Divino
Leo Chiachio & Daniel
Giannone
En una
acertada comparación entre una máquina de escribir y un automóvil, entre el
trabajo del escritor y del mecánico, Severo Sarduy reconoce que ambos se
prestan a lo erótico. Tal vez por el encuentro silencioso de los cuerpos con
los objetos o por el trance propio del trabajo, que se desliza por diferentes
estadios de exaltación e imaginación, hasta por fin acceder a la creación
definitiva o la reparación majestuosa del artefacto mecánico o escritural. De
todas maneras, la comparación de Sarduy también podría convertirse en una
clasificación que, entre la disponibilidad de un criterio tan amplio como los
beneficios de eros y las excesivas posibilidades de las destrezas humanas,
confluiría en infinitas y descomunales
orbes de relaciones amorosas.
Deberíamos aclarar que, de esta manera, nuestra operación va perdiendo,
lentamente, la configuración de un esquema predeterminado, ya sea, por el orden
social, los mandatos institucionales o
cualquier otra iniciativa reguladora de las pasiones. Más bien, nuestra
emancipación ordenadora se parece a un juego o a un ritual donde, en el primero
de los casos, las reglas pueden disponerse libremente con el fin de convertir
el deseo en vida. Aunque, la contingencia de sus normas se vuelve necesaria una
vez que involucrados en su lógica accedemos a la fantasía. En el segundo de los
casos, se adoptan leyes reguladas en el tiempo, y en la cual se reviven
invocaciones divinas para despertar en el cuerpo una voz ancestral que rompe
con la linealidad heredada de la cronología histórica y por lo tanto, con el
transcurrir de un yo destinado a su propia e inevitable individualidad.
En la
obra de Chiachio y Giannone, se presentan estas dos variantes: el juego y el
ritual. Aunque con diferencias y tensiones propias de una propuesta original.
Decididamente no es puramente un juego, ya que nos enfrenta al dilema de un
divinidad encarnada, pero tampoco la obra es puramente un ritual, porque los
restos sagrados de una fiesta se disponen para nosotros en el espacio
artístico. La zona exacta de su espacialidad, aquella que fisura el tiempo y
disuelve la capsula del yo, se concentra en dos momentos, a los que sólo
accedemos por rememoración: uno es la concentración, conjunta, en el minucioso
trabajo de sus bordados, pinturas y objetos y el otro el resultado iconográfico,
donde ellos siempre aparecen retratados. Así, mientras juntos se bordan a sí
mismos, actualizan las premisas de un juego en común, pero también representan
con sus voluptuosos materiales las escenas pasadas de fiestas y ritos, que
llegan a interpelarlos al ubicar a toda escena sagrada en un espejo donde
pueden reflejarse.
Son dos
hombres, que con su perrito Piolín, constituyen una triada divina y que con sus
imágenes no sólo construyen una vida presente en común, sino que cualquier otra
vida posible también lo será. En principio, podemos o no podemos vincularnos
con alguien, pareciera que al fin de cuenta lo que nos conduce al amor es
simplemente una coincidencia que podría haber sido evitada. La mirada
retrospectiva de cualquier relación nunca encuentra, en realidad, ese margen de
contingencia. Todo lo fortuito que recubría el hecho de un primer encuentro,
donde la individualidad se desvaneció, se torna inevitablemente necesidad.
Probablemente en eso resida la tragedia del amor, en su contradictoria
naturaleza de casualidad inevitable. Chiachio y Giannone llegan con su obra
hasta los confines más remotos de ese pasado, allí donde pudiera quedar algún
rastro de aquella contingencia trágica. Logran invertir ese orden cubriendo
cualquier vacío, del uno sin el otro, con mantos barrocos y coloridos,
confundiendo sus rostros con los de algún Dios pagano, bailando y cantando
hasta destruir las distancias entre Buenos Aires y Japón. Convirtiendo, al fin,
lo trágico, en su antítesis más perfecta: la alegría.
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