Soledad Videla propone un montaje con pinturas que
invocan retazos de telas, manteles, empapelados y otras grafías referentes al
orden de lo doméstico y de lo íntimo. Son, cada una de ellas, presencias
reiteradas que invaden, inevitablemente, todos los hogares. Muchas rememoran la
infancia, juegan entre pliegues antiguos adosados a la memoria. Otras pinturas,
sin embargo, claman la actualidad de la percepción, nuestra experiencia
inmediata con las cosas del mundo. En ese vaivén, de tiempos y espacios, la
mirada busca continuar con cada estampa, extenderse en ellas hacía su
referencia, no juzgar la identidad entre lo real y su copia, sino restaurar
esos fragmentos con el género textil que le dio origen. Invocamos, con ojos
perplejos, el flujo continuo de lo visto para sumergirnos en él, en esa gran
ola multiforme y estridente. Soledad dispone y construye una trama infinita de
los modos de ser donde la pintura medita y los pensamientos recorren el
cuerpo
como escalofríos. A medida que el patrón se desarrolla se configura en cada
cuadro, en cada tramo del programa pictórico, una experiencia del abandono de
sí. Puede sonar extraño o inverosímil, pero esas pinturas metódicas e
insistentes son el revés de una alegría existencial, de un festín silencioso
sobre la pintura misma. Soledad nos trae de ese viaje a la nada, de esa
perdición en la ausencia, de esa deliciosa estadía en un mundo sin convenciones,
un suntuoso tesoro de texturas, un majestuoso muestrario de lo real. Lo
domestico ingresa en la pintura que se abre como flor de pétalos y viento en la
primavera serrana, lo recibe generosa en esa fisura de formas y texturas capaz
de inventarlo todo. La pintura ostenta su grieta sangrante, su herida en lo
táctil, su sustancia inscripta en lo perceptivo. Es decir, una superposición
entre lo existente y lo posible en ese flujo constante de nuestras vivencias
visuales, en la suma aleatoria de todo lo que hay. Escribe iluminado Walter
Bejamin:
Sentir el aura de una cosa es otorgarle
el poder de alzar los ojos, y añade
,
esta es una de las fuentes mismas de la poesía. La belleza de la obra de
Soledad susurra esas mismas ecuaciones, repone con su trazo y esfumados, con planos
y cuadrículas y muchos ornamentos más, la mirada en la pintura, la emplaza allí
permitiéndole alzar los ojos. Todo ahora accede a lo visible y en la medida en
que miramos somos vistos, en las huellas de los gestos, en la templanza del
deseo en la pintura, en la habilidosa apariencia de las cosas que se confunde
entre nosotros, habitándonos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario