Técnicas
para la resurrección
Hoy a la siesta salí a caminar en dirección a las montañas de Merlo. Estoy
de paseo por acá, visitando a mi mamá. Mientras mi bebé Valentino duerme, yo
aprovecho para dar una vuelta y detectar flores silvestres, hojas exóticas,
árboles con brotes nuevos; material para mis dibujos y bordados. Toda la
vegetación y los minerales de la zona son una referencia para mí, desde los
yuyos que nacen al borde del asfalto hasta los juncos filosos que prosperan en
los torrenciales cauces de agua.
A pesar de la fuerte resolana, fui
divisando con claridad extrema una diversidad de plantas, flores, frutos y
piedras. Así, sin darme, cuenta llegué al arroyo, donde siempre termina mi
recorrido. Me senté en una piedra y empecé a distinguir una frágil silueta,
grabada en la arena, reflejo difuso de un cuerpo femenino. No es casualidad: yo
misma armé esas figuras adrede, uniendo el ripio, dorado y húmedo, que
sobresale de la arena. Es mi manera de pensar en Ana Mendieta, desde este lugar
silencioso y escondido, donde sólo ruge el agua. Un escenario propicio para un
santuario imaginario, donde el recuerdo de su obra cobra intensidad y resucita.
Me parece que sus obras performáticas y
sus fotografías tienen una relación innegable con la naturaleza. En la mayoría
de sus trabajos, ella se filtra en paisajes monocromos, áridos o con
temperaturas extremas. Lugares que nos costaría muchísimo transitar
diariamente. En estas situaciones Ana siempre se encuentra desnuda y se
confunde con las texturas, el brillo y los colores de las geografías elegidas,
disolviendo el límite entre su piel y la tierra, entre su carne y las rocas,
entre su cabellera y el agua. Este gesto de mezclarse, esconderse, de
enterrarse para brotar como una flor o un yuyo silvestre, me produce mucha
ternura y, cuando dibujo alguna plantita, me acuerdo de eso.
Su obra Flores en el cuerpo es para mí la
más cercana a los paisajes de Traslasierra, por eso resuena armoniosamente en
mis exploraciones a la hora de la siesta. Las flores blancas que la cubren,
desde la cabeza a los pies, nacen por todos lados acá. Crecen dispersas en la
mayoría de los senderos, aunque en su obra las veo distintas: así acumuladas en
su cuerpo, no sé si forman una corona mortuoria o un ramo de novia. Sin
embargo, prefiero pensar que no, ni muerta ni novia, sino intermedia, difusa,
yendo y viniendo de un estado al otro. La fosa de piedras que la contiene, de
cuarzo y mica, me recuerda a los piletones de rocas encastradas que hacíamos
con los chicos de la cuadra en el medio del arroyo para detener el curso del
agua y acumularla toda para nosotros.
Me gusta fantasear que en Flores en el
cuerpo, una obra densa y perturbadora, sobrevive la poderosa mecánica de una
ingeniería de la infancia. Y que, con una técnica arcaica similar a la que
nosotros usábamos para divertirnos, Ana construyó su recinto de reina, siempre.
Mariana Robles - 2012
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