domingo, 3 de febrero de 2013


El pedregal de los magos
Sobre “En Rimbaud Tilcara” de Remo Bianchedi

I- Un aire derramado

En el transcurso indefinido, por el frío y la melancolía, de los últimos días de invierno leí un libro, En Rimbaud Tilcara del artista Remo Bianchedi. Un poderoso libro de poemas filosóficos, manifiestos visuales, escrituras marginales, imágenes alucinatorias, enumeraciones prodigiosas, laberintos y temporalidades en espiral. El ritmo de sus palabras, la tensión de sus versos prodigiosos, las anotaciones iluminadas, lograron conmoverme, recuerdo ahora cuando dice: Estar presente en la noche cuando palpiten las estrellas o más tarde el oficio de saber producir oxígeno en proporciones áureas. Fragmentos del libro de Bianchedi que se convierten en arquitecturas complejas para desandar lugares conocidos: caminar sorprendidos hacía el pasado de nuestra voz poética, ordenar el arte en cajones espejados o construir paisajes donde el yo, olvidándose a sí mismo, pueda pasearse.
A medida que se sucedían las páginas, sentía que la conmoción era enorme. El libro recorría una inmensa vegetación de ideas, de rincones de la literatura y del pensamiento. Algo firmemente arraigado en mis creencias comenzó a desgarrarse y más allá del temblor, caminé sobre el filo del precipicio. La voz del libro me fue llevando, como el río de Heráclito, a un fluir sin retorno, al fluir de las preguntas que inundan la conciencia. Las capas, las olas, las crestas, los magmas de la poesía de Bianchedi apuntaban a niveles y estados superpuestos; él se pregunta, y le pregunta a los yo que lo habitan, sobre los oráculos del principio.  Allí al leerlo y al leer, lo que la poesía fue dejando en su cuerpo y en sus manos, en su pintura y su vida descubrí, con evidencia rotunda, que toda lectura es amor. Con las mismas grietas, las mismas huellas, las mismas condiciones mágicas, todo poeta es siempre un gran amor.
Así En Rimbaud Tilcara Bianchedi reafirma, recuerda y acaricia su amor inmemorial, en el origen de las imágenes y de la intuición. Iluminado como una luciérnaga azulada, sobrevuela las yagas encendidas de la noche y el infierno, los desiertos impenetrables de la lengua de la tierra. Allí donde el cuerpo es voz y la voz es cuerpo, Bianchedi desciende al infinito en los temblores indomables de Arthur Rimbaud, Macedonio Fernández, Antonin Artaud, Allen Ginsberg, Jacobo Fijman y Marcel Duchamp. Ellos están en él y él esta en ellos, no hay escapatoria, existe la levedad de conocerse y desconocerse para volverse a adorar. Siempre en el vaivén de una incertidumbre bella, en el conjuro de las cosas que se repiten y nunca se parecen. En el divino temblor, en la ráfaga, flotando, al ritmo indómito de lo desconocido.
Desde el diálogo entre Sócrates y Rimbaud, que inicia el libro de un modo que podríamos llamar Becketiano , hasta Risas, un gran apartado conformado por la concatenación de versos, imágenes y reflexiones, subdividido en  Mano de Obra, Pausa y finalmente Conjuros, el libro transcurre como un cántico. En Rimbaud Tilcara posee la cualidad de ser una meditación musical, una búsqueda atenta y poderosa de las lecturas de un hombre que, en la soledad de las sierras, repercute en voces esenciales difuminándose en alas, en espinas, en piedras.  
En el corazón del libro, se instalan y confluyen íntimamente las ánimas y los hechizos de su ser visual y su ser poético. Una conjugación de lo inexplicable cuando se torna visible y del azar cuando se torna necesario. Inventando constelaciones herméticas, los versos duales y reptantes transcurren girando a su origen. No abstractos, no detenidos, es prudente para divisarlos detectar   una voz, un cuerpo emitiendo, obrando. Dice el autor:
Escribo con la voz, con la uña, sobre la piel escribo
Delicada manera que encuentro de ocupar el espacio del tiempo.
Convencido Bianchedi se arroja a lectura, al dibujo y la pintura, ingeniero de su propio abismo lo compone con la vista única de la mejor perspectiva: la íntima, la interior, la escondida.
Con todo su cuerpo compenetrado, entregado al deleitoso estado de existir, la geografía aparece y Rimbaud esta en Tilcara y Bianchedi en Harar y ambos se miran dibujar, escribir y respirar. En el abismo sólo respirar  un aire derramado por Duchamp, aquí.
En Rimbaud Tilcara el artista nos abre las puertas secretas de su biblioteca mental, el destino geométrico de su mirada. Un destino guiado  por las originales elucubraciones de Duchamp, para quién mirar se convirtió en el único arte posible. Propuso conocer el mecanismo milagroso, perfecto, de la visión  y en la torsión de la mirada y lo mirado, conocerse a uno mismo y al mundo.
En este sentido Bianchedi admite:
No deseo hacer obra, deseo obrar Obrar en estado de desacato 
Obrar como mirar,  sin obnubilaciones, en la ribera de su nebulosa dimensional de n-fluctuaciones.   Mirar y  señalar,  afuera y adentro, en lo imposible de su desnudez, una tierra lejana y fértil: Tilcara. Después y ahora, Rimbaud en Bianchedi, Bianchedi en Rimbaud, el silencio en las voces y las voces en el silencio.

II El teatro de rústicas membranas

Ahora recordemos el inicio del libro, Sócrates y Rimbaud, el no-filósofo y el no-poeta unidos por una ocurrencia del tiempo y del espacio, en las coordenadas onduladas de la poesía de Bianchedi.  En ellos, el poeta y artista, inaugura una región absurda pero posible donde el imaginario de una poesía encarnada recupera las escamas, en un teatro de rústicas membranas.
Entre las palabras sucedidas puede trazarse una constelación de piedras, una figura brillante para guiarnos en la noche, en la helada, en la floración de la nada.
Ahora, Bianchedi abandona los rostros, sucumbe en las pieles de sus modelos, se evapora a la orilla de una novia desnuda. Para internarse en el paisaje, nos cuenta María Eugenia Romero editora de En Rimbaud Tilcara, que el artista se ocupa en la actualidad de ejercitarse, de estudiar de descifrar deslumbrado, los artilugios de la naturaleza.
Vive en las sierras de Córdoba, en Cruz Chica. Alguna vez vivió en la selva amazónica, también en Jujuy, en Alemania, en Madrid y en Buenos Aires. Recorrió con su pintura los mapas y las celestes cartografías del sur; la frondosa e impredecible voluptuosidad de lo impenetrable, el suelo rojo del altiplano andino, las encrestadas pendientes de la montaña, la gigantesca abertura a la cultura de la ciudad. Viajó por el viejo el continente, habitado por maestros, el albergue estridente de la tradición y la historia. Hizo y se deshizo de lo aprendido para apropiarse y desparramarlo como semilla, como hojas secas en la tierra que habita.
Muchos rostros, ojos, manos se trazaron y plasmaron en el tiempo y con la lentitud de la finitud poblada, vuelven con la brisa tranquila. Todo esta aquí latiendo y todo se ha ido para siempre.
Todos ellos, los presentes, los ausentes recordados, el poeta, amante, traficante Sonando su herida San Rimbaud del silencio inmortal nos mostraron, almas puras y malditas, que la muerte es el libro que debe leerse. Tras el pronunciamiento de las palabras, persisten las campanadas del primer impulso, la furia, la pasión que condujo, bendita la mano, a rayar un papel. La lengua sin rumbo a decir, a destripar, punzante la letra, un habla.
La muerte es para el arte otra cosa, diferente resurrección de lo que subsiste sin fin. Muere el persistidor de poemas, el pintor que se anima a ser otro y divisar el mundo en el extremo de su unión, dice Bianchedi, en fosforescencia: Estar aquí entre la frontera de un estado y otro.
Irse, herirse,  destruirse, devenir obrar, obrar deviniendo, ser artilugio, brote de enredadera, escritor. Estar aquí, ser aquí, entrar al pensar y saber que, el artista lo que sabe, es morir.
Se han cambiado los órdenes y el caos nos muestra las figuras de las sombras de la luna:
Atributo celeste de las piedras, higueras encendidas, arroyos
Desbarastados
Hoy continúo dibujando en Cochinoca mientras Rimbaud apoyado en
Una pirca me observa dibujar en el áspero Harar

Aquí y allá, en las direcciones de las estaciones, el poeta y el pintor intercambiados. Bianchedi y Rimbaud  juntos, dolientes y sanados confirman su don. Abren la ventana y los paisajes se parecen y desaparecen.  Alguien los observa, quizás un pájaro, que confirma sus presencias. Todos los ojos asombrados de tan maravillosas sus creaciones. El mundo se aproxima en primavera y  nuevamente al salir el sol, en el pedregal  de los magos, la lengua los necesitara.
Mariana Robles - 2012










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