domingo, 17 de febrero de 2013


La geometrías los jardines y las sombras
Hace unos días salí a caminar por la ciudad y accedí, finalmente, a ver diferentes exposiciones. Estuve dando muchas vueltas por edificios antiguos, ingresé por algunas puertas viejas y despintadas a sitios abandonados y desconocidos. Encontré restos de construcciones artificiales, que parecían destruidas por la lluvia y por el viento. Cuando estaba por regresar a mi casa, ya casi al anochecer, decidí volver sobre mis pasos y entonces me di cuenta que había un atajo entre dos espacios simétricos y nocturnos.
Estuve un rato parada frente a un espejo oval, blanco y perfecto, al que le crecían flores. Allí estática y asombrada me encontré casi flotando en un pasillo que conducía a tres habitaciones contiguas. Una inscripción en la pared lograba situarme en aquel lugar que Christian Román llamó “Jardín de las Promesas.” Asombrada miré a mí alrededor y advertí que cada una de las habitaciones constituía un orden arquitectónico particular y propio, pero las tres sintonizaban en las coordenadas de ese jardín preciso.
En el primer habitáculo una gran maqueta blanca con incrustaciones vegetales, secas y amarillas, ocupaba el espacio. Rostros quebrados, torres demolidas, animales sin cabeza, estatuillas de adoración, fragmentos de ruinas estaban allí mezclados con la materia que les dió origen, pequeños y grandes montículos donde las flores y las ramas permanecían. Otras esculturas amorfas me transportaron a "El jardín de las delicias" de El Bosco como si Román lo estuviera, de algún modo, señalando. También cuerpos geométricos sólidos, cilindros y cubos, de espejos brillantes reflejaban la luz, las sombras y las formas enmarañadas del jardín. Ahora me pregunto, si esas geometrías escultóricas que se exhibían como trofeos milenarios, no serían irremediablemente siempre las mismas, transmutadas y transformadas, en presencias actuales y visibles.
Al girar, y volverme hacía, atrás me encontré en el segundo receptáculo. Sobre la pared un círculo ajado y dorado emanaba otros círculos más pequeños y perfectos que se multiplicaban en dirección al piso. Sobre la tierra, mirando en dirección al cielo, un conjunto de plantas se erguía. Con sus hojas verde oscuro, con sus nervaduras carnosas, con sus raíces estáticas intentaban alcanzar la estela dorada de la esfera. Tanto en la pared como en el espejo las figuras se reiteran, se repiten y se multiplican.
A la izquierda se ubicaba “El jardín interior”, un habitáculo voluptuoso desbordado de vegetación. Se fue creando, y lo va haciendo, con incorporaciones de diferentes personas. Entre las plantas se mezclan los reflejos de los tallos, reptando entre las fosforescencias, así el jardín interior se revela material. Por este jardín íntimo, paradójicamente, se ingresa a la obra, se participa efectivamente del lenguaje tríadico que el artista inventó.
Al final del recorrido volví al espejo a mirarme pero no logré ver lo mismo, ahora mi mirada estaba impregnada de belleza y revelaciones. Estuve en “El jardín de las promesas” el mismo jardín, que deduzco, Román concibió como el vergel de la ciencia. Me gusta suponer que él en estado de éxtasis pensó su obra y como en un sueño muy nítido diseñó su creación completa. Un símil espejado y fantasioso con el filósofo medieval Abraham Abulafia quien afirmaba que sus meditaciones revelan aspectos cognitivos. El trance no es la pérdida absoluta de la conciencia si no el encuentro con una razón indómita y arcaica. En un jardín, paraíso garantizado de toda mitología, escenario sensual para el origen del hombre, Román expone las técnicas y los presagios de sus ensoñaciones, convirtiéndose en un exiliado de su tiempo. Exiliado del horizonte cercano de nuestro mundo desacralizado. El artista perseguido por sus imágenes, desbordado por sus revelaciones y sale en busca de la concreción de una promesa.
En cada esquina de la gran maqueta, en cada rincón y desde cada ángulo se visualiza una situación extraña. Las cosas se arman como en cuento o una pintura, se necesitan y se repelen actualizando su propia música. Quien acude a la visión del jardín de las promesas se somete al caos y luego en el jardín interior redime su mirada. Allí sin tradiciones, sin derrumbes, sin recuerdos de una historia lejana, los árboles crecen y se derraman.
Un rato más tarde, me fui, expulsada por el movimiento de las cosas que allí se amontonaban, escuché que las plantas hablaban y las esferas se multiplicaban estrepitosamente. Otra vez camine sin rumbo, presintiendo que quizás regresé a extraviarme en un rosal.
                                                                                                                              Mariana Robles - 2012


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