El reloj de sol,
los evangelios apócrifos y los mundos posibles
Hace un tiempo con Martín Oviedo leímos un libro sobre la Matemática y Astronomía en la Edad Media Árabe. El
contenido de ese texto era tan complejo y extraño como su título lo indica;
requería de mucho conocimiento específico acerca del lenguaje científico y
cierta destreza con el léxico matemático, pero a pesar de las dificultades
técnicas era posible otra lectura. Me atrajo el relato del origen de la
medición del tiempo en dicha cultura, a partir de procedimientos científicos
los árabes construyeron mecanismos de medición de la luz solar. Necesitaban
establecer ciclos diarios de fragmentos temporales para ubicarse en relación al
sol y por esta razón ingeniaron diferentes modelos hasta que encontraron el que
más se adecuaba a sus motivos. Este experimento de cronómetros se vinculaba al Corán: el libro sagrado debía ser leído
en momentos exactos del día según sus versículos. La medición del tiempo no era
un objetivo en sí mismo, ni tampoco la técnica, sino el resultado de una búsqueda
religiosa. De esta manera, el reloj de sol se presenta como la confluencia de
una operación entre la temporalidad y la historia, es decir entre un tiempo
anterior: el tiempo del Corán y el cronometrado: la historicidad marcada por el
artefacto. Para nosotros temporalidad e historia tampoco son lo mismo. La
creación de relatos históricos acumulados en libros, entrevistas y/o
documentos, pueden ser pensados como un tipo de artefacto de medición del tiempo,
un lenguaje técnico sofisticado para captar cierto aspecto del mundo. En el caso
particular de la historia del arte esos relatos no pueden ser configurados
independientemente de las imágenes, de las biografías de artistas y de sus
propios textos.
Recuerdo otra lectura del invierno pasado los Evangelios Apócrifos, una especie de antología de historias
antiguas que datan de la fecha del antiguo testamento. Es un compilado de
libros sagrados excluidos del corpus canónico de la Biblia cristiana, su titulo
los delata: se los consideró ficticios, dudosos y fantasiosos. La construcción
de historias canónicas obviamente no es una práctica contemporánea. Muchas de
nuestras historias, de nuestros artefactos salen a la luz en función de
criterios de legibilidad, verdad y prolijidad, pero muchas veces cuanto más se acercan
a estos criterios más se alejan de los hechos. Es evidente que estos artefactos
históricos no son independientes de nuestras vidas, nos atraviesan, los naturalizamos,
los repetimos y los aprendemos: están inmersos en nuestra experiencia y gracias
a ello subsisten. Es así que la historia para nosotros no es una alienígena, un
relato exótico sino más bien la configuración de nuestro propio lenguaje: el
horizonte de nuestro conocimiento, reflexiones, política y también de nuestros
deseos.
Pensar la historia desde una perspectiva limitadora es también una
opción, no se sigue de la evidencia de su construcción su destrucción radical.
Por el contrario, la reflexión acerca del modo en que naturalmente estas
historias inventadas se apropian de nosotros puede convertirse en un
posibilitador de nuevas historias. En este sentido reinventar la historia del
arte puede tornarse un juego creativo que posibilite ampliar los límites de los
criterios establecidos y salir de los esquemas impuesto por el lenguaje naturalizado de los relatos
históricos: que reducen el arte a la historia de estilos, de premios, de
salones, de museos y de éxito, que ciñen el arte a un relato lineal descripto
en un orden que va de la causa al efecto entre pasado y futuro.
Ir contra la edificación del canon no es poca cosa, es demasiado si
consideramos que los términos en que se construyen estos relatos no son sólo
conceptos que hay que remplazar con otros más adecuados, principalmente son
artefactos y tienen formas materiales específicas: son instrumentos, esto ya lo
sabía Duchamp cuando puso su urinario en un museo, las ideas son artefactos[1].
Muchas de las prácticas del arte contemporáneo como por ejemplo “las planillas”,
“los formularios”, “los CV” que se confeccionan para la convocatoria a un premio o a una beca son
como el telescopio de un astrónomo: el reducto por donde se mira. Estos “instrumentos
- planillas” son como las retículas en el renacimiento; determinan a priori las ideas, son un espacio
simbólico predeterminado. Estas planillas no son neutras, están cargadas de conceptos:
son estructuras metodológicas que configuran modos de pensamiento. Al igual que
en el renacimiento son un velo mediador entre el artista y “algún” mundo. La
paradoja reside en la transposición de modelos históricos clásicos a prácticas
contemporáneas; los mismos términos que definían la historiografía canónica como
claridad, linealidad, legibilidad, prolijidad y factibilidad, entre otros, son traducibles
a los requisitos que constituyen las bases de legitimación. El modo en que narramos
el arte contemporáneo se constituye como un relato interno que considera
diferentes dimensiones de las prácticas artísticas, el límite lingüístico de
estos relatos va desde el lenguaje científico al poético o ambos a la vez.
Seguir usando términos como generación, antecedente, referente, progreso es
seguir utilizando retículas. Quizás la propuesta no sea desterrarlos del
lenguaje, sino más bien analizarlos, cuestionarlos, ponerlos en duda, no situar
estos conceptos en el centro de la construcción de la historia. Creo que
configuramos historias con un fin distinto al de crear un artefacto
cuantitativo más bien lo hacemos porque la creación de discurso, pensamiento y
oralidad en relación al arte, nos permite ampliar el horizonte, por lo menos utópicamente,
hacia diversos mundos posibles y creables.
Mariana Robles - 2006
[1] Hay una basta literatura
científica, de historiadores de la ciencia, teóricos de la física y de la
astrofísica que llaman la atención acerca de cómo los instrumentos utilizados
en los laboratorios no son meras cosas sino que están cargados de conceptos,
las ideas están allí.
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