Luis F.
Benedit: La invención de la historia
Hace una semana visité la exposición “Pueblo Benedit”
de Luis F. Benedit, en el Museo Evita - Palacio Ferreyra y en el Centro
Cultural España-Córdoba. En las salas
del Palacio, se exhiben las obras “Caballo
Enfermo”,” Huesos”, “San Hubertus”
y también la instalación “Suicidas”. Frente a la última me detuve largo
tiempo. Un homenaje a los escritores de la década del 30’ que por diferentes
razones terminaron con su vida: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga y Alfonsina
Storni. En esta obra Benedit imaginó a Quiroga y Storni en potentes retratos de
carbonillas sobre los que proyecta sus fotografías y a Lugones en una escena de
varios elementos: un nido de horneros y una rama de araucaria que sostiene un hornerito
embalsado. Termine el recorrido en CCE-C y muchas obras me impactaron,
nuevamente, “Anatomías de un Caballo”, “Espuela
Pampa y “Serie Madí/Antonio Caraduje”,
entre otras.
Ahora estoy en Merlo, San Luis, en el lugar donde
crecí, paseo por la ladera de las sierras Comechingones rumbo al arroyo y el
recuerdo de la exposición permanece. En
el trayecto reconozco similitudes que me retraen a la experiencia de aquellas
obras, en especial de “Suicidas”. Camino y la plaza Leopoldo Lugones brilla
entre las hojas del otoño y la hamaca que siempre me tienta, después la
biblioteca con el mismo nombre, emplazada en una antigua construcción de barro
y por último, la casa donde el poeta venía a descansar. Recuerdo que a ese
lugar iba bastante seguido, muchas de las clases de literatura del secundario
concluían con algún trabajo práctico que vinculaba las obras con las biografías
de los autores. El banco destruido en el patio húmedo de la casa de Lugones
ofrecía la inspiración apropiada para desplegar una serie de relaciones entre
sus poemas y el paraje olvidado por los organismos de cultura, por las
entidades gubernamentales y por los documentalistas de todo tipo. La vivienda
ocupada por habitantes desconocidos, creo que la única casa tomada de la zona,
ostentó por mucho tiempo un cartel que profesaba “Propiedad Pribada” debajo del
cual sobrevivía, pasando inadvertida, una placa recordatoria del dueño
original. Siempre me pareció paradójico y triste que las formas de la poesía no
coincidieran con las de la realidad. Sin embargo, ahora, años más tarde, veo
allí una señal: “b” en lugar de “v” no es un error, por el contrario es una
inicial, un nombre, es un hombre y un artista: Benedit.
Tenía muchas ganas de ver personalmente “Suicidas”,
había visto videos y reproducciones de la obra. Desde entonces es un proyecto
que me inquieta, me parece misterioso, potente y también, aterrador. Cuando al
fin logré presenciarla, la juzgué perfecta. Descubrí que los objetos son
inmateriales y que la materia puede tener la fuerza de una idea. Advertí que
pasión y razón se alternan magnéticas entre el cuerpo de la obra y la carne del
espectador, como imanes. Sentí que mi cerebro escapaba hacía los rincones
olvidados de aquel nido de horneros y que mis latidos disponían de mi sangre,
para la circulación anatómica del ave muerta. Esa composición extraña,
configurada por un hornero, una rama y un nido, resonaba en el fondo de mi
experiencia. Una historia sin eventos reconocibles, sólo pistas en los desvíos
del tiempo, imposible de reducir a un relato lineal. Una historia tramada por
el ritmo de una caminata en silencio, sonora y fugaz que, al fin, sólo rememora
el tiempo transcurrido y sus hamacas vacías.
En la obra “Suicidas”, Benedit hace una obra de la
muerte. Una obra de la muerte pero también de la resurrección. Todo vuelve, al
modo de un aleph, en esta combinatoria que se impone a los sentidos como un
acertijo desmesurado y propio. Donde mi experiencia particular se encuentra con
Lugones y Bendit en un punto no cuantificable del espacio y tiempo. La obra
opera, entonces, una lógica de la visualidad incompleta y que cada espectador
puede organizar en el universo retórico de sus fantasías.
Toda la obra de
Luis F. Benedit esta poblada de relatos, imágenes, investigaciones,
procedimientos e historias. El carácter antropológico de su obra lo convierte
en un artista precursor de muchas de las obras actuales pero también en una
especie de túnel que nos conecta con los modos cercenados de contar nuestra
propia historia. De alguna manera,
Benedit se convirtió, al modo de Aby Warburg, en un terapeuta de la historia y
al mismo tiempo en un explorador de sus propios orígenes. Este modo exquisito
de contarse y contarnos, de descubrirse y descubrirnos reúne una de las más
codiciadas virtudes de un artista: sensibilidad e inteligencia en la potencia
de la materia y del concepto, de la historia y de la geografía, de la ciencia y
el arte. Inclasificable como su propia obra Benedit no sólo nos permite
encontrar una categoría para describirlo, aunque sea por vía negativa, sino que
principalmente nos lleva a lugares inimaginables previamente a la contemplación
de su obra. Me resultaría imposible pensar un fórmula que reduzca su proyecto
artístico a una teoría, por el contrario cada molécula de su mundo creativo me
lleva a visiones y a posibilidades infinitas. Cada obra es un universo, con su
propio tiempo y espacio, con su configuración de irradiaciones espejadas, como
el brillo de los huesos sobre la tierra húmeda de la llanura pampeana.
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