lunes, 2 de diciembre de 2019

Tierra o vientre, encendidos



La naturaleza es anterior, aunque no sabemos demasiado de su origen, de las diversas circunstancias biológicas, del despliegue de la vida; de los organismos, seres, floraciones, montañas o el agua inmensa de todas partes, por ejemplo. Aunque, apelemos a la ciencia el enigma es constante, inevitablemente, nos lleva a lugares donde toda pregunta recala en infinitas respuestas. Sin embargo, si recurrimos a los esbozos de la materia misma, a lo que su sinuosa potencia nos dice y regala, en el generoso despliegue de su existir, comprendemos que el misterio nos incluye. Nosotros mismos, cada uno de nosotros, encarnamos lo misterioso. La obra de Mariana Gabor se instala en esa dimensión de intersección o de una naturaleza que aún no expulsó a la humanidad de su constelación voluptuosa, esa que nos excede y envuelve, y allí descubre un espacio intacto. Mariana retoma en los cuerpos, dentro de ellos, un estado de constante nacimiento, una mutación que florece en lo extraño y lo sorprendente. Cuerpos como plantas brotando entre animales, ninfas extasiadas que se pierden en una atrevida selva, colorida y frondosa, en un entramado de lo orgánico que desplaza todos los límites. Una concepción constante, una abertura del nacer que se despliega explotando, excediendo toda determinación cultural, toda regularidad o ley. Ahora bien, las coordenadas de la obra, los objetos de cerámica, las pinturas, las instalaciones escultóricas son más precisas aún, ese cuerpo complejo, atiborrado de épocas diversas, mutable y climático, es siempre femenino. Amplias caderas y senos afrutados, abdómenes prodigiosos, entrañas acaracoladas, un cuerpo poderoso que, como un imán atrae la vida, desde arenas remotas extensas comunidades de conchas marinas, moluscos, caracoles y algas que acechan con sus formas y texturas. Armonía Somers en su hermosa novela La mujer desnuda escribe Con desprecio y con rabia vio acercarse a su mujer. La cubría un miserable vestido suelto color tierra. El cabello grisáceo, apenas sujeto con un moño alto, hubiera podido darle desde lejos una vaguedad de cosa irreal, emparentada con la corteza de los árboles. Así, lo que Mariana nos ofrece, explora esos efectos peligrosos de lo que se mantiene oculto, un tipo de saber que no encuentra lenguaje ni expresión, sólo algún ritual extemporáneo y desgarrado, una poesía de rocas y pájaros dispersos donde las bocas y los ojos encuentran sus designios sagrados. La obra muestra, la obra ofrece, los restos de ese estado de unidad con la obscena madre tierra, desnuda e impúdica, contra todo designio. De esa latencia irrefrenable de la carne que busca sus propias espinas, las piernas el delicado abanico de plumas y los ojos ese fuego que arde y jamás se apagará.    





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