Danza
para un reflejo póstumo
Allí
donde esté tu cuerpo está
tu
alma; no hay modo de escapar…
Osvaldo Bossi
El
disfraz de la memoria
El
recuerdo puede presentarse como una figuración en movimiento, una articulada
procesión de imágenes en órdenes diversos. El recuerdo es una danza, por qué en
su tumultuosa y repentina dislocación del tiempo se incorpora al presente
interpretando un ritmo. No sabemos muy bien desde que región lejana viene, pero
si sabemos que al llegar nos envuelve. Algunas veces, las imágenes cobran en la
bruma de los sentidos, la monumentalidad de un holograma rayado y desteñido. En
otras, las fisuras del pasado derrochan su energía y el cuerpo como un bailarín
a la deriva asimila el traje añejo y desgastado. En la obra de Marisol San
Jorge la vestidura de la memoria es un manto complejo, que mientras devela,
sutilmente esconde. Las ilusiones ópticas, la sensación de continuidad, la
ambigüedad, el desfasaje entre lo visible y lo invisible son, en la obra de San
Jorge, operaciones de un sacrificio. Sacrificar para descubrir que el
movimiento que, entre los pliegues de los vestidos, nos desliza fuera de
nuestros propios límites. La imagen de la vestimenta que se reitera, desgarrada
y visceral, nos advierte de una dislocación antropomórfica. La fragilidad de lo
femenino se contrapone con la hostilidad de los artefactos cosméticos,
prótesis, indumentarias, socialmente aceptadas. El disfraz, es una solución a
la amputación originaria, a una naturaleza melancólicamente averiada y que sólo
logra recomponerse a través del lenguaje expresivo. Bergson dice, sin dudas un recuerdo, a medida que se
actualiza, tiende a vivir en una imagen. En este sentido, sus pinturas se
disponen como un habitáculo para el futuro de su pasado.
La
continuidad del artefacto
Sus cuerpos,
son cuerpos en el tiempo, vinculados al recuerdo de su abuela y de su madre,
ambas bailarinas. Desde niña, la cercanía con la danza invadió a la artista con
elementos escénicos: miriñaques, tules o zapatillas de baile. Sus juegos
infantiles también, rememoran rituales con muñequitas de cerámica, angelitos o
estatuas a las que ella imaginaba danzando. Sus objetos escultóricos son
artefactos, amputaciones mecánicas, para una corporalidad que se presenta
fragmentada. Estos artificios autómatas de San Jorge, remiten a las
combinaciones ortopédicas y surrealistas de Hans Bellmer o a las tecnologías
del cuerpo ejecutadas por Mary Shelley a su monstruo Frankenstein. Al parecer
en ellos reconstruye un lazo proveniente de las obsesiones del pasado o del
juego solitario, en busca del fragmento ausente, de la pieza inconclusa. Estos
objetos, de diferentes dimensiones y materiales, incorporan elementos
cotidianos, pero que se encuentran extrañados de su referencia originaria.
Tienen incrustados cosméticos, espejos y termómetros que remiten a un cuerpo no
carnal, sino más fantástico. Una maleta gigante con pinches de hierro, un
perchero que puede ser encendido y arder las prendas guardadas, un tender de
metal, pesado y opaco, con trenzas de niña que cuelgan y se enredan.
Maquinaciones o huellas de un paisaje irreconocible, al parecer provenientes de
orbes soñadas. Construcciones tautológicas y contradictorias en su función
práctica y que al mismo tiempo muestran, con impunidad, su falla constitutiva.
La
síntesis del cuerpo, en el ritmo y la materia
El cuerpo, en las obras de San Jorge, se encuentra
tomado, usurpado, por órganos propios y órganos ajenos. El cuerpo, en su
potencia femenina se presenta fragmentado en su porción terráquea: la
proyección inferior que baila sobre el mundo. Un
injerto peligroso de un vestido transparente, sobrevive a la memoria. Es la
incisión inicial o el recuerdo de un nacimiento prematuro, de una melodía
lejana y siniestra. Es que todo recuerdo puede ser anticipatorio, más allá del
umbral el pasado es la única llave y el acontecimiento futuro que esperará
fielmente ser recordado. En este sentido, la danza de San Jorge es un ritual
que busca reinventar en su propio esqueleto, los órganos que oscilan entre el pasado
y el presente, los cuerpos flotantes del porvenir. Así negada y ausente, en esa
entidad que fue averiada, la caja torácica de huesos contenedores es invisible.
La respiración se torna lenta sugestión de un susurro. El áspero sonido
pulmonar es suplantado por una música paralela y simultánea de flautas livianas
en las piernas danzando.
La operatoria del ritmo es la potencia de un acorde,
que configura siluetas a modo de cartel, premoniciones vibrantes, instantáneas
provisorias, montadas en escenarios y luminarias de resplandor irresistible.
Cada retablo privado, que la mente proyecta, es a su vez una dislocación, un
fuera de foco en ese teatro sin telón. El espacio de la obra, tanto de los
dibujos como de los objetos, esta impregnado de un clima que se regodea en el
límite de las formas, los reflejos de los resplandores. El color esfumándose
por las grietas de los contornos, son inseparables de la danza, sin ellos no
hay baile. Es la materia la que está subsumida al desplazamiento. Es esa misma
materia abierta y la fisura del vestido, las que invitan a las piernas a
deslizar su osamenta. Frente a nosotros un espejo, estelas y giros de pulsiones
subterráneas nacidas en la cavernas de un cráneo o de un útero, bisecciones de
un cuerpo en nacimiento, que aguarda ser relámpago de su propio recuerdo.
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