La naturaleza es anterior, aunque no sabemos demasiado
de su origen, de las diversas circunstancias biológicas, del despliegue de la
vida; de los organismos, seres, floraciones, montañas o el agua inmensa de
todas partes, por ejemplo. Aunque, apelemos a la ciencia el enigma es
constante, inevitablemente, nos lleva a lugares donde toda pregunta recala en
infinitas respuestas. Sin embargo, si recurrimos a los esbozos de la materia
misma, a lo que su sinuosa potencia nos dice y regala, en el generoso
despliegue de su existir, comprendemos que el misterio nos incluye. Nosotros
mismos, cada uno de nosotros, encarnamos lo misterioso. La obra de Mariana
Gabor se instala en esa dimensión de intersección o de una naturaleza que aún
no expulsó a la humanidad de su constelación voluptuosa, esa que nos excede y
envuelve, y allí descubre un espacio intacto. Mariana retoma en los cuerpos,
dentro de ellos, un estado de constante nacimiento, una mutación que florece en
lo extraño y lo sorprendente. Cuerpos como plantas brotando entre animales,
ninfas extasiadas que se pierden en una atrevida selva, colorida y frondosa, en
un entramado de lo orgánico que desplaza todos los límites. Una concepción
constante, una abertura del nacer que se despliega explotando, excediendo toda
determinación cultural, toda regularidad o ley. Ahora bien, las coordenadas de
la obra, los objetos de cerámica, las pinturas, las instalaciones escultóricas
son más precisas aún, ese cuerpo complejo, atiborrado de épocas diversas,
mutable y climático, es siempre femenino. Amplias caderas y senos afrutados,
abdómenes prodigiosos, entrañas acaracoladas, un cuerpo poderoso que, como un
imán atrae la vida, desde arenas remotas extensas comunidades de conchas
marinas, moluscos, caracoles y algas que acechan con sus formas y texturas.
Armonía Somers en su hermosa novela La
mujer desnuda escribe Con desprecio
y con rabia vio acercarse a su mujer. La cubría un miserable vestido suelto
color tierra. El cabello grisáceo, apenas sujeto con un moño alto, hubiera
podido darle desde lejos una vaguedad de cosa irreal, emparentada con la
corteza de los árboles. Así, lo que Mariana nos ofrece, explora esos
efectos peligrosos de lo que se mantiene oculto, un tipo de saber que no encuentra
lenguaje ni expresión, sólo algún ritual extemporáneo y desgarrado, una poesía
de rocas y pájaros dispersos donde las bocas y los ojos encuentran sus
designios sagrados. La obra muestra, la obra ofrece, los restos de ese estado
de unidad con la obscena madre tierra, desnuda e impúdica, contra todo
designio. De esa latencia irrefrenable de la carne que busca sus propias
espinas, las piernas el delicado abanico de plumas y los ojos ese fuego que arde
y jamás se apagará.
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