domingo, 3 de febrero de 2013

Cavernas en negro con rastros plateados

“Libaciones II” ocupa la sala 3 del Museo Caraffa, una sala con columnas centrales, una sala compleja. Allí, se puede ver, como se desplazan en lugares estratégicos, grandes fotografías intervenidas; fotografías de confesionarios, donde Mangiante dibujó sobre sus puertas cerradas, planos de geometrías negras e imposibles. Después, entre cada foto o a sus alrededores, extensos planos oscuros, dibujados con afilado lápiz; insistiendo en la tenacidad de la materia, un grafito que brilla a lo lejos. En las esquinas, manchas negras, nubes, tormentas, desparramo de materia, señalando un trauma, un agujero, los rastros de lo reprimido.
Por último, me detengo a mirar, entre esas columnas desafiantes, confesionarios de madera: austeros, misteriosos y peligrosos. Para ingresar, hay que encender una linterna, dispuesta en la entrada, y su interior se alumbra. Allí, la oscuridad del ambiente se ilumina débilmente, sin extinguir las sombras. En la levedad, aparecen dibujos, imágenes que intentan florecer y permanecer en la silenciosa y anónima construcción. Al descubrir los contornos, las representaciones son pesadillas, pecados, escenas tremendas.
Mangiante imprimió en cada uno de los calabozos de madera, iconos que insinúan jaulas para las conciencias y los cuerpos. Las siluetas perversas se corresponden con nuestros gestos y el plagio prohibido, secreto, de nuestro deseo.
La exposición se torna densa y compleja, psíquicamente, me produce una sensación espectacular: un caos estridente. Un caos divino, no santo, un caos de figuras conceptuales, de links, de arrebatos anacrónicos y mezclados que, superponen el arte con la pedagogía, la historia con la religión, la filosofía con la Gestalt y la política con la biología, cosas fusionadas, encontradas, que se despiertan, se alertan y preguntan. La respuesta es difusa y probablemente inexistente pero me acecha, despertando la herida.
Confesarse, realmente que extrañeza, pedir perdón, purgar las culpas, acusarse, sentir remordimiento, arrodillarse, golpearse el pecho, sufrir y otras sinuosas ocurrencias del tormento.
Confesarse, una perfomance desquiciante pero, a su vez, muy naturalizada, tanto en las sociedades del pasado como en nuestro tiempo. En este sentido, una referencia ineludible es “La historia de la sexualidad” de Michel Foucault. El filósofo francés, preocupado por los vericuetos del poder a lo largo de la historia de Occidente, ubica el nacimiento de los confesionarios en la Edad Media. En un alucinante desarrollo filosófico-antropológico explica, entre otras muchas cosas, como la práctica de la confesión se torna, en la época victoriana, un instrumento eficaz de la maquinaria de control sobre el cuerpo y la sexualidad. En la actualidad, encontramos millares de ejemplos que podemos señalar, a simple vista, como ingenierías para el control de nuestra sexualidad y de nuestras fantasías. Aunque, me parece, a juzgar por sus efectos, el Dios cristiano ha resultado imbatible.
En este punto, la obra de Mangiante logra demarcar una zona del deseo tramada por imágenes negras, por planos opacos, por geometrías amorfas flotando en el espacio. La sexualidad, como un punto central de las maquinarias de poder, encarna lo prohibido.
Así, en la arquitectura de los confesionarios, se extienden las palabras en imágenes y las imágenes en deseos que deben ocultarse: todos, una vez ubicados, en el interior del confesionario y en el interior de nuestra sucia conciencia, como espejos remotos nos convertimos en pecadores.
Vuelvo a recorrer la sala, en las fotografías cada confesionario simula una catedral pequeña, maquetas macabras de un laberinto sin escapatoria. Las puertas, de cada uno de ellos, se encuentran clausuradas con dibujos, como si fueran bocas humanas cerradas, negadas, a confesar.
A estas mini-catedrales, a estos suntuosos mausoleos de madera lustrada, Mangiante les borró, les quitó, toda la imaginería cristiana. Las desnudo, frente a nosotros, de su atuendo histórico, del lenguaje imposible. Así, parecen obras minimalistas, versiones terribles de la “Caja Negra” de Tony Smith, para encontrar la noche.
Sigo recorriendo, sin poder marcharme, y pienso en el Cristianismo, en su historia, en la edición de los libros sagrados, en las cruzadas. Pienso en un libro sobre el gótico, fascinante, donde se relata el proceso de sometimiento de los pueblos nómades, esclavizados por los cristianos, para construir sus suntuosas catedrales. Las runas, por ejemplo, confeccionaban una cosmogonía antigua que se fusionó entre las baldosas de un templo cristiano, una creencia no se abandona, en todo caso se disimula. Siempre para permanecer y ser leídos, para ser interpretados y adorados.




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