En dos manifestaciones del espacio despliega Marcela
Argañaraz la relación de los cuerpos en el momento del abrazo o del encuentro. El
primero, acontece en un damero con dibujos, como heridas sobre la arcilla
plana, en tonos tierras y grises. Allí, las imágenes ostentan la voluptuosidad
danzando, la disposición de la cercanía entre esas anatomías desnudas. Por
momentos, las suntuosas siluetas se pierden con el fondo, se esconden o
escabullen en los planos de cerámica, también se desdibujan en tramos de
piernas y brazos, cabezas y caderas y donde había cuerpos ahora hay redes o
laberintos, nuevas figuras. Las siluetas solitarias son más claras, se coronan
en el plano, soberanas en los límites de su cuadro. Sin embargo, todas las
corporalidades son blandas, las líneas se abren en algunos sitios donde la
forma debía cerrarse, también fragmentos de hombres o mujeres aparecen en la
superficie. En esos dibujos todo surge desnudo, lo que hay se muestra de manera
despreocupada y natural, con la misma seguridad con la que la mano plasmó esas
huellas. Cada mosaico rememora un dibujo más amplio, como sí lo que vemos
representara sólo la porción de una arquitectura enorme e inabordable. La
segunda expresión es la que nos remite a esos cuerpos confundidos entre sí,
abrazados o violentados, eso no nos queda demasiado claro y se debe al
encubrimiento material que les fue asignado. Las esculturas ahora,
indiscutiblemente, tridimensionales, de tonalidades marmóreas, están cubiertas
o sugeridas por los pliegues de la materia. Se insinúa una escena, se invita a
espiar entre esos rostros prácticamente inexpresivos, en esas rugosidades de
materia, un poco opaca, un poco brillante. Entre un grupo de obras y otro,
concebidos como dos caras de una misma moneda, nos atraviesan los temblores de
esos cuerpos como un rayo. Entre la caricia y la fricción, entre deseo y el
terror se edifica esa confusión, donde los recursos metafóricos de Marcela
establecen como tensión. Escribe en un precioso poema Adela Biagioni: Quisiera decir la pasión / aterradora del
universo en la noche / un ardiente abrazo que abandona. De la misma manera,
los abrazos de Marcela, los más frágiles y los más eufóricos, se edifican en la
ráfaga inevitable de su inminente desaparición, como sí la fuerza que resiste
en algunos gestos y músculos se congelara deteniendo el momento anterior al
desenlace: la separación y olvido. Adivinamos, entonces, que cada escena es un
momento diferente de un final que nunca llega, que se evita o espanta, que ordena
los cuerpos frágiles en la soledad del mundo, en la soledad que se cuela por
mínimas hendiduras del cuerpo, blando y desierto.
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