Las formas son coloridas, los cromatismos se nutren de
los pliegues de la materia, todo lo que Sara Fernández hace y nos muestra, lo
que ella nos devela, es complejo. Máscaras de una fiesta antigua, resabios de
otra época que se abren paso hacía el presente anticipan, en el circulo del
tiempo, un indiscreto retorno. Son dioses, figuras desquiciadas del plano real,
guerreros sin nombre, guardianes del misterio y del olvido. Las reminiscencias
son claras, una chispa precolombina, un rumor del norte, se enciende en su
obra. El tiempo del ritual late confundiendo vientos de todas partes; tierra
que se mezcla y modela naturalezas nuevas y artificiales. Reconocemos esa
referencia, la descubrimos en un abrir y cerrar de ojos, en la inquietante reconstrucción de un mundo destruido y
violentado. Sin embargo, Sara establece conexiones singulares, la textura de
sus esculturas, blandas o arcillosas, se bifurcan entre el adentro y el afuera,
reductos de carne, erupciones de una geografía visceral, labios y vaginas donde
la serpiente originaria se plasma y nace, otra vez. Hojas, escamas, ojos,
cuernos, colmillos, flores, componen el catalogo de abigarradas presencias
donde tiempos y espacios diversos se aproximan y se abrazan. La obra de Sara, entonces,
es una acción expansiva, como sí nos mostrara el reverso oculto de su interior,
no el mundo andino catalogado por el etnólogo o el antropólogo, sino la carne
plegada que debajo de su piel es memoria y quiasma. No es un imaginario de postal,
las ruinas del turismo, el culto pagano en la visión académica, en Sara es otra
cosa, más rara y única. Es alegría voluptuosa que alimenta su alma, ebriedad de
chicha ardiente, consumida en sueños y en la turba desenfrenada del deseo. El
tiempo ancestral habita la carne, los dientes, el pelo y el globo ocular, nos
marca, más allá, de los que vemos porque habita el adentro perplejo. Escribe una
maravillosa poeta y tejedora boliviana Elvira Espejo Aylca: Estrella que brilla / estarás brillando / y
mientras la gente / estará peleando / flor de la manzana / y mientras el tiempo
/ estará pasando. El curso de un río claro, las colinas cercadas de
víboras, el cactus que imita animales, los pájaros modelando su nido, todo
ignora lo humano, todo acaece y vibra sin su intervención, inclusive, se
fortalece con su ausencia. Aunque robemos a los dioses sus geografías
escarpadas y rocosas, las voces que claman la luna y sus ciclos enredados a estrellas
o el inevitable temblor de morir en estas tierras, en el invierno las hojas volverán
a caer, insistente en su simple crepitar y en primavera las flores olerán,
insistentes en su simple florecer, y así, sucesivamente, lo que labra ondulará
las entrañas de quien se conmueva por estar, insistente en su simple, estar.
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