima tentación. Después, una música alrededor de lo creado, una figura
que se emancipa y se pierde o, tal vez, lo que resuena en el prodigioso evento
del poema tallando, insistentemente, la nada, hasta convertirla en flores,
plumas y vestidos.
Ahora
cerramos los ojos un minuto y escuchamos a Mariela decir:
Dadme un chocolate y
volveré a nacer
Soy otra, antes y después
Amén.