Los cuentos de hadas, por ejemplo, los muy conocidos de
los Hermanos Grimm, personifican estados cósmicos y meteorológicos. Lo que
vemos o leemos no es simplemente una bella dama inocente o una desenfadada
bruja malvada, son representaciones del cosmos, fulgurados y cíclicos estados
que algún humano encarna. Druidas, pigmeos, duendes y niños que siempre hablan y
se relacionan con animales, estrellas o árboles sin inconveniente como sí entre
ellos y el habla, el conocimiento en general, no hubiese impedimentos. La obra
de Sofía Torres Kosiba presenta una teatralización, en diversos lenguajes
plásticos, en diversos soportes, pero siempre con una constante, una lírica de
lo extravagante. En esta ocasión, corneja, lirón, rata y loba son el disfraz
que Sofía elige para transportarse por diversas eventualidades, en esa
dramaturgia de lo fantástico. Cada animal es un disfraz para pasar
desapercibida en diferentes comarcas de seres extraños, donde poderes de
ordenes magníficos son ofrendados. Su repertorio de personajes responde a esa
morfología de lo mágico, a ciertas confrontaciones íntimas con lo dado, tal
cual lo aceptamos regularmente. La obra de Sofía quizás no sea estrictamente
arte, es decir un diagrama que se adapta al vaivén de los conceptos o a su evolución
y tendencias, más bien, es una estrategia secreta. Esas mismas estrategias que
adopta una aventurada niña, por ejemplo, cuando decide seguir por un túnel
subterráneo a un conejo blanco hasta las regiones rojas de una reina de
corazones. Por otra parte, el animalario que se presenta responde a
connotaciones oscuras, en diversas mitologías se menciona a la rata y a los
lobos como emisarios del mal o el demonio, sobrevivientes del fuego del
infierno, por su parte, la corneja ostenta un plumaje renegrido como la noche y
el lirón en el largo invierno esconde en la oscuridad subterránea su pequeño
cuerpo. En esos cuerpos Sofía habita,
enamorada de sus corazas imperfectas, animales menores de la zoología
especializada, renegados, parias, sedientos de nocturnos paramos, del oro
rabioso de las penumbras. Enamorada como Marosa Di Giorgio de una fauna salvaje
e indomable, extasiada de aromas y sonidos, que anuncia Miró por la ventana, a la noche negra, con un extraño rubí en la punta
de la noche, no era una farola ni estrella, era una representación, que se
mostraba así. Era una bocina sexual, roja al extremo, una cosa de pétalo,
cocida a punto caramelo, a fuego de almíbar de hiena, como sí viera en su
torre indómita y lejana, bajo la luna marchita, a Sofía extender sus suaves
plumas.
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