Estrellas dibujan recuerdos
Sobre los
montajes fotográficos de Soledad Simón
La piadosa y sombría niña de recuerdos
que contempla borrarse / una vez más,
bajo los desolados médanos
Olga Orozco
Entendemos que,
por su cualidad material, las fotografías son un registro del mundo exterior,
se corresponden con un paisaje, un hecho histórico o familiar, un cuerpo, un
rostro o una mirada. El catálogo de lo que existe podría reclutarse en ese
inventario mágico que se configura en la combinación infinita de luces y
sombras. Las fotos devienen esa huella que garantiza lo real, acompañadas y
avaladas por el proceso tecnológico que ofrece sus estrategias artificiales a
la captura del espacio y del tiempo. Ahora bien, ese tiempo que se fue
condensando en una estratificación de lo ordinario, se convierte en un
jeroglífico único, poético y simbólico, para reconocer una vida, una
conciencia. La fotografía nos señala también, por la contundencia de su
presencia, todo aquello que se nos escapa y la imagen, lentamente, se convierte
en el testigo ocular de lo ausente. Un recuerdo de la infancia, por ejemplo, es
lo mínimo aprehensible arrojado a la memoria de los días, a la congregación de
fantasmas que invaden lo singular y lo personal. En este sentido, admitimos que
una fotografía, muchas veces, no es sólo la impronta fugaz del mundo exterior
sino también la producción necesaria y urgente de un espacio interior, esa geografía
extemporánea de espectros y ensueños.
La memoria fluye
entre las imágenes que datan los recuerdos, se enreda en ellas, dibuja
constelaciones que brillan en la intermitencia de lo oscuro. La memoria hace y
deshace esos fragmentos como un diagrama provisorio del presente, anunciando un
pasado venidero, un tiempo incompleto que nos alcanza. El diálogo propiciado
entre lo interior y lo exterior, entre la verdad del hecho y la interpretación
reiterada, desmorona todo relato lineal y transforma a la memoria en un
torrente creativo. La obra de Soledad Simón irrumpe y acciona esas potencias
dialógicas, estableciendo relaciones temporales difusas y oblicuas. Sus
fotografías se disponen como un montaje, un eco rotundo de los recuerdos en el
presente, nuevas apariciones en ese territorio de lo abismal que rodea a cada
imagen fotográfica. Su narrativa se produce en la alteración constante de la
secuencia temporal, la hija engendra una visión del padre, el padre en la
mimesis pronuncia el vacío y así, sucesivamente, cada efecto recala en una
causa imposible. Es decir, no hay ni explicación ni demostración de los hechos
develados y revelados; lo que hay es sumatoria de ausencias y vacíos que, en la
superposición poética, generan otras figuras de lo emotivo, sensaciones
perceptivas en los delicados pétalos del recuerdo.
Las imágenes del
archivo producido por Soledad Simón provienen de orígenes diversos, algunos son registros de objetos que remiten a
la infancia, aviones de papel o muñecos de tela. Por otra parte, nos muestra la
fotografía de un hombre, la única que Soledad posee de su padre y la única que
no ha sido elaborada, que fue trasladada directamente desde el álbum, o guarida,
familiar a la escena del montaje. Luego, una serie de autorretratos donde su
desnudez invita a pensar el abandono y un retorno posible al mundo interior,
donde el erotismo es la pregunta por la muerte y lo vital, dice Georges
Bataille: la voluptuosidad en efecto no
puede ser definida como una categoría lógica. En el mismo momento en que se
habla sobre ella, la impotencia del lenguaje es irrisoria. Por último,
fotomontajes donde imágenes de niñas (fotografiadas o dibujadas) ostentan una
marca del vacío en su cuerpo, una huella implantada, también, en su propio y
reiterado, autorretratado. Así, el recuerdo se tensiona entre la imagen inmóvil
del rostro del padre y el vaivén de la imagen propia que no puede ser fijada en
las inmediaciones de lo paterno. El recuerdo se presenta como la imposibilidad
de establecer una verdad para siempre y se acerca a la retórica estelar, donde
las constelaciones apuntan el registro de un universo variable y cambiante.
La obra de Soledad
Simón insiste en la herida abierta como única forma de sanación, como un gran ojo
que puede acercarse a lo verdadero poético, lo que se afirma en el desgarramiento, en su desnudez e intemperie.
La fotografía es la
tecnología que reúne todas esas modalidades del tiempo implicadas en cada
imagen y que, al igual que la voluptuosidad batailleana, desordena las
partituras causales del lenguaje y la lógica. La piel, pupilas, algunas ramas de
un árbol tupido abrigando, esos rayos de sol, son las partes del montaje que
nace en el recuerdo. Insignias materiales del conocimiento de lo real que se
despliegan y enredan, entran y salen, buscando respuestas sobre lo extraño y lo
sutil. Señales que despiertan el pequeño animal dormido que llora en nuestros
corazones, melodías que acunan la pequeña niña desolada buscándose en las
estrellas, espejo y reflejo, en el día y la noche, sin más.
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